El “acechar del Guerrero” en la vida contemporánea

Por lo común asociamos el verbo “acechar”, en primer lugar, a la actividad de la caza y, de hecho, es su aceptación primaria. Se “acecha” una presa. Por extensión y en el mundo contemporáneo tiene aplicaciones que rememoran ese origen, como cuando un victimario acecha a una víctima.

Pero en el contexto de las Sabidurías Ancestrales en general y la Toltecayotl en particular, remite a algo a la vez profundamente espiritual y también práctico, como extrapolación del “arte de la guerra” en ese paradigma cultural. Lo que nos obliga a escribir, primero, en cuanto a cómo interpretaban la guerra mexicas y Toltecas.

No me plagiaré a mi mismo, aquí, repitiendo sobre cómo se nos ha mentido desde la “historia oficial” en cuanto a la idiosincrasia y realidad de esos pueblos. Una vez más, recuerdo que, por caso, los tan mentados “Aztecas” (sobre los que los propios, actuales mexicanos se sienten descendientes, presentes en su cultura con un “estadio azteca” y una “tv azteca”, aunque quizás aquí aplicaría mi observación de haber observado dos México: uno, mirando hacia USA, devoto de la virgen de Guadalupe, los mariachis, el fútbol, y otro “profundo”, deudor consciente de sus ancestros. Esos que tributan al primero son quienes se identifican de manera más inmediata con esos confusos “antecesores”).

La primera mención escrita de la palabra “azteca” es de una fecha tan tardía como 1801, y refiere a un término despectivo en lengua nahuatl hacia los hijos de la tierra. Si la gran Tenochtitilán hubiera sido fundadas por aztecas, se habría llamado “Aztecatitlán”, y no lo fue ya que sus fundadores fueron los Tenochcas. Y si –para repasar todos los mitos- los “aztecas” se hubieran llamado así por provenir de la legendaria Aztlán, su gentilicio sería “aztlanecas”, y en estas etimologías el idioma nahuatl es muy detallista.

Hago esta introducción para poner en contexto que mucha información sobre los ancestrales mexicas – toltecas dada como verdadera es lo que llamamos en periodismo “pescado podrido”. Como en el caso de los mentados “sacrificios humanos”, que analicé en este artículo, siguiendo el enlace. Y hablemos ahora de la guerra.

Para cuando la Conquista, los pueblos amerindios, especialmente mexicas e inkas estaban mucho más avanzados que los europeos en un buen número de disciplinas. Arquitectura (los “teocalli”, mal llamados “pirámides” no sólo no tienen nada que envidiarle a las fantásticas catedrales de ese entonces; algunos suponen verdaderas maravillas tecnológicas, como la “pirámide de Cholula”, la más voluminosa del planeta), en tanto en Europa la peste abatía a millones y la gente arrojaba sus deshechos nocturnos por la ventana a la calle al grito de “¡Aguas!”, en las ciudades toltecas, por ejemplo, las edificaciones tenían drenajes canalizados de aguas servidas y provisión domiciliaria de agua potable. En Matemáticas y Astronomía, los mayas habían aplicado el Cero siglos antes que los árabes y su conocimiento estelar y capacidad de predicicòn de eclipses y otros fenómenos era superlativas frente a una Europa sumida en un oscurantismo donde el Conocimiento estaba en manos de muy pocos. En Medicina, en América se extirpaban tumores cerebrales (demostrado por la cantidad de cráneos con trepanaciones y cicatrización post qurúrgica de las heridas, lo que indica su larga sobrevida), mientras en Europa una simple infección llevaba a la muerte. Y algo más apasionante que la mera extirpación de un tumor: su localización (no aparecen cráneos que estén  horadados en seis o siete partes hasta que “finalmente” aciertan con el mismo). Pero había una sola disciplina en la que los americanos estaban detrás de los europeos: el arte de la guerra.

Si los mexicas hubieran sido los guerreros sanguinarios que los comics (perdón, los “libros de historia”) creen hacernos creer que fueron, sólo obsesionados por conflictos constantes para recaudar víctimas innumerables para sus sacrificios (al mejor estilo de la pésima y escandalosamente tendenciosa “Apocalypto” de Mel Gibson), y hubieran aplicado sus enormes recursos intelectuales a la misma, tengan por seguro que habrían dado enormes dolores de cabeza a sus vencedores. Tampoco procede la “explicación” oficiosa de su naturaleza supersticiosa que les llevó a tomar por “dioses” a estos hombres blancos, toda vez que su ciencia y técnica incomparable es incompatible con un espíritu tosco y crédulo (que es lo que se nos trata de hacer creer). El intelecto profundo –vuelvo a los ejemplos matemáticos que he descripto en innúmeros casos- me exime de más comentarios, excepto éste: ¿quiénes eran más toscamente supersticiosos, en verdad?. ¿Los americanos, o esos europeos que vivían sumidos en el miedo a brujerías y demonios, masivamente analfabetos, creyentes de una tierra plana y fanáticos defensores de una religión que realizaba miles de sacrificios humanos por año en esos tiempos? (por si no se dieron cuenta, estoy hablando de la Iglesia Católica y su Inquisición: quemar en la hoguera personas vivas por motivos religiosos es una buena definición de “sacrificios humanos”. Y a propósito: ¿no les llama la atención que, otra vez, en los “libros de historia” nunca se plantee de esta manera?).

