Observo con cierta sorpresa que en los últimos tiempos, mis charlas y disertaciones sobre Autodefensa Psíquica, Hermetismo y otras disciplinas encuentran un público ávido de profundizar en ciertos conceptos, a la vez que desinformado de nociones básicas que uno –equivocadamente- daba por establecidos en el ideario colectivo. Ello pasa, por caso, con el concepto de los “Egrégoros” de manera que he resucitado un viejo artículo de mi autoría y, “aggiornándolo”, lo pongo ahora a disposición de todos los interesados en profundizar estas analogías.
Uno de los conceptos más interesantes que la moderna Parapsicología (rescatando, en armoniosa simbiosis, antiguops conocimientos herméticos) ha venido a aportar para la comprensión de muchos fenómenos fronterizos que vivenciamos en estos terrenos, y que por otra parte aumenta la conceptualización que establece una relación de continuidad entre las antiguas doctrinas y enseñanzas esotéricas y ocultistas y lo que hoy se viste con el cientificista y postmoderno ropaje de «investigaciones metapsíquicas», es el definible por el término, común a los ocultistas pero casi ignoto para muchos de nuestros contemporáneos interesados, de “egrégoro” (también “egregor”). Su definición y comprensión aporta una explicación satisfactoria a muchos fenómenos casi cotidianamente experimentados o discutidos dentro de las ciencias del espíritu.
Es casi una discusión clásica del espiritualismo si muchos de los eventos que apuntan a señalar la existencia de ciertas «presencias», realmente se deben a manifestaciones inteligentes exteriores al o los testigos (espíritus de personas fallecidas, entidades de distinto nivel de manifestación, ángeles, extraterrestres…) o sólo se trata de expresiones parapsíquicas de los protagonistas, fenómenos producidos por sus propias mentes pero que en virtud del medio cultural en que se mueven o las creencias preexistentes se «dramatizan» como entes ajenos a quien cree percibirlos. Así, toda una corriente de la que se llama «Parapsicología científica» sostiene que no existirían los espíritus –o seres espirituales– como tales, sino que se tratarían de una constelación de fenómenos parapsicológicos producidos por individuos vivos, que, en virtud de sus expectativas, asumen las características que se espera de ellos como seres ajenos a sí mismos. A ello se opone una corriente «espiritualista» que tiende a ver, precisamente, la acción de esos seres aun detrás de episodios quizás más cercanos a las manifestaciones inconscientes del sujeto.
Este verdadero maniqueísmo olvida, entonces, el concepto de «egrégoro», a mitad de camino entre ambos. Según este término, pueden producirse condensaciones de pensamientos grupales, que podrían llegar a adquirir cierta autonomía, cierta independencia psíquica, pero necesariamente existe sólo como una función de ese pensamiento grupal (aquí estoy empleando la palabra «función» en el sentido matemático que se le da a la expresión: una cifra variable en relación a otra). Para entender su génesis, deberíamos establecer un paralelismo con la idea de los «complejos», tan cara a la moderna Psicología.
Un complejo es, básicamente, un conjunto de elementos psicológicos que adquieren una relación intrínseca dentro de la esfera psíquica de una persona, habitualmente disparado por un hecho traumático y que, aglutinando elementos de ese psiquismo –reales o imaginarios– alrededor del recuerdo conciente o inconsciente del hecho traumático, condiciona la personalidad, adquiriendo en ocasiones cierto control sobre la misma, pero, como un parásito, existe sólo a expensas de ella, pero no sin ella.
Tomemos un ejemplo sencillo. En el inconsciente colectivo de todos nosotros (para más información sobre Inconsciente Colectivo, remito a las obras de Carl Jung o, mucho más modestamente, a otros artículos de mi autoría) existe como arquetipo el temor a la oscuridad. Esto es innato e inherente a toda la especie humana (precisamente por eso es arquetípico), un atavismo que nos remite a épocas prehistóricas, particularmente anteriores al descubrimiento de métodos artificiales para producir fuego, en que el hombre primitivo, de día, dominaba las sabanas y praderas, era el cazador; pero al oscurecer, al caer la noche, la falta de luz le convertía en la presa, el cazado. Oscuridad fue, durante centenares de miles de años, sinónimo del peligro de los grandes carniceros nocturnos acechando en las sombras. Ese temor se imprimió en nuestros genes al punto que, como un reflejo condicionado, en estos tiempos de luminarias eléctricas y ciudades sin fieras (animales, cuanto menos) el miedo subsiste. Generalmente, en todos nosotros sublimado como el temor a lo desconocido, y también como el temor al cambio. (La ecuación sería: oscuridad = desconocido; cambio = desconocido). Si el temor a la oscuridad es tan evidente en los pequeños, lo es sólo en función de que los mecanismos de represión, de adaptación al medio y de racionalización no se encuentran tan desarrollados como en los adultos, que con ellos minimizan su manifestación.
