Ocurrió en la misma geografía donde en estepas oníricas galopan unicornios azules bajo un triple Sol. O en esas ciudades nocturnas, conocidas y ajenas a la vez, donde caminamos relajados junto a muertos queridos. Con abismos insondables donde caemos en busca de emociones intensas porque generalmente levantamos vuelo antes de tocar el suelo. El País de los Sueños que no aparece en Google Earth por motivos que ignoro pero debe tener algo de conspiración global, porque todos lo visitamos cuando menos una vez al día.
Fue un día, mejor, una noche, en que volví a cruzar su frontera para adentrarme en un territorio conocido en sus regiones felices pero también en sus marismas. En esas tierras baldías que los lugareños llaman “pesadillas” y que deberíamos –si pudiéramos- evitar. No es importante contar los detalles que en otras visitas me llevaron a trabar amistad con una familia que radicaba cerca de la frontera; sólo valga señalar que una de las hijas había ingresado poco tiempo atrás como monja en un monasterio reciente de las cercanías. Unas visitas a la aldea en otras noches de sueños y un puñado de palabras afectuosas bastaron para que me invitara a conocer, aunque más no fuera fugazmente (¿pero hay algo no fugaz en un sueño?) el interior de aquél.
Y entonces allí estaba, caminando con mi anfitriona entre las obras de construcción aún en marcha. No tenía sentido tratar de tomar apuntes y bosquejos a mano alzada. Por alguna razón, nunca pude cruzar de nuevo aquella frontera conservando algo de lo recogido del otro lado. Pero recuerdo claramente que mientras observábamos desde fuera cómo se consolidaban los futuros sepulcros de material frente al altar de la capilla, mi guía me resumía, en voz queda, las vicisitudes de fundación del lugar.
Porque era brillante. Poderosos personajes de la región habían amasado una fortuna con dineros, a fin de cuentas, robados a los bolsillos de los aldeanos, cambiando sus esperanzas –que en el país Del Otro Lado se pueden convertir en dólares en lugares habilitados sólo para ellos, que después de todo, en la geografía de sueños también existen porque pueblan las fantasías de los humanos de tal manera que en el mundo de la vigilia no es seguro guardarlos, por lo que en ocasiones los poderes de las sombras los transfieren a sus cuentas en el Otro Lado- por espejitos de colores en cuyos reversos se escribían frases de pegadiza propaganda, redactados en aspectaciones planetarias muy bien estudiadas porque, de esa manera, ejercían un influjo hipnótico en quienes las leyeran, enamorados al instante de las mismas con merma absoluta de la capacidad de observar críticamente. Pero corrían perturbadores rumores que se aproximaba un eclipse que, al alterar esas conjunciones astrológicas, desnudaría esa trama sutil e irreal. Por eso los poderosos habían elegido el convento para ocultar aquellos dólares. Logrado, en meses de afiebradas negociaciones, crear un orden religiosa, monástica, nacida a la sombra de montañas de billetes e influencias. Obtenido la autorización para sepultar a sus líderes más carismáticos dentro de la naciente iglesia –como esos centenarios, a veces milenarios sepulcros que en tantos viajes (pero en este mundo, el de este lado) había observado, sellados para una cierta eternidad bajo el paso impertérrito de miles de viandantes- porque las particulares y bizantinas leyes de esas tierras hacía que quienes vistieran hábitos fuesen juzgados por leyes distintas a las de los aldeanos, más lentas, más morosas. Y me susurraba la monjita, pidiéndome jurar secreto, que el epítome de la genialidad era que en esos sepulcros sobre los cuales el ritual religioso rogaría por el eterno descanso de esas almas, no había ni féretros, ni osarios, ni urnas porque los féretros, los osarios y las urnas estarían sepultados con nombres desconocidos en cementerios aún más desconocidos cediendo graciosamente su lugar a casi incontables bolsos con esperanzas convertidas en moneda. Había algo maravillosamente bizarro en imaginar tantos devotos de rodillas en oración futura frente al reservorio de los placeres de unos pocos…..
Había cámaras de seguridad. Alambrados de púas. Armas también. Monjes guerreros, templarios mafiosos de un país imposible que sólo existe en sueños.
Abrí los ojos, demorando unos segundos en ubicarme en tiempo y espacio. Me había dormido, después de todo como tantas noches, con la televisión encendida. La miré casi con indiferencia, mientras el relator de noticias hablaba de no sé qué lugar de mi país y las imágenes mostraban a un calvo señor, con casco y chaleco antibalas.