Cuando uno dedica años tanto a leer sobre historias de profetas (no limito el término a un contexto bíblico; lo acepto más ecuménicamente), así como la casuística de otros “laicos” –a riesgo que mis amigos astrólogos se molesten, aquí caerían muchos de quienes, valiéndose de herramientas de esa Ciencia, fueron más allá con sus “visiones”– y finalizando en mis propias investigaciones en la cotidianidad de percepciones extrasensoriales involuntarias e inconscientes, como las manifestadas durante períodos de sueño, llegamos a la conclusión de que sin duda hay “algo”, certero y eficaz, en muchas de ellas, más allá del escepticismo nacido del desconocimiento de esa casuística o el negacionismo de un racionalismo fundamentalista.
En efecto, los críticos a estas manifestaciones –ya desde los tiempos (sobre los que volveremos con una mirada más atenta) del “siglo de oro espiritista” del siglo XIX, donde la mayoría de las predicciones caían en boca de médiums y dictados por espíritus– descalifican a famosos e ignotos (desde Nostradamus o Solari Parravicini hasta la señora que en entrevista reservada nos cuenta angustiada sus “premoniciones nocturnas”) con lo que algunos han denominado “el efecto Jeane Dixon” (por la famosa “vidente” norteamericana homónima): que ponemos la atención en los aciertos, olvidando o despreciando la cantidad de veces que el “vidente” erra.
La otra observación crítica –la hemos leído numerosas veces aplicada, justamente, a los dos personajes prominentes arriba señalados– remite a su “ambigüedad”: la “profecía” cobra sentido después de ocurrida.
Ambas críticas son ciertas, digamos todo. Pero, como veremos, no quita sustancia y esencia a las profecías y predicciones.
Veamos por qué. En cuanto a no tomar en cuenta los “desaciertos”, eso sería válido si importara solamente la “cantidad”, es decir, una cuestión de estadísticas. Y se olvida la “cualidad”. Porque una cosa es, por ejemplo, “profetizar” que “mañana lloverá” (¿dónde? ¿cuánto?) y otra muy distinta que “en tal país ocurrirá un magnicidio asociado a una revolución”. En otras palabras: no se trata de si quien predice acierta 5 y erra 20 para que estadísticamente refutemos su condición o capacidad atribuyéndolo a la “casualidad”, sino que la importancia de lo acertado define un momento o circunstancia (de una sociedad o de un individuo). Efectivamente, desde las profecías colectivas a las premoniciones individuales, los hechos acertados son determinantes, tienen una cualidad intrínseca de caracterización, de definición… de oportunidad.
Vamos a la segunda crítica, la de ambigüedad. Me ha llamado la atención que esto es muy común en profecías o predicciones colectivas, mientras que las individuales tienden a ser mucho –enormemente– más definidas. Así que respecto a las primeras, señalo que no se trata quizás tanto de que adquieran “sentido” después de que ocurran sino que la gente, como colectivo, no dedica suficiente atención previa a su simbolismo. Y esto tiene dos implicancias muy interesantes.
La primera, bastante obvia: la “utilidad” de una profecía está disponible para “iniciados”, es decir, personas que se esfuerzan por estudiar, vivenciar, observar, conectar. Son “tótems informativos” a lo largo de la línea del Tiempo para viajeros que cuentan con el lector espiritual de QR bien afinado. Afinación que –siempre desde mi seguramente falible y personal punto de vista– depende de dos cosas: su evolución kármica y la decisión personal –su albedrío– de enfocarse en esos temas. Y está bien que así sea: quienes me objetan que, entonces, “la espiritualidad sería selectiva”, pues si estas herramientas estuviesen disponibles o serían útiles sólo para algunos, respondo que está bien que así fuera. Si la “evolución espiritual”, si la “superación”, si el “crecimiento”, si el “autoconocimiento” –con todo lo que ello conlleva– fuera algo que está ahí nomás, disponibles ya y sin esfuerzo para cualquiera, ¿qué sentido tendría? ¿Cuál sería realmente su valor? El camino evolutivo es decisión, voluntad y esfuerzo y no simplemente “curiosidad holística” (“muchos serán los llamados y pocos los elegidos”).
La segunda es un poco más “oscura”: la tensión subyacente en el inconsciente colectivo de la incertidumbre interpretativa generaría de por sí una “carga psíquica” que, consciente o inconscientemente, sería útil a determinados fines o manipulable por quienes manejaran la Ingeniería Simbólica (otro tema sobre el que regresaré oportunamente).
Pero hay cierta conclusión final que no debe ser obviada. Si una profecía, una predicción, fuera absoluta e inevitablemente “clara” e irrevocable –permítanse los escépticos aceptarlo por un momento– es decir, si no pudiéramos escapar de ella a veces sí y a veces no, ¿qué sería del Albedrío? En otras palabras: la existencia de ellas, ambiguas, a veces increíblemente exactas, otras veces palmariamente inexactas, nos ponen (como individuos y como colectivo) en ocasión de decidir, de elegir. ¿Creo o no? ¿La tomo en consideración para mi mundo personal o no? ¿Formulo mi proyecto de vida conforme a ese paradigma o no? Si ustedes admiten la existencia ya sea de un Plan Cósmico, de la “programación” subyacente en un Holograma Universal, entonces las “decisiones” individuales referenciadas a los que nos permitiríamos llamar “patrones universales” crean nuevas configuraciones. Aun para las personas que por ideologías dialécticas descreen en el propio “albedrío” –es gracioso, porque detrás de densos discursos intelectualizados, una vez más, están “eligiendo qué creer”: maquillar con sofismas algo no es describirlo– deben aceptar, ante estas observaciones, que cuando menos, si no “elegimos”, “optamos”. Y en función de ello, “decidimos”. Las “decisiones” (y consecuencias) entonces de quienes toman en cuenta –en mayor o menor grado– profecías, predicciones y premoniciones, voluntaria o involuntariamente, no serán por consiguiente iguales a quienes no las tomen en cuenta.