Nota importante: aunque con títulos diferenciados, comenzamos aquí una serie de artículos sobre recientes investigaciones en que hemos participado durante nuestra última estadía en México. Sugerimos la lectura ordenada de los mismos, respetando los enlaces. Esto nos obliga a una introducción geográfica e histórica; y necesariamente así debe ser pues de lo contrario el relato de nuestras andanzas no tendría otro interés para ustedes que el de una anécdota turística.
Ya he comentado en un artículo anterior cómo el Mundo Subterráneo ejerce intensa fascinación sobre la humanidad. Y como todas las culturas están atravesadas por historias, en ocasiones comprobables, a veces no, que nos remiten a ese mundo bajo tierra poblado y muchas veces modificado artificialmente, no como consecuencia de esa pulsión del Inconsciente Colectivo que traté en aquella ocasión sino exactamente al revés: tenemos la pulsión porque antes supimos de la existencia del Mundo Subterráneo. Establecido lo cual sirva este trabajo para sumar un elemento más de consideración sobre un tema ya desarrollado en los últimos años por investigadores de la talla de Yuri Leveratto, Débora Goldstern, Manuel Palacios, Raúl Cabrera. O –sólo un par de los que ya no están entre nosotros- Julio Goyén Aguado y Janos Moricz. Algún lector citará –con cierta razón- muchos otros nombres de espeleólogos; se nos disculpará aquí omitir tantos, ya que nuestra preferencia, hoy, no es referirnos tanto a cavernas en sí sino a ese concepto, feérico y trascendente, oculto tras esas dos palabras: mundo subterráneo.
Desde el concepto mítico de la Tierra hueca (ahorrémonos discusiones: no creo en ella al estilo “Raymond Bernard” –autor, precisamente, del libro homónimo, y no es lugar aquí debatir los pretendidos argumentos) hasta la evidencia tangible de ciudades subterráneas como la de Capadocia, en Turquía, son incontables los libros y artículos escritos, las conferencias realizadas, las presentaciones radiales y televisivas realizadas. Todo ello constela el universo del tema que hoy nos ocupa y, ciertamente, apenas un pequeño porcentaje es producto de la investigación, ya sea bibliográfica o “en el terreno”. Así, se perpetúan y potencian en ocasiones errores conceptuales o, directamente, simples patrañas, miradas que por el sempiterno “sesgo de confirmación” agradan a sus consumidores. Se citarán muchas razones (la económica, quizás es la primera) por lo que, aún deseándolo, muchos investigadores no pueden volcarse a tiempo completo u organizar expediciones de campo. Empero, con un esfuerzo de voluntad, siempre puede articularse algún trabajo, alguna prospección si existe la decisión expresa de lograrlo. De manera que aprovechando un viaje a México coordinamos, junto al querido amigo, historiador y psicólogo Julio Víctores, residente en Papalotla, Estado de México, una de estas incursiones.
El Mictlán y los orígenes
Julio es un entusiasta de la historia local, de lo que en Argentina llamaríamos su “pago chico”. Papalotla –su pueblo en el estado de México, sobre cuyo valor fundacional en las culturas del México prehispánico escribí en este artículo– Texcoco y aledaños le ha conocido desde la niñez recorriendo sus recovecos. Pero además, siendo un intelectual (es psicólogo clínico y docente universitario), la indagación bibliográfica y museológica tampoco le ha sido ajena, lo que le permite la reconstrucción verbal de un pasado ignoto para la mayoría de sus compatriotas.
La región está masivamente urbanizada, con lo cual es mucho lo que se ha perdido y, si no se hace algo, lo que se va a perder. Recordemos sin más el antaño enorme lago de Texcoco, hoy casi reducido a unos albañales y que fuera vía comunicacional de los pueblos acolhuas, chichimecas y mexhicas en tiempos previos y contemporáneos de la Huey Tenochtitlán. Dominios del señor de Texcoco, Netzahualcoyotl, habitual protagonista de nuestras líneas. Los enlaces en este artículo serán de satisfacción, esperamos, de quienes deseen profundizar en su conocimiento. Vaya este espacio, en tanto, para relatar algunas andanzas de campo, durante una semana en que tras finalizar mis habituales actividades con grupos en este querido país pude enfocarme de pleno a la investigación. Vaya la oportunidad, entonces, para agradecer al entusiasta equipo que nos acompañó, Miguel Eduardo Víctores Oliva, Kevin Víctores Yescas (sobrinos de Julio), Luis Enrique Víctores Espinoza (su hermano), el sociólogo Vicente Guerrero González, Ernesto Sánchez y el guía de montaña Carlos Arcos Valdéz. En tramos de estos recorridos también nos acompañaron las amigas Gisell Alquicira y Aracelo Arroyo, así como la señora esposa de Julio, Irma, y sus fantásticos chiquillos, Santiago y Fernando.
