Vivimos en una sociedad que no dudo en calificar como esquizofrénica. La enfermedad psíquica llamada “esquizofrenia” se define o, mejor aún, se manifiesta en el individuo como una escisión (una división) de la personalidad. El esquizofrénico, entre otros síntomas, comienza a manifestarse como más de una persona. En algún sentido, podemos coincidir en que la sociedad que nos cobija es esquizofrénica porque tiende a “compartimentar” al ser humano, a dividirlo, a aislarlo del conjunto, no sólo afectivamente sino también en sus áreas de expresión.
Vemos que, por ejemplo en el terreno laboral, los profesionales de hoy saben cada vez más de cada vez menos. Esta excesiva especialización que puede ser tomada como uno de los grandes “logros” de la educación contemporánea, en realidad conspira contra la evolución del ser humano: los antiguos sabios, verdaderos pioneros de la ciencia, entendieron que no podía comprenderse al Universo si sólo se lo trataba de aprehender a partir del conocimiento racional, ya que si el Universo es el todo, nada de éste puede estar excluido: es parte del todo también lo espiritual, de manera tal que el conocimiento del todo significa también la aprehensión mística, iluminista del mismo. Lo espiritual no puede ser conocido racionalmente.
Y, precisamente, los antiguos sabios sabían que encontrar el lugar del hombre en el Cosmos incluía no despreciar ninguno de sus componentes en el análisis. Así, el remoto sacerdote – médico – astrólogo hacía profesión de fe en la búsqueda de un equilibrio, una armonía entre lo espiritual (la fe), el raciocinio (la ciencia) y la síntesis más pura que puede obtenerse de ambas: la estética (el arte). Era sacerdote, artista y científico, y aún careciendo de la abundancia de datos, medios e instrumental con que cuenta el hombre de hoy, quizás no sabía, pero sí sentía o percibía, la inserción nuestra en el entorno, los mecanismos que establecían mutuamente un equilibrio o la sutileza de los desarreglos que perturbaban esa armonía.
El problema es que, en algún momento histórico cuya discusión no es tema de este lugar, se produjo un lamentable divorcio para el conocimiento humano: arte, religión y ciencia tomaron cada una su propio rumbo, alejándose de las demás, y haciéndole perder de vista al hombre una visión abarcadora de la Realidad. Resulta difícil, para el hombre contemporáneo, entender que esas tres disciplinas o vías de conocimiento, de las que hoy en día sólo reconoce sus conflictos mutuos, diferencias y distanciamientos, alguna vez pudieron no sólo estar unidos armónicamente sino complementarse mutuamente. Pero esa imposibilidad, esa estrechez de miras es, precisamente, lo que llamo “la esquizofrenia social”.
Veamos el ejemplo de los médicos: el viejo médico de cabecera, aquél que nos veía nacer y crecer, que acudía a nosotros cada vez que nos sentíamos mal y cuya sola presencia en casa ya nos confortaba, quizás sabía menos de anatomía patológica que el casi desconocido médico de obra social de hoy, quien pese al respaldo que toda la ciencia en realidad generalmente nos inspira poca confianza porque apenas le vemos quince minutos, y para quien somos más una historia clínica que un ser humano. En realidad, para el médico moderno –o para muchos de ellos- no somos seres humanos enfermos sino órganos enfermos. Él sabe mucho de la disfunción de ese corazón que está fallando o de esos riñones que se niegan a funcionar correctamente, pero, ¿conoce al dueño de ese corazón o esos riñones?. ¿entiende, como entendía el médico de familia cuando se sentaba junto a nuestro lecho, que si la abuela estaba enferma es porque algo le duele, algo andaba mal, sí, pero que los problemas y caprichos que la abuela le contaba también “hacían” a esa enfermedad?. ¿Cuál de ambos “curaba” más?.
Y, yendo más allá, ¿quién puede decir hasta qué punto no eran superiores los médicos de la antigüedad, que quizás no exploraban tanto nuestra anatomía como el galeno de hoy, pero entendían que el hombre era un conjunto de circunstancias no únicamente biológicas sino también espirituales y cósmicas?. Y, ciertamente, no podía ser buen médico el que no era también buen filósofo, buen astrólogo y buen sacerdote.
Y esa compartimentación a la que hacíamos referencia también se observa en todos los otros campos. En la educación de nuestros hijos, por ejemplo. Le decimos al varón: “Juega con soldaditos, con revólveres y pelotas”, ya las nenas: “juega con muñecas y con baterías de cocina”. Si ustedes dejan dos chicos, un varón y una mujer, solos y jugando, verán que tienden a intercambiar sus juguetes. Y esto no significa que ninguno tenga tendencias sexuales diferenciadas de su sexo sino que en su pureza de niños aceptan y realizan en forma gratificante lo que de macho tiene la nena y lo de hembra tiene el nene.
Pero no: aparecemos nosotros, adultos esquizofrénicos, y los castramos en su naturaleza, encasillando de acuerdo a nuestros prejuicios esa poderosa forma de expresión lúdica. Y cuando un niño nos cuenta que ve “vacas rosadas volando” o juega con “amiguitos invisibles” nosotros le forzamos a razonar: las vacas ni son rosadas ni vuelan y no existen los amiguitos invisibles. En consecuencia, el niño no ve nada más que lo que su imaginación le permite ver. Y muchas veces me he preguntado: ¿y si existieran, sí, los “amiguitos invisibles”?. ¿Y si el proceso por el cual los ve el chico, en realidad se trata de un mecanismo inconsciente de intuición a través del cual percibe manifestaciones de la realidad superiores a lo que nuestros limitados sentidos nos permiten ver?. En síntesis: somos nosotros, siempre nosotros, los que los limitamos en su verdadera psicología.
Esto tiene, desde mi perspectiva, mucho que ver con lo que considero una verdadera Terapia Espiritual: estimular la capacidad de simbolización, en primer lugar, porque buena parte de las miserias de la sociedad moderna devienen de la pérdida de esa capacidad de desenvolvernos en sanas abstracciones que sintetizan procesos, como es lo que es una simbolización. Quien simboliza con facilidad, tiene en palabras como “ética” y “dignidad” valores concretos, con peso propio. Quien desprecia y desconsidera la simbolización y piensa en términos de absoluto y pedestre pragmatismo, encontrará que esas palabras son huecas y vanas porque la “concretitud” (si no existiera el neologismo, habría que inventarlo) de un valor tiene que ver con cosas muebles, inmuebles, dinero. Y, luego, estimular la integración de la sana fantasía, en un mundo donde ser “fantasioso” es casi una tara mórbida, cuando es la fantasía, precisamente, donde se incubaron las pequeñas y grandes ideas de pequeños y grandes seres humanos. Comprender que la “realidad” no es lo que uno tome por tal sino el punto de encuentro de aquello que yo acepto como mi paradigma y el otro, con el suyo, encuentra en esa zona compartida el espacio de diálogo y convivencia. La Terapia Espiritual es el arduo pero provechoso ejercicio de enfocar en todo momento (y estar vigilante de ello) la atención en lo que suma, no en lo que resta. En lo que une, no en lo que distancia. Es alimentar sueños, engordar ideales, echarse a la espalda la mochila no de obligaciones sociales, compromisos morales y deudas pendientes, propias y ajenas, sino la mochila con las cuatro prendas y una botella de agua que nos permita salir a disfrutar la vida, porque para eso es que estamos aquí. Ser felices, y no joder a nadie en el intento.
Lo demás, es puro cuento.