Calaveras de cristal, siguiendo el mensaje

Sitio arqueológico de Chavín de Huantar.

Inevitable escribir esta historia en dos partes. Porque una, la primera, ésta, tiene que ver con algo que fue. La segunda, con lo que vendrá en pocas semanas. Y no se explicaría la una sin la otra. De manera que invito a mis lectores a repasar esta historia (repasar, porque en buena medida ya la he contado) como necesario prolegómeno a la lectura que -paciencia mediante- deberá esperar a mi próximo viaje programado en julio a otro enigma para con él tratar de explicar este misterio: Chavín de Huántar. Insisto (porque nunca falta el distraído que pregunta lo obvio) : vuelvo a escribir sobre un tema que ya lo he hecho, sólo porque han pasado tres años (y apuesto doble contra sencillo que hasta quienes lo leyeron en su momento posiblemente lo han olvidado) y porque su desenlace en ese entonces tan infuso en la lejanía, hoy está muy próximo. Lo que me eximirá, cuando vuelva sobre este tema, a extenderme en prólogos e introducciones.

Soy plenamente conciente que mi razón de ser (cuán grande queda el término “misión”) en estos andares es la investigación. Y que la misma, si se precia de objetiva, debe tratar de tomar distancia de la propia emocionalidad vivencial aunque gracias al Principio de Indeterminación uno (yo) experimenta cierto alivio cuando descubre que, después de todo, nunca se podrá dejar de ser subjetivo e interactuante.

Tres años atrás, un viaje. Uno de tantos otros, a México me permitió encontrarme con varias de las “calaveras de cristal” (así llamadas aunque no son necesariamente de esa sustancia), momentáneamente en custodia de la profesora Susana Rivera Vázquez en la ciudad de Puebla (gracias a la amabilidad de los queridos amigos Alma Briseida Álvarez Lomán y Christoph Motzet). Una vez más –aunque esto es sólo un comentario de color- tuve que volver a preguntarme, como alguna vez lo hiciera en tierras francesas en mi propia búsqueda del Grial, si había una sutil y casi jocosa fuerza oculta que me abría puertas y ponía en el camino de eventos sorpresivos para no permitir que jamás se agote mi capacidad de asombro.

Estudiando las calaveras de cristal.

Para comprender el contexto, refiramos que la amiga Susana no es alguien desconocido y carente de representatividad intrínseca. Dirige la Escuela de Estudios Superiores en Medicinas Alternativas y Complementarias “Mashach”, la primera institución en México reconocida oficialmente en el dictado de Terapias Holísticas, con Diplomaturas de validez oficial. Además de bellísima persona, tiene sobre sus espaldas el mérito y la responsabilidad de ser no solamente la cara visible más académica de estos abordajes complementarios sino el eje de inflexión entre los mismos y los estamentos educativos formales. Que no es poca cosa. Razones que –colijo e intuyo- pesaron lo suyo para que por distintas vías los objetos de nuestro interés llegaran a sus manos.

Mencionemos un hecho no menor- este material es parte del patrimonio certificado por el INAH (Instituto Nacional de Antropología e Historia), la entidad oficiosa que en México tiene absoluta autoridad sobre cuestiones arqueológicas. Rivera Vázquez es entonces custodia, depositaria; no propietaria. Esto implica dos aristas interesantes: primero, que autentica la validez histórica del material, eliminando la posibilidad de fraude –o que haya sido víctima de alguno, y en segundo lugar, ubica las piezas en un contexto arqueológico, por lo tanto, ancestral.

Un siglo de preguntas

Desde que en 1927 Mitchell-Hedges encontrara en Lubaatún el famoso cráneo –aunque el Museo Británico tiene otro en su colección desde 1897- la polémica entre “creyentes” y “detractores” signó este misterio como a tantos otros. No abundaré aquì en la polémica por ser sencillo encontrar abundantísimos referencias en Internet; sólo permítaseme decir que los argumentos “en contra” me parecen forzados, más enfocados a buscar dibilidades en los argumentos “a favor” que en hechos concretos. Y ciertas “evidencias”, como el hallazgo de “residuos de abrasivos modernos” en la calavera del Museo Británico me parecen sospechosos. Primero, porque “ensucian” la credibilidad del artefacto pero no explican por sí mismos el misterio de su fabricación. Y segundo, porque tengo fuertes razones para sospechar que desde hace unas décadas a esta parte hay una verdadera “contraconspiración” en ciertos ámbitos académicos para descalificar mediante robos, manipulaciones, etc., toda prueba de “ooparts” (“out of place artifacts: artefactos fuera de lugar”). Si esta “operación” es producto de la “intelligentzia” académica o hay una mano Illuminati detrás –o ambas, funcionales la primera a la segunda- es una reflexión que excede el ámbito de este artículo.