Fueron días de trabajo muy intenso que, si fuéramos respetuosos al detalle de la información, ameritarían cuando menos varios artículos, de manera que no descartamos volver en particular sobre algunos de estos puntos, toda vez que no hemos agotado (ni con mucho) los enigmas del lugar. En puridad, apenas hemos levantado una punta del velo. Para resumir a título introductorio, cuento que estuvimos ascendiendo al cerro Purificación y Tepetitla, en Axopilco. Relevamos las Cuevas de Tecampanotitla, donde la tradición dice que nació Ixtlixochitl, padre de Netzahualcoyotl. Revisamos distintos tlatetl (“montón de piedras”, forma popular de llamar a restos arqueológicos no recuperados), el cerro Gavilán, recorrimos la “serpiente de piedra”, el albardón ancestral que se extiende una decena de kilómetros y protegía las antaño feraces tierras de las inundaciones. Nos detuvimos (como haré más adelante en otro artículo) es esa pequeña maravilla que es el Tepetzingo, al que mi buen amigo llamara acertadamente la “pequeña Teotihuacán”, el “muro de Huexotla” (tratado en otro artículo ya) y el interesantísimo Zultepec. A quienes le resulte ajeno este entorno y hasta los propios toponímicos, paciencia: iremos desarrollándolo de a poco.
En este ocasión enfocaremos nuestro interés a una exploración realmente apasionante: las historias de cuevas, cavernas, mundos subterráneos. En definitiva, el Mictlán, el “inframundo” de los pueblos nahuas, tierra también de espíritus de difuntos. Y aclaro lo de “también” porque sólo una mirada superficial a la cultura precuauhtemica puede identificar el Mictlán con el “Más Allá” en términos de ultratumba, una asociación de ideas muy europeo y cristianizada. De hecho, sirvió para que los clérigos, ya en el siglo XVI, enviciaran la cultura local manipulando la asociación del Mictlán con el “infierno” y, en consecuencia, demonizar todo lo que el tema implique. El Mictlán, como escribí, es tierra de espíritus, sí, pero ellos son sólo parte de sus habitantes. El Mictlán se identifica con lo subterráneo, sí, pero también con el rumbo Norte (algunos afirman que en virtud que, geográficamente al Norte, muy al Norte, se encuentra el frío Polo de esas tierras, los inviernos cada vez más crudos…). Esato último es discutible: el horizonte geográfico y cultural de los nahuas (todos los pueblos del antiguo Anahuac, que por algo se llama así) estaban ubicados en el centro de lo que hoy es México y apenas con presencia en el norte, tierra de desiertos y calores terribles. Su “norte” no era el Polo, ni siquiera lo que hoy llamados Canadá. Que lo conocieran no significa que estuviera presente arquetípicamente en su cultura. Su “norte” era el desierto y el calor mortal. De forma tal que el Mictlán expresa, en este “norte” otros conceptos: el del territorio desconocido, por caso. Un poco, el “Amenti” de los egipcios.
Esto se refuerza ante las historias, transmitidas generacionalmente, que dan cuenta que algunas personas –muchos, prohombres históricos- al ingresar en extraños pasadizos subterráneos aparecieron en “otro mundo”. Como “niños de Banjos” redivivos, haciendo el camino a la inversa, encontraron tierras de “dioses” y de “seres superiores” muy poco humanos. Pongámoslo así: a través del mundo subterráneo, se mantiene incubada la idea de alcanzar planos desconocidos. Mundos paralelos. Otras dimensiones. Por eso el Mictlán tenía “guardianes”, no tanto para prohibir el paso del ser humano común para proteger lo sagrado de esos recintos, sino para proteger al ser humano común de los peligros de ese recinto.
Uno de los lugares históricamente certificados –de hecho, mencionado en reiterados “códices” prehispánicos- es la llamada “Cueva del Murciélago”. Tzinacanoztoc, en náhuatl. En proximidades de lo que hoy es San Juan Tezontla, Texcoco. En el códice – mapa Tlolzin –que incluye otro códice, el Xolotl- dice:
“…Tzinacaoztoc lugar adonde él (Xolot) y sus descendientes vivieron muchos años; y hoy en día están las cuevas muy curiosamente labradas y encaladas, con muchas caserías y palacios, bosques y jardines..”. (…) “Este emperador (Techotlalatzin) casó con Tozquentzin, hija de Acolmitztli señor de Coatlichan, en la que tuvo cinco hijos: fué el primero el príncipe Ixtlilxochitl, primero de este nombre… Al príncipe Ixtlilxochitl que nació en el bosque y recreación de Tzinacanoztoc, le dio por ama que lo criase, una señora llamada Zacaquímiltzin, natural de la provincia de Tepepolco; y para la crianza del príncipe le señaló los pueblos siguientes: Tepetlaoztoc, Teotihuacan, Tezoyocan, Tepechpan, Chiuhnauhtlan, Cuextecatlichoayan, Tepepolco, Tizayucan…”
¿Qué nos dice este texto?. Indica el lugar de nacimiento Ixtlilxochitl, el amado padre del tlatoani (señor) Netzahualcoyotl.