Bien. A los efectos de nuestro ejemplo, supongamos que un niño, digamos, de once años, regresa una noche a su casa luego de jugar en la de un amiguito. En él late, aunque no lo sabe quizás, el «miedo a la oscuridad» arquetípico. Y supongamos también que un chusco pariente, por hacer una broma, espera agazapado su paso detrás de un árbol para darle un soberano susto. Si las condiciones psicológicas son propicias, este evento desencadenará un «trauma» en el niño que, si no es elaborado, persistirá. ¿De qué forma?. Pues, aglutinando (hablo en sentido figurado) a su alrededor, durante los años siguientes, todos los hechos formal o simbólicamente identificables con ese hecho traumático. Así, se va formando un «quiste» en el inconsciente, que engorda y crece con cada nueva experiencia cuya semiótica es afín al «miedo a la oscuridad = desconocido = cambio». Ya adulto, este «complejo» (pues ello es lo que se ha formado) puede condicionar y «controlar» muchos aspectos de la vida del sujeto, desde el simple caso que desista de un empleo mucho mejor remunerado sólo porque implique horarios nocturnos, hasta el más sutil que le coarte la libertad de arriesgarse a nuevas oportunidades por aquella ya mencionada sublimación del miedo a la oscuridad. Este complejo ha pasado a «imponer» pautas en la vida del sujeto que no son producto de una elección conciente. Pero ese complejo, un parásito que se alimenta de sus vivencias y que hace que algunas personas con complejos sean en realidad complejos con personas, no puede ser independiente; obviamente, si el sujeto fallece, el complejo desaparece con él.
Es válido suponer, también, que el Inconsciente Colectivo de la Humanidad tiene sus propios sucedáneos de complejos, a los que, por caso, me he referido en mi curso sobre «Autodefensa Psíquica». Escribí en esa oportunidad:
«A nivel de la psicología colectiva (espacial y temporalmente) también se generan complejos, cuando las razas y los pueblos sufren «traumas» que quedan fijados en el Inconsciente Colectivo. Hace algunos miles de años, determinadas circunstancias (nos extenderíamos innecesariamente detallándolas aquí) hicieron que la Ciencia y la Religión que hasta ese entonces habían formado un solo cuerpo (al punto que los sacerdotes eran también los científicos) se separaran abruptamente. Hoy todavía estamos sufriendo las consecuencias de ese hecho, pues muchos de los males del hombre contemporáneo nacen del divorcio de esas dos esferas imprescindibles en la realización física, mental y espiritual del hombre.
Lo cierto es que la Humanidad no pudo ignorar ese hecho, y algo quedó en sus substratos subliminales. Lo que llamamos “complejo arquetípico de San Jorge”, representa esa confrontación trascendental, donde el Dragón (que junto a la Serpiente, representa el Conocimiento Racional) cae abatido por el Santo, la Religión. Por supuesto, caben aquí dos consideraciones importantes: primero, tal confrontación es indudablemente muy anterior a la Edad Media (ambientación figurativa fácilmente observable en estatuillas y estampas) y si así aparece se debe exclusivamente a la costumbre típica de los imagineros de ese entonces que ambientaban «en presente» acontecimientos en algunos casos de la más remota antigüedad, sumada al sincretismo de la existencia histórica de San Jorge. Buen ejemplo de lo primero son los numerosos óleos existentes con representaciones del Antiguo y Nuevo Testamento donde los personajes protagónicos visten a la más pura usanza del siglo XIV.
Segundo, si el Santo aparece venciendo, es porque la versión es litúrgica. Si la ciencia ortodoxa, positivista, guardara recuerdo de este hecho, o dedicara parte de sus afanes y presupuesto a la alegoría, seguramente la versión sería muy distinta.»
Si el inconsciente colectivo de la Humanidad puede generar entidades no existentes previamente pero que adquieren después fuerza vital, cierto discernimiento y autonomía (algo así como un «parásito del inconsciente colectivo»), uno puede deducir dos conclusiones fundamentales: una, que quizás el gran secreto del Ocultismo sea el hecho de que no importa realmente si aquellas cosas en las que creemos realmente han existido originariamente o no, ya que el hecho de sostenerlas a través de los siglos terminó por hacerlas realidad.
