Los sueños: conexión con el Universo

En el mundo de la ciencia, la unidad de información es llamada “bit”. Podemos representarlo con dos dígitos: el cero y el uno. Un alfabeto de cuatro letras podríamos representarlo con cuatro bits. Veamos: A= 00; B= 01; C= 10; D= 11. Nuestras 27 letras del alfabeto pueden representarse con 5 bits. Así, por ejemplo, la letra T correspondería al 10101.

De este modo podemos analizar cualquier configuración que exista en el universo, dividiéndola en unidades bit. La estructura de una estrella, una bella pintura de Goya o una deliciosa melodía de Mozart tocada al piano. Nos sería fácil, por ejemplo, dictar por teléfono a un amigo que reside en Montevideo la imagen de nuestro retrato. No tendríamos más que hacer sino ampliarlo a gran tamaño, cuadricularlo con una red de líneas rectas y del mismo modo que jugábamos a la “batalla naval” en nuestros años escolares, definir cuadrito por cuadrito mediante dos bits (blanco, negro, gris claro, gris oscuro) cuatro letras para cada punto fotográfico que nos llevaría varias horas… y una abultada cuenta en la factura telefónica en base a dictar cientos de miles de ceros y de unos. Eso es exactamente lo que hace la TV cuando nos envía treinta imágenes por segundo.

Usted puede estar plácidamente sentado ante su televisor en una tarde de domingo viendo el fútbol. Mientras apura una cerveza, y en una hora, recibirá a través de la retina de sus ojos 10 a la 11 bits (cien mil millones de bits, pues 10 a la 11 es igual a 1 seguido de 11 ceros) que podrán ser almacenados en su cerebro. Habría que sumarle los 300.000 bits que representan las apalbras pronunciadas. Toda esa información equivale a una gran biblioteca de 15.000 volúmenes.

Durante nuestro período vigil y, aunque en menor escala, en el curso de nuestro sueño, penetra a través de nuestros sentidos una ingente masa de datos. El aroma de la ropa recién planchada y el ácido sabor de una mandarina se mezclan con las docenas de sensaciones térmicas, táctiles, de presión que experimentan nuestras áreas epidérmicas. Y todas ellas pueden medirse en unidades bits.

Se ha calculado que a cada segundo el conjunto de nuestros sentidos recibe 10 a la 10 (diez mil millones) bits. Eso implicaría que durante toda la vida de un hombre, un promedio de setenta y cinco años, el total de información recibida, si sumamos los millones de escenas vistas, olores y sabores percibidos, ruidos y palabras escuchadas, alcanzaría un volumen de unos 10 a la 19 bits (diez trillones).

Esto crea un grave problema. Sabemos que nuestro cerebro es una tupida red de fibras nerviosas, cada una de las cuales conecta entre sí con varios miles de esas células llamadas “neuronas”. Se ha calculado que el total de conexiones (cada una representando un bit) es de 10 a la 15 (mil billones). Aún en el impreciso caso de que todas ellas se utilizaran para archivar (memorizar), cosa que dista de ser cierta, no cierran los números. De modo que uno estaría tentado a decir que la teoría “pantomnésica”, según la cual retenemos en nuestro inconsciente todas las percepciones de nuestra vida, carecería de fundamento ya que no habría suficientes “receptáculos cerebrales”. Sin embargo, esa teoría es una realidad: el psicoanálisis, la hipnosis, la guestalt y el análisis transaccional, así como muchos otros abordajes clínicos han demostrado que realmente sí conservamos todo en la mente. Entonces, ¿dónde lo alojamos?.

Por otra parte, los neurofisiólogos han estudiado punto por punto la intrincada textura del cerebro, buscando los núcleos nerviosos o las áreas corticales donde puede radicar ese maravilloso mecanismo que es la memoria. Si un tumor o una grave lesión afecta al lóbulo temporal, podemos quedar “ciegos” para siempre. Una destrucción del “área de Brocca” en el lóbulo frontal nos impide hablar. Esos accidentes traumáticos o patológicos nos permiten trazar una especie de mapa cerebral, constatando la función específica de cada zona encefálica. Pero, ¿dónde ubicar la memoria?. Pueden lesionarse miles de puntos corticales o nucleares sin que se afecte la facultad de recordar. Esto, sumado a lo señalado líneas arriba con respecto a la “capacidad de almacenaje” del cerebro, sólo puede decir una cosa: la memoria está en otro lado.