¿Había guerras en el Ánahuac prehispánico?. Había, sí. Conflictos de límites, disputas de poder que, humanos después de todo, esos pueblos también padecían (creo que pocas cosas enturbian tanto la difusión de estos Conocimientos Ancestrales que tratar de sumirlos en la ciénaga del “mito del buen salvaje” de Milton, donde se nos trata de convencer que era un período idílico y paradisíaco sin violencia. La había, porque humanos eran, humanos somos). Pero esa guerra tendía, en primer e irreductible lugar, códigos.

Observen la típica vestimenta de un guerrero mexica. ¿Se lo imaginan peleando vestido así, con esas plumas metiéndosele en un ojo cuando trata de golpear al enemigo, o enredándose en sus adornos al correr al ataque?. La guerra era, en primer lugar, simbólica y, sobre todo, ceremonial.

Dos facciones se enfrentaban. Ya en el campo de batalla, los jefes de ambas partes se reunían y debatían una solución sin violencia. Ante la negativa, se evaluaban las fuerzas y –esto sí es historia- si uno de los jefes veía que el otro tenía muchos menos, efectivos, o estaban pésimamente armados, o desnutridos, se aplazaba unos días el encuentro y ese jefe entregaba a su “enemigo” armas, víveres y, llegado el caso, soldados, porque era indigno e inmoral enfrentar a un enemigo en inferioridad de condiciones.

Ahora, recordemos esta otra “anécdota”, también histórica. La “masacre de Cholula”. Cuando Cortés regresa al continente tras huir luego del episodio conocido como «La noche  triste” (en realidad, una “noche de victoria” en que Cuauhtémoc y sus hombres pusieron en fuga a los españoles con gran pérdida de vidas y de todos los tesoros apropiados), a medida que avanza desde Veracruz hacia Tenochtitlán va obligando a aldeas y pueblos a sumarse a sus filas. Ya ante Cholula, envía a sus intérpretes solicitando los hombres del lugar se enrolen a sus fuerzas, recibiendo una negativa: los cholulanos estaban en buenas relaciones con Tenochtitlán y si bien su naturaleza pacífica no les haría intervenir, se mantendrían neutrales. Entonces Cortés hace responder que comprende, que no hay problema, que se despreocupen, y que para demostrar su buena fe esa noche, una noche, daría en el zócalo, en la plaza central del pueblo, una fiesta en agasajo a sus habitantes para que conocieran a los conquistadores y su buena predisposición.

Y se realiza la fiesta. Y se come en abundancia. Y corre el pulque. Y a la madrugada, la enorme mayoría de los hombres cholulanos están ebrios o dormidos en la plaza. Entonces Cortés ordena rodearlos con fusileros y dos cañones y a su orden, abren fuego. Inmediatamente, otros, a cuchillo y espada, degüellan a los heridos sobrevivientes, mientras un piquete de soldados recorre las chozas de la aldea asesinando a mujeres, niños, ancianos, enfermos que no habían podido asistir a la fiesta. Por la mañana, hace cargar en un carro cabezas, manos y pies de los más de cuatrocientos asesinados y lo envía a los pueblos en su camino, advirtiendo que si no se unían a sus filas les esperaba el mismo destino…

¿Imaginan ustedes el efecto traumático, el shock y el desasosiego paralizante que este proceder provocó en guerreros que veía el combate con las normas citadas anteriormente?.

Dicho esto sobre la guerra entre mexicas – toltecas, pasemos a considerar las reflexiones que van más allá a partir de estas enseñanzas. Porque para el Guerrero, la vida podía ser vista como un “campo de batalla” donde proceder con la misma dignidad, ética  e impecabilidad y no por ello desentenderse de obtener los rtesultados prácticos buscados. De allí, el “arte del acechamiento” es la enseñanza que la Toltecayotl, la Toltequidad, rescata para la vida contemporánea, pues no se es menos “guerrero” por vivir en el fárrago de las obligaciones cotidianas.

Un guerrero, en primer lugar, elige el campo de batalla. No se va al combate sin conocer y revisar con detalle el entorno y las condiciones, los elementos que favorecen y los que dificulten.

Un guerrero aprueba la sencillez. No complica las cosas. Reduce las variables a lo urgente y lo importante, y discierne claramente la diferencia entre una y otra. Aplica su concentración para decidir si entra o no en combate, pues sabe que le va la vida.

Un guerrero suelta todo apego, todo recuerdo, toda frustración y toda esperanza al entrar en batalla, para enfocarse en el aquí y ahora.

Para él, hoy es un bonito día para morir.

Y si el enemigo es demasiado fuerte, sabe que el no presentar batalla es, en sí, una pequeña victoria. Se retira y aguarda un momento más propicio, sabiendo que esa retirada es parte de su estrategia de futuro vencedor. Y por tanto, nada le afecta lo que piensen los demás de su retirada; él sabe porqué lo hace. Y mientras tanto, se dedica a otra cosa ocupando creativamente su tiempo.

Para el guerrero, en un instante se juega la vida. Por lo que en la vida, lo que cuenta es el instante.

Escribe Fray Bernardino de Sahagún: “En verdad eran sabios los toltecas, nunca tenían pobreza ni tristeza, eran experimentados, acostumbraban dialogar con su propio corazón, conocían las estrellas, les dieron sus nombres, conocían sus influjos, sabían como marcha el cielo, como da vueltas. En verdad eran pintores, escultores, trabajan con maestría la madera y la piedra, eran artistas de la pluma y la palabra. (…)  Es un espejo pulido por ambos lados, suya es la tinta, los códices, él mismo es escritura y camino, respeta la tradición y transmite los conocimientos”…

 

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