La “historia oficial” nos cuenta –no estamos convencidos de ella, por un colectivo de razones- que los acolhuas vivían tranquilos en un estado casi primitivo hasta que sufrieron la invasión del pueblo chichimeca, proveniente del “norte”. Otra vez, aparece el “norte” aquí. Cuando pregunté a los locales qué tan al norte era su procedencia, lo ubicaron a unos pocos cientos de kilómetros: se me hace difícil creer que esos pueblos, que desde milenios antes en toda la región producían fantásticas expresiones de ciencia y tecnología, que tenían influencias culturales a veces de etnias ubicadas a miles de kilómetros de distancia, que hacían del comercio –y por lo tanto, el viaje y la interacción- una actividad superlativa, ignoraran el peligro chichimeca con suficiente antelación, no tuvieran recursos para prepararse a tiempo y, sobre todo, vivieran literalmente como trogloditas y es a partir de la conquista de Xolotl y su gente que en poco más de ochenta años llegan a las maravillas arquitectónicas de Huexotla y el Tecutzingo –a los que tanto espacio le hemos dedicado–.
Pero lamentablemente y con todo respeto, muchos académicos e historiadores sostienen que si no “está escrito”, son sólo leyendas. Y así se perpetúan historias como las escritas por Fernando de Alva Ixtlixochitl, quien reivindicando su descendencia de ese otro gran Ixtlixochitl –seguramente cierta- “castizo” (abuelos indígenas y españoles) bautizado y aculturalizado, supo escribir crónicas de la historia de sus ancestros donde se nos cuentan estos relatos. A nadie parece importarle que Alva reclamó por años el cacicazgo de Texcoco, su lugar natal, y tardíamente los españoles le otorgaron el de Teotihuacan, un “premio consuelo” cuando menos en épocas en que no era la industria turística un bien en sí mismo. Alva, que indudablemente necesitaba complacer a los señores españoles de quienes dependían sus reclamos, escribe historias funcionales a la versión europea. Y hoy ciertos historiadores se sostienen sobre sus dichos, con el único aval de su parentesco por descendencia, como si eso le hiciera impermeable a cualquier desconfianza crítica.
Me pregunto si habitar cuevas –cosa que efectivamente hacían los acolhuas- es por un desconocimiento ingenieril o por otros motivos. Desde mi descontextualizada y turbia mirada de cosmopolita del siglo XXI que sin duda es incapaz de intuir siquiera razones más próximas a la cosmopercepción de estas gentes en ese lugar y en ese tiempo, sin embargo, se me pueden ocurrir otros motivos, desde ecológicos, de armonía con la Naturaleza, hasta energéticas si se quiere. El “porqué” puede ser una especulación; el “no podían ni sabían”, una falta de respeto y una incoherencia ante la riqueza arqueológica del lugar.
Pero lo cierto es que debe haber sido una belleza. Haber podido estar en aquellos tiempos y visitar esas “cuevas” ricamente decoradas. Lo dicho, de trogloditas, nada. Sus interiores se encontraban totalmente cubiertos de estuco y éste a su vez de polícromas pinturas. Cómo se iluminaron a ciertas profundidades para dibujar y pintar con tanta maestría, es algo que se debate. Al igual que en tantos otros sitios de interés arqueológico, no puede explicarse, ya que si hubieran empleado antorchas, velas de grasa, etc., el hollín se habría depositado sobre las mismas. Carecían de espejos platinados, capaces de reflectarla luz solar con intensidad. Yo, empero, aporté una alternativa, aprendida en mis investigaciones en la “escuela de chamanes” de Chavín de Huántar, Perú: el uso de psicodélicos y enteógenos, que dilatan las pupilas al punto de permitir una aceptable vista aún en condiciones de casi total oscuridad.
No está claro –de hecho, la mayoría de los expertos no lo cree así- si las cuevas de Tecampanotitla y la “Cueva del Murciélago” legendaria son la misma, pero aún no siéndolo lo cierto es que las primeras sí fueron habitación magníficas de esos pueblos. Estas maravillas, empero, eran sólo el preámbulo de una aventura fascinante que se aproximaba. Y será el eje de nuestro próximo artículo.
Excelente Articulo. Muchas gracias. Aumenté mi cultura. Gracias.