Escribía hace poco sobre esa atomización que la seudo Espiritualidad –infusa expresión que parece haberlo devorado todo, desde los contactos extraterrestres hasta los fenómenos parapsicológicos- ha ganado en el merchandising globalizado. Que no es ése el tema de esta nota, advierto. Pero ese estallido pirotécnico (igual de llamativo, igual de efímero) ha provocado, entre otros tóxicos efectos secundarios, que los entusiastas en estos temas estén más abocados a hacer cursos, talleres, retiros y seminarios en maniática acumulación de certificados, que en experimentar –en el sentido más empírico de la expresión- con estos temas.
Así, en ese errático deambular, la masa se ha dividido entre quienes sí creen en lo paranormal (y en ocasiones, creen demasiado porque creen cualquier cosa) y quienes se desternillan de risa y nos cubren de epítetos descalificativos porque, lógico, ellos no creen. Y de experimentar y arribar a conclusiones, nada de nada. Por ninguno de los dos lados.
De manera que vengo aquí simplemente a preguntarme(les) si no hemos desviado el camino en algún punto. Un camino de investigación y experimentación que de haber continuado no simplemente ratificaría nuestra certeza en la realidad de estos fenómenos sino, quizás incluso, ya habría incorporado y naturalizado su estudio, repetición y, por qué no, aprovechamiento aplicado en el marco de las tecnologías contemporáneas. Escucho aquí un vendaval de satíricas observaciones de tanto Maestro Ascendido de vacaciones en dirección a que no importa si demostramos a los demás la, insisto, realidad de los mismos, que total todo es “maya”, que es el Ser es uno en el ser y toda esa bizarra y bizantina dialéctica que gratifica más los oídos de quien se la dice a sí mismo que convencer argumentalmente. Y el punto seguirá siendo el mismo: en esta cotidianeidad (si quieren, digamos, 3D) los fenómenos parapsicológicos, la demostración cabal de la existencia de los mismos, así como la evidencia de la Vida después de la Muerte y otros matices, permanece aún siendo apenas una “nota de color” al margen del saber instalado.
¿Dónde se produjo el quiebre?. En dos momentos significativos: inmediatamente antes de la Segunda Guerra Mundial y en la década de los ’80 del siglo pasado. La primera corresponde a la culminación (por bélicas razones) de un período que, iniciado allá alrededor de 1870, estuvo pleno de investigadores absolutamente comprometidos, sólidamente formados en términos científicos y moralmente irreprochables. No caigamos en el facilismo casi discriminatorio de creer que porque hablamos de personas de ciento cincuenta años atrás eso las hacía más lelas, más tontas que las de este tiempo. Y tampoco confundamos menos tecnología con más permeabilidad al fraude: como veremos en lo que quizás algunos llamarán, a partir de esta nota, el “Desafío Fernández”, su carencia de tecnología no los hacía más vulnerables sino exactamente todo lo contrario.
La segunda época mencionada –década del ’80 del siglo XX- fue el pináculo de la investigación piramidológica –con réplicas de la Pirámide de Keops-, la Radiónica (o “Energía de las Formas”) y la Radiestesia. Las implicancias de incorporar esas tecnologías a nuestra vida cotidiana son inimaginables pero no hesito en asegurar que hubiera cambiado la concepción del mundo (sólo recordemos la aplicación que en la Cuba bloqueada se ha hecho de la primera de esas disciplinas y, por qué no, recuerdo –personal- mi propia fascinación en aquellos experimentos juveniles en tiempo A.I. –Antes de Internet-). Ciertamente, era un tiempo en que universidades, instituciones científicas, militares, pedagógicas, psicológicas se estaban abriendo a la inclusión, prudente empirismo mediante.
Y luego….