El Tlatoani (frente).

Fue empero en años recientes que comenzó a circular la versión de la existencia de “otras” calaveras, y de alguna manera, todas vinculadas, si no en origen cuando menos en finalidad, entre sí.  Para bien o para mal, la última película de Indiana Jones abundó en ese contexto. Y si bien la exageración visual de la cinta enturbia la idea primigenia, ésta es correcta: el fin de la multitudinaria existencia de calaveras –porque existen cientos en todo el mundo- es ser reunidas para producir “algo”. Pero qué es ese “algo”, es materia de opinión.

O de vivencias

En puridad, no son todas de cristal. Las reunidas en Puebla, por ejemplo, son de cuarzo blanco, cuarzo verde, cuarzo café y ciertas formas de mármol. Una, incluso, apodada “el Tlatoani” (“máximo jefe”, en nahuatl) es un cráneo humano recubierto de obsidiana, malaquita, jade, nácar…). Según su custodia, estas siete en concreto deberán servir de “disparador”, de poder convocante de otras muchas, hasta más de quinientas, que deberáan encontrar la forma de reunirse.

Aquí es donde debemos hacer un alto en un ámbito aún no agotado, y plantear preguntas claras como punto de partida. Por ejemplo, su origen geográfico. Alguna, como la del Tlatoani, extraída de la zona del Templo Mayor de Tenochtitlan, en pleno México DF. Otras, provenientes de la zona maya. Históricamente, de un período en todo caso prehispánico y quizás, como la llamada “Quetzalcoátl”, de sospechados cuatro milenios. Por cierto y en el caso de esta última, además del interrogante de la belleza de su confección en tiempos en que se supone las herramientas eran más que toscas –y obsérvese que casi todas ellas tienen delicados trabajos en sobrerrelieve, con lo intrigante que resulta la dificultad del mismo frente al más sencillo bajorrelieve- cabe preguntarse: habida cuenta de la habilidad técnica de esos pueblos para reproducir con fidelidad patrones, medidas y configuraciones humanas, el gran tamaño de esta calavera…. ¿es una licencia del artista o representaba a un ser cuyo cráneo tenía precisamente esas proporciones?.

El Tlatoani (lateral).

Ya saben hacia donde apunto. ¿Imaginería artística?. ¿Objetos de culto?. ¿O imágenes perennes de visitantes extraterrestres?.

Y aquí viene el que fuera mi dilema. Estudiar las calaveras significaba ser permeable a la idea de experimentar con ellas. Era lo que me pedía Susana que hiciéramos, todo mi grupo y yo mismo. Dejando de lados prejuicios a favor o en contra de experiencias místicas, había que permitírselo, por educación y respeto y por objetividad investigativa. Pero a sabiendas que cierto público siempre elogia mi supuesta objetividad analítica y no prestarme a “divagues” de tipo místico, hizo que luego de esa noche me preguntara si haría bien en comentarlo públicamente, porque cualquiera tendría el derecho de pensar que fuera invento mío. La duda me duró, debo admitirlo, sólo un rato. Luego me encogí de hombros y concluí que mi obligación, precisamente para con mis lectores, es contar la verdad, sólo la verdad y nada más que la verdad. Y que cada uno piense lo que desee.

De modo que, solo, caminé frente a las calaveras y comencé a tomar una a una.

Quetzalcoatl.

“Quetzalcoatl” llamó poderosamente mi atención, porque la fidelidad de sus rasgos –que hablaban de una cuidadosa atención puesta en obra por el artista que la hizo- se contradecía con su tamaño desproporcionado, lo que me hizo preguntar si no remitiría a un “guiño” de origen extraterrestre. En efecto, si tan pulcros y puntillosos habían sido sus elaboradores en los detalles anatómicos, ¿por qué no ser igual de prolijos al respetar el tamaño?. E hipotetizo: porque el original –vivo o no- de donde se tomó el modelo tenía, precisamente, esas desmesuradas proporciones.