La segunda, que un grupo de personas (una agrupación religiosa, un pueblo, un colectivo de sujetos), como parte microcósmica de ese inconsciente colectivo, formando lo que ya llamamos un «inconsciente grupal» puede generar sus propias «entidades parasitarias» o «entidades-complejo», por definirlas de alguna forma. Debe comprenderse aquí que si bien los términos «parásito» y «complejo» generalmente adquieren connotaciones negativas, bien podemos aceptar que ese grupo de personas pueden generar, por el concurso de sus pensamientos, sus energías, el sostenimiento de las mismas a través del tiempo, entidades positivas, a las que seguiremos denominando con esas expresiones sólo por una cuestión de comodidad literaria.
Lo que sostenemos, concretamente, es esto: puedo reunirme con un grupo de personas (el número sería anecdótico, y tendría más que ver con los tiempos y la intensidad de las manifestaciones, pero no con la realidad del hecho en sí), «inventar» una entidad, dotarla de peculiaridades distinguibles, crearle una historia, una imagen y un poder, alimentarla psíquica o espiritualmente, y luego de un tiempo esa entidad «existirá», autónomamente de nosotros, pero necesariamente dependiente de nuestras raíces. Si el grupo se desvincula, y otro no toma la «posta», la entidad, el egrégoro se disolverá como el conjunto físico de sus partes constituitivas.
A resultas de lo cual, entonces, muchas de esas «entidades» que pululan por ahí, y sobre las que se discute si realmente existen fuera de la Humanidad o son solamente el producto de algunas mentes, bien podrían ser estas creaciones psíquicas que, debo repetirlo, no significa que sean «alucinatorias» e irreales, que sus acciones sean meras malinterpretaciones, juegos de nuestras mentes o fenómenos paranormales que producimos espontánea e involuntariamente y a los cuales les atribuímos una identidad equivocada. Existen por sí mismas, pero gracias a que han sido creadas por nosotros.
Las sesiones de Ouija (sobre las que volveremos en otra oportunidad), las invocaciones y la devoción de determinados santos, las «presencias», en ocasiones con su carga de maldición sobre ciertas familias a través de los siglos serían ejemplos de egrégoros. Y los mismos, en ocasiones con lo que técnicamente en Parapsicología se denomina “ideoplastias” (las formas de pensamiento que los tibetanos conocen como tulpas), podrían establecer afortunadas simbiosis de recíproco beneficio: las materializaciones perceptibles de ciertas emociones o imágenes mentales alimentarían aún más al egrégoro el cual, a través de esa manifestación, se haría más «creíble» para las masas que reciclarían así su devoción o temor. Porque –esto debe ser evidente– una forma mental como el egrégoro se alimentará de materia mental: ideas intensas, sentimientos positivos o negativos, etc.
Entiéndase, entonces, al Egrégoro como un parásito del Inconsciente Colectivo o Grupal, una entidad en cierto modo autoconsciente y autárquica peor que no puede “desprenderse” de quienes le alimentan con su aporte de energía, y esta entidad, obviamente, no queda circunscripta a lo espiritual, religioso o esotérico. Un ejército puede tener su egrégoro (el tan mentado «sprit de corps»). Una hinchada de fútbol puede generar su egrégoro. Un partido político puede generar su egrégoro. Una familia puede generar su egrégoro…
GRACIAS!!!! Con tu simpleza y observación explícita, Gustavo, siempre nos «regalas» saberes que impactan en la conciencia… Y en lo profundo de la psique! Gracias Siempre, abrazo sincero. Lilianna.
Que maravillosa explicación.
Esto explica claramente, cuando decimos: «el ambiente estaba muy denso, se podía cortar en el aire»
como se llama su egregoro.
Gustavo Fernández, mucho gusto 😛
Sería como un Golem astral… Bien, podríamos crear uno que acierte la lotería!!! (un poco de humor…jeje)
Es que, como comenté, el egrégoro tiene autarquìa. Es decir, una masa de jugadores en el casino o el bingo bien puede crearlo… pero mientras que no necesariamente hará lo que sus creadores deseen, sí se alimentará de ellos.
Gracias Gustavo….definitivamente todo es Mente!!!
maravillosa explicacion, gracias por tu enorme aporte al despertar de conciencia