Y luego vino el reiki-magnified healing.channeling.biodecodificación celular-angeleología-respiración holotrópica-respiración ovárica-respiración testicular-chamanismo urbano-cristales atlantes-sanación pránica-constelaciones familiares- runas-símbolos de luz-cuencos atlantes-flores de bach-bioenergética-…. Y la tiendita
de barrio se transformó en el Shopping espiritual. Y era “demodée” armar la propia pirámide de cartón o madera en el altillo y pasar semanas observando, anhelante, los efectos que se producía sobre trozos de carne, agua, fotos, así como medio siglo antes había pasado también a quedar fuera de moda reunirse en habitaciones en penumbras a experimentar con el llamado de espíritus, esperando ver, tocar, esos ectoplasmas y esas materializaciones, escuchar los “raps” sobre los muebles, observar levitaciones…
En ese período “glorioso”, muchas de aquellas investigaciones estaban lideradas por científicos que sentaron las bases de la ciencia y la técnica del siglo XX: William Crookes, Charles Richet, Pierre Curie, Henry Bergson, Camile Flammarion… algunos cínicos dirán que es posible que “inventaran” sus declaraciones, que habría que ver cuáles son las fuentes de sus reportes. Esto es exactamente lo mismo que criticar algo publicado en The Lancet, Scientific American o National Geographic Magazine, en los Anales de la Sociedad Real de Ciencias o de la Sociedad Científica Argentina. Una falta de respeto.
No puedo dejar de ceder a la tentación de compartir algunos textos que iluminan el carácter objetivo, riguroso y particularmente penetrante de aquellas investigaciones. Lo tomo de una de las joyas de mi biblioteca, el libro “No Morimos; Pruebas Científicas de la Supervivencia”, de L. Chevreuil (libro que fuera premiada por la Academia de Ciencias de París), en edición española de 1925:
(Luego de varias sesiones de materialización de una entidad): ….”Mi calidad de arzobispo de Canterbury me obliga a no suprimir ni una palabra de lo que he escrito sobre las cosas vistas y relatadas por primera vez hace largos años y que he meditado en silencio durante veintiocho. No me sorprende la incredulidad de los ignorantes en lo referente a estas asombrosas maravillas, pues aún hoy en día, y a pesar de mi gran experiencia, las cosas que he visto y relatado son tan extraordinarias, que si hubiera tenido lugar una cesación de estos inexplicables fenómenos, si se hubiera detenido el progreso de estas cosas milagrosas, y si no tuviéramos ya pruebas de la realidad de lo que yo sé que es verdad, probablemente el porvenir me haría dudar de esto, de lo cual tan seguro estoy ahora. Sí; quizás cesaría de creer en estas cosas, cuya verdad afirmo bajo mi palabra de sacerdote y por las cuales he arriesgado mi posición ecleciástica y mi porvenir profesional”. No es un dicho cualquiera; es el de un alto prelado, en tiempos victorianos donde el compromiso social, el honor, el qué dirán era demasiado significativos.
O esta investigación grupal de científicos:
En los Anales de Ciencias Psíquicas, en el número de marzo de 1917, pag. 212, leemos la Memoria de una sesión celebrada bajo la dirección del profesor Lombroso. M. Mucchi, colaborador de La Stampa, habla extensamente de las precauciones que se tomaron para evitar toda tentativa de fraude. Además –añade- ninguno de los fenómenos más importantes que se produjeron podría dar lugar a la menor sospecha de truco. Son de tal naturaleza, que no podrían ser imitados por la más hábil prestidigitación.
Y esto sirve como introito al porqué del título. Uno lee algún artículo contemporáneo –o ve algún documental en televisión- y es testigo de cómo, muy sueltos de cuerpo, los escépticos –refutadores, más bien- hacen estas afirmaciones:
– Los médiums del siglo XIX eran hábiles estafadores que se aprovechaban de la buena fe y credulidad de los investigadores.
– Muchos de ellos estaban a priori firmemente convencidos de la realidad de estos fenómenos; en consecuencia, su metodología pecaba por defecto.
– Las sesiones se realizaban en completa oscuridad, lo que permitía el ingreso de silenciosos colaboradores del médium, el uso de resortes, palancas disimuladas en las abultadas vestimentas de entonces, etc.
– Las limitaciones técnicas de los investigadores restringían, aún en su mejor intención, la posibilidad de descubrir los trucos.
Ocurre que ustedes acaban de leer esto en la revista “Muy Interesante” o en un documental de Discovery Channel y, claro, suponen que es cierto, ya que al afirmarlo ese refutador estaría repitiendo lo que –creen- es algo perfectamente sabido, verdad?.
Mentira.
Porque cuando uno se dedica a leer las fuentes mismas, descubre que, por el contrario:
– Los investigadores ni eran crédulos ni subjetivos; por el contrario, muchos de ellos acometían la investigación absolutamente decididos a terminar de una vez con esas “paparruchadas espiritstas”.
– Más de la mitad de las sesiones que engrosaron los anales leídos se realizaban a plena luz del día o plena luz eléctrica. En