A medida que uno crece y pasan los años (digámoslo aunque incomode al ego: envejece. Y sería una lástima incomodarse, porque la vejez es vida plena, feliz, equilibrada, sólo “demonizada” por el establishment manipulador) aumenta no solamente la experiencia; también, la probabilidad estadística de cometer “errores” en la vida. Equivocarse. Fallar (a otros, a uno mismo). Decepcionar. Meter la pata.
Eso es inevitable. Salvo que algún lector se considere perfecto (le pediríamos que nos pase la fórmula) nuestra propia condición humana nos hace falibles. Por actuar “mal”, o no actuar “bien” cuando deberíamos haberlo hecho, todos y todas hemos errado. Tal vez ya nos hemos hecho cargo de la consecuencia. Tal vez creamos que escapamos a las mismas (estén seguros que del karma, no). En el primer caso, deuda saldada y lección aprendida, qué mejor.
El problema se presenta cuando los demás no dejan que saldes la deuda. Cuando lo has hecho pero siguen señalándote como si estuviera impaga. Y, más aún, cuando pasados diez, veinte años (sí; aunque los jóvenes no lo crean, eso pasa con los años) continúan baldándote como si hubiera ocurrido seis meses atrás. Es penosamente divertido observar que los mismos que aceptan que ciertos delitos penales o civiles prescriban pasados dos, cinco o más años, declaran al parece la “imprescriptibilidad” de lo que tú has hecho.
Bien, tienes una noticia para darles. Ya no eres esa persona. Si es una obviedad que hasta la última célula de tu cuerpo se ha renovado en algunos años, ¿cómo no habría de hacerlo cada átomo de tu personalidad, sobre todo si así te lo has propuesto?. La vida es dinámica, lo que significa que es movimiento puro. Pobre de aquél o aquella que diga, casi como una virtud, “lo que soy yo, soy el mismo (o la misma) que hace veinte años”, porque está admitiendo que la vida le pasó por encima y siguió su camino. O, peor aún, tiende a estar desgarrado entre el que fue y el que necesita ser. Bueno es que las cualidades se conserven, pero tengan la seguridad que aspectos del carácter, la personalidad, la conducta han variado. Nuestras opiniones, si hemos de ser sinceramente racionales, habrán variado en alguna medida (fue Einstein quien dijo: “La actitud de un científico debe ser poner en duda durante el desayuno lo que creía firmemente en la cena de la noche anterior”). Sólo las creencias, las fanatizadas, siguen siendo absolutas a través del tiempo. Es decir, lo emocional, no lo racional.
Por eso, tras quienes se empantanan en jurarse iguales a sí mismos de manera absoluta a través del tiempo no encontraremos convicciones, sino inseguridades. Porque la coraza, el endurecimiento, el anquilosamiento como máscara es la primera (por instintiva) defensa contra la baja autoestima.
Hemos cometido errores. Hemos actuado de manera incorrecta. Lo reconocemos, lo solucionamos o nos hacemos cargo, según el caso, y seguimos adelante. Así debe ser. Dejando en el pasado, a consciencia y con el Norte de la propia evolución y mejora, lo que hemos sido. No buscamos excusas. No le echamos la culpa a terceros. No nos escudamos en “pecados de juventud”. Ni la responsabilidad es del marido, ni de la esposa, ni de los padres, ni de la situación, ni del mundo. No enviamos hipócritas mensajes telepáticos tipo “mi Cristo interno abraza a tu Cristo interno, perdón, gracias, te amo”; nos arremangamos y asumimos las consecuencias. Y luego, continuamos nuestro camino por la vida.
Y cuando los resentidos de siempre vengan a recordarte como si hubiera sido ayer aquello que hiciste, pregúntale si de lo que te acusa es delito de lesa humanidad por su aparente “imprescriptibilidad”. Y sonríe y sigue, pues no te corresponde cargar la mochila de otros.
Ya no eres esa persona.