La mente cósmica

Rattray Gordon Taylor, en su apasionante libro “El Cerebro y la mente”, refiere el hecho, obvio pero poco tenido en cuenta, de que la memoria no es la capacidad de recordar algo (en el sentido de “retenerlo” en la mente) sino, por el contrario, de olvidarlo momentáneamente hasta el momento en que lo precisemos.

Ilustraremos esto mejor con un ejemplo. Cuando en una conversación cualquiera estoy a punto de mencionar a alguien y sufro una “laguna” (solemos ponerlo de manifiesto con la típica frase “lo tengo en la punta de la lengua”) suele ocurrir que por más esfuerzo que hagamos no podramos traer el dato a la consciencia. Pero más tarde, a veces días después, surge el recuerdo “perdido”. Si la “mala memoria” fuese olvidar algo, en el sentido de “irse de la mente”, no podría “regresar” espontáneamente. Si aparece, es porque nunca se fue. Y, en consecuencia, la mala memoria no pasa por “olvidar” sino por la incapacidad de “recuperar” lo que ya se sabe. Esto, además de abrir interesantísimas posibilidades para explorar el gran poder dormido en todos nosotros, nos dice que guardamos absolutamente todo lo que alguna vez conocimos. Si yo, por ejemplo, digo que nací un 29 de abril, sé que esta información no ocupa permanentemente lugar en mi mente consciente; no ando por la vida repitiendo constantemente “yo nací un 29 de abril”. Eso se encuentra momentáneamente “olvidado” –es decir, desplazado de la consciencia- hasta que algún detonante (como la pregunta “¿cuándo es tu cumpleaños?”) me la hace recuperar. Por lo tanto, llamo “memoria” a la función de retirar de la mente consciente algo hasta el momento en que lo necesite. La pregunta, entonces, es: ¿adónde va?. Evidentemente, no a ningún lugar particular del cerebro.

En el mismo sentido, los neurofisiólogos entienden que el comportamiento “electroquímico” del cerebro (físico) produce las “ensoñaciones oníricas” (psíquicas). Es indudable que asistimosen los últimos años a una neurobiologización que pretende “explicar todo”. El problema, sin embargo, es hermenéutico; con similar inducción lógica voy a sostener que el “sistema fisiológico” reproduce a escala microcósmica las condiciones que permiten manifestarse a instancias informativas trascendentes del Universo.

En otro orden similar: ¿es una perturbaciòn electromagnética que “produce” visiones de “entidades sobrenaturales”, o es que la perturbaciòn electromagnética permite percibir lo sobrenatural? Los antiguos orientales sostenían que en el Universo existían lo que ellos llamaban “registros akhásicos”, algo así como un gran banco de datos de todo lo que ocurrió desde que el Cosmos existe, y al que “conecta” la mente inconsciente del hombre por procesos a los que hemos dado diversos nombres: intuición, corazonada, expansión de la consciencia. De alguna manera, esto siempre se ha sospechado: Sócrates, por caso, decía que sus reflexiones no eran en realidad producto de su intelecto, sino que le eran dictados por una “entidad” acompañante, una especie de guía a la que él llamaba su “daimon”. O las inspiraciones geniales de tantos artistas o científicos. El alcance de esta suposición es realmente alucinante, pues significa que hasta el más común de los mortales, explorando estas posibilidades y abriendo sus canales para conectarse con esa especie de dimensión paralela (registros akhásicos, mente cósmica o “memoria”, lo mismo da) puede acceder a las más maravillosas obras que pueda concebir el espíritu humano sin resignarse a una cuestión de pautas culturales, educación o disposición congénita genética. Y no es tan difícil, ni extraño, ni excepcional: los sueños son esa instancia, ese lugar, ese momento, como aprende quien incursiona, con constancia, en la exploración de sus propias ensoñaciones.

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