Una consideración similar podíamos tener con la denominada “la princesa”, es decir, la más pequeña. Y respecto a las otras, es oportuno señalar aquí que su custodia les da “nombres propios”. Por ejemplo y si la memoria no me falla, “Isamar” es el dado a la de cuarzo verde. Cuenta nuestra anfitriona que los mismos, asociados a particulares vivencias, ocurrieron en su vivienda en tiempos recientes de reunir las mismas, y aquí es donde la racionalidad objetiva debe tomarse un descanso.

No soy yo quien pondría en duda las manifestaciones de la profesora Rivera Vázquez. Pero ustedes me conocen: fiel a mi espíritu que “no puede explicarse un enigma con otro misterio”, considero que las “canalizaciones”, “videncias” y otros fenómenos son plenamente dignos de consideración pero no me presentan evidencias palpables. Por lo que en ese momento, escuchaba con atención las palabras de nuestra amiga mientras –esto s importante- videogrababa a la misma. Hacía largos minutos que había comenzado a reportar todo en imágenes, hasta con los detalles formales de interrogar inicialmente a la paciente Susana en cuanto a sus propios datos filiatorios, circunstancias por las cuales las calaveras habían llegado a sus manos y un largo etcétera.

Las vivencias

Susana nos propuso, simplemente, que tomáramos las calaveras y nos concentráramos en ellas, tratando de “conectarnos” y esperar “a ver qué pasa”. Primero lo hicimos individualmente –y sobre ello escribiré- Luego, tras una meditación guiada, grupalmente. En cuanto a experiencias personales, sé que todos y todas –hablo de mi grupo: Mariela, Nora, Estela, David, Sebastián, Joaquín- tienen algo que contar pero por discreción no relataré lo que ellos me confiaron; sólo me remitiré a mis propias vivencias.

Era quizás inevitable que la custodia de las calaveras me honrara indicándome ser el primero; así también era ciertamente inevitable que la situación me incomodara un tanto. Nunca me creí un buen canalizador de nada. No convivo con contactos preternaturales y mis convicciones, y las enseñanzas que transmito, no son el fruto de mensajes de otras dimensiones, sino del estudio, la investigación y la reflexión. Así que por educación y respeto acepté la incómoda situación, pero críticamente escéptico de que, por lo menos a mí, me pasara algo. De modo que mientras me levantaba de mi asiento y caminaba al frente, iba organizando mentalmente la excusa que daría al rato, conformando y no hiriendo susceptibilidades. Suelo ser bastante convincente, y mientras tomaba en mis manos la primera calavera –la más grande, la que llaman “Quetzalcoátl”- me dije que, después de todo, terminar la experiencia sugiriendo con una sonrisa que nada me había pasado además de evitar una “disparada” de misticismo del resto de los presentes que permanecían expectantes –mi gente y un nutrido grupo de allegados a la casa- conllevaba también la convicción que nadie es culpable de su abotagada mendiumnidad, y entonces…

“Nunca te alejarás de la Toltequidad”

Demoré unos segundos en reaccionar. Lo había escuchado claramente; pero mirando los rostros atentos de la concurrencia era obvio que nadie de ellos había pronunciado la menor palabra. Miré la calavera frente a mí, y se estaba riendo. Se estaba riendo de mí. Tardé otro par de segundos en darme cuenta que la pétrea mueca de aquella en nada había cambiado y lo que ocurría es que estaba sintiendo que la calavera se reía de mí. No escribiré aquí la típica frase de escritores venidos a menos: “En ese momento pensé que estaba volviéndome loco”, quizás porque alguno diría que tal vez lo he estado siempre. Allá ellos: creo no estarlo y, por cierto, ni siquiera lo pensé en ese momento. Simplemente (¿simplemente?) la calavera me había hablado por medios no físicos y parecía divertida a costa mía. Sólo eso.

La frase “escuchada” merece una explicación que deberá orillar cuestiones muy personales. Lo explico brevemente aquí, sepan disculpar la indiscreción, pero necesito que comprendan el contexto. Precisamente en esos días era tema recurrente, en lo personal y en diarias conversaciones con mi señora, la posibilidad de alejarme gradualmente de la Toltequidad y el Chamanismo, dándolo como un camino ya recorrido. Era la decantación de un proceso que comenzara unos tres años atrás, cuando un par de “jefes” de la Mexicanidad llevados por mí a Argentina en contubernio con una patética mujer local traicionaron mi confianza y me estafaran económica y moralmente y, no conformes con ello –o tal vez temerosos que en alguna ocasión mi denuncia pública afectara sus oscuros intereses en mi misma ciudad, captando incautos ignorantes de que, nunca tan bien empleado, el hábito no hace al monje, con promesas de “espiritualidad indígena”- insistieran durante en algún tiempo en ponerme algunas piedras en el camino. No cederé aquí, por lo menos ahora, a la tentación de desnudar sus miserias morales y personales; baste saber que fuera de las acciones legales que tengo en proceso mi poca paciencia se vio harta de tanta “toltequidad de cotillón”.

De modo que era un período de reflexiones personales que de una u otra manera se desenvolverían en esa dirección cuando llega esta calavera a mi vida y me dice lo que me dijo. Tres años después, las consecuencias son para mí más que evidentes: no solamente no me he alejado de la Toltequidad, sino que he llevado la difusión de la misma a geografías impensadas, y nuestra Agrupación Difusora de Sabiduría Ancestral “Casa del Cóndor”, con sede en Paraná, se ha transformado en un inevitable referente internacional sobre el tema.

Dejé al irreverente Quetzalcoatl sobre la mesa tratando que mis facciones no delataran mi sorpresa y pasé a la siguiente, la simpática con cara de primate. Ahora no fue una frase textual lo que percibí, sino un “concepto” (no sé de qué otra forma definirlo): no debería preocuparme por mi mano. Quizás algunos de ustedes sepan que unos meses antes había sufrido una muy grave quemadura en mi mano izquierda. Había mejorado notablemente, pero tenía ciertas limitaciones y, para peor, soy zurdo. Íntimamente –ni siquiera se lo había confesado a mis seres queridos- temía en esos días que nunca se recuperara completamente su funcionalidad; es obvio que fuera lo que fuera que se expresaba a través de la misma opinaba distinto. Hoy he recuperado absolutamente su función.

Fue entonces el turno de la de cuarzo blanco. La levanté, la apoyé en mi frente con los ojos cerrados, en silencio.

Abrí los ojos, perdiéndome en las profundidades de esas cuencas vacías y entonces, sí, “oí” mentalmente, otra vez, una frase:

 “Busca el lanzón”

La de cuarzo blanco. De ella percibí la frase: “Busca el lanzón”.

Ni la menor idea entonces a qué se refería. La dejé en su lugar y continué con las demás sin que nada particular ocurriera. Se me ocurre que si fuera sólo juegos de mi imaginación, ésta es lo suficientemente creativa para que con las otras tuviera algo que contar. Tres sobre siete no es un buen promedio, pero la escasez de resultados, por otro lado, me convence que “algo”, exterior y objetivo, tuvo que ver con los mensajes.

¿De qué “lanzón” me hablaba?. Cuando finalicé la ronda comenté con todos los presentes lo sucedido, pensando que alguien podría darme alguna sugerencia sobre ese bendito lanzón –no tanto sobre los otros dos casos, que se explicaban solos- Todos, unánimemente, dimos por sentado que se refería a alguna lanza de gran tamaño, y recuerdo que alguna de las damas sugirió que quizás el “Tlatoani” –la calavera humana recubierta de obsidiana, jade y nácar- pedía que buscara algún arma de su pertenencia. Pero rápidamente descartamos esa posibilidad, toda vez que no me ocurriò con ducha calavera y por otro lado, ambas, la humana y la de cuarzo blanco, provenían de regiones geográficas e históricas bien diferenciadas.

Al día siguiente visitamos el sitio arqueológico de Cacaxtla, donde aún se conservan frisos de tiempos teotihuacanos o toltecas. Mientras paseábamos por el templo mi gent eme llamó a los gritos para señalarme una de las figuras, un guerrero que enarbolaba una ostentosa lanza. Sugirieron que podría ser el “lanzón” del día anterior. No me convenció.

Al atardecer, de regreso a nuestro hotel, decidí lanzarme a una furibunda búsqueda por Internet –que la noche anterior no me había sido posible pues la tertulia terminó en una inolvidable cena entre amigos hasta horas muy tardías- No tuve que buscar mucho: rápidamente, las primeras referencias me confirmaron lo que en el viaje de regreso del sitio arqueológico venía barruntando: que se refería a El Lanzón, monolito pétreo sumamente misterioso que se encuentra en las profundidades cavernosas bajo otro sitio arqueológico, éste en Perú: Chavín de Huántar.

 ¿Qué son las calaveras?

Trascendiendo estas experiencias personales, he invertido bastante tiempo en meditar exactamente “qué” son las calaveras. Es decir, cuál sería, específicamente su función. Y mi conclusión es que los Ancestros, profundos conocedores del manejo d elos “planos sutiles” –como lo he demostrado en mis referencias a su conocimiento y empleo de las Energías Telúricas- las emplearon como “puntos de anclaje” en el más estricto sentido parapsicológico del término.

¿Qué es un “punto de anclaje”?

En Parapsicología llamamos así al lugar, objeto o persona donde se “adhiere” –ancla” una cierta carga de energía psíquica. “Puntos de anclaje” son cooptados por los Paquetes de Memoria.

Adherimos aquí a la hipótesis del biólogo francés Jean Jacques Delpasse: sus “paquetes de memoria”. Delpasse habría demostrado que las moléculas de la consciencia sobreviven a la descomposición del tejido nervioso, base biológica de nuestros procesos mentales. Que esos “quantum” de energía que codifican la memoria, el yo, la personalidad (en suma, la consciencia) aglutinados como un racimo de letras que portarían toda la información adquirida a lo largo de toda una vida –no otra cosa sería nuestra entidad consciente– podrían seguir insertos en el Universo perpetuando nuestra existencia, no como un espíritu adimensional incapaz de interaccionar con la materia y, por lo tanto, incompatible con nuestros modelos físicos, mucho mejor elaborados que esos ingenuos esquemas teológicos, sino como glóbulos de energía condensada: los “paquetes de memoria”.

En consecuencia, “ronda” aquello que permanece en su consciencia subliminal como última referencia espacio-temporal, el lugar donde reposan sus restos, o donde falleciera por enfermedad o accidente, su vivienda, objetos o sus seres queridos. A todos ellos los denominamos “puntos de anclaje”.

De derecha a izquierda, mi mujer, Mariela, Susana Rivera Vázquez y un servidor.

Sospecho fuertemente que los antiguos habitantes de esas tierras anahuacanas, al igual que en casi paralelos momentos históricos otros antiguos, egipcios en este caso, conocían como crear objetos que sirvieran de “vasos comunicantes” entre entidades de planos sutiles y este plano tridimensional. Es posible que la “inteligencia” que se manifiesta a través de las calaveras sea el “paquete de memoria” (“espíritu”, para acudir a un término fácilmente entendible pero que no termina de convencerme en este contexto) de alguien que habitó en envoltura carnal y ahora contacta desde “otro plano”. Es posible también que las calaveras vehiculicen una información que esté registrada en “planos akhásicos” y nuestra conciencia, a través de ese mecanismo de defensa yoico que es la Racionaloización, la reconstruya psíquicamente como un “discurso” y una carga emocional que le de “sentido” (de la misma manera que la interfase gráfica de su computadora le permite ver en forma de letras, dibujos, fotos, videos, lo que es sólo una inmensa avalancha de “bits”). Y también es posible que sean el interruptor que comunica dos momentos del Espacio-Tiempo, el “aquí y ahora” y el “allá” de seres que desde algún lugar comparte este momento. En lo personal, tiendo a adscribir más bien a la primera de estas tres hipótesis.

Finalmente, sólo me resta esperar, en este hilo de Ariadna que me lleva por la vida “tropezando casualmente” (nótese la sutil ironía) con situaciones y objetos extraños, las sorpresas que no dudo aguardan su turno para maravillarme. Qué bueno es, a pesar de mis años (aunque más pesa el kilometraje que el modelo) haber descubierto que no soy capaz de colmar mi capacidad de asombro.

En pocas semanas, estaré dirigiendo mis pasos a Chavín de Huantar, ese enclave que alguna vez se supuso de los más antiguos de América. Sitio de iniciación mística de un pueblo cuyas características aún permanecen en las sombras de la Historia, en sus profundidades, en el cruce de dos pasajes subterráneos, sigue durmiendo su sueño de milenios esta columna, cubierta de grifos, de sentido y razón de ser aún desconocido. Solo, penetraré en las profundidades de la tierra y con la mera compañía de la luz de mi linterna, iré a mirar de frente al Lanzón. Tal vez (sólo tal vez) encuentre alguna respuesta.

Será el momento, entonces, de compartirlo con ustedes.


Sinopsis visual de estas calaveras

5 comentarios de “Calaveras de cristal, siguiendo el mensaje

  1. Alma Rosa dice:

    Me gusto mucho tus comentarios sobre las calaveras, tuve la oportunidad de tenerlas en mis manos, y una que recien le llevaron a la Maestra Susana, fué una experiencia maravillosa, espero con ansia tus comentarios sobre Chavin de Huantar, Bendiciones en tu camino.Soy de Puebla,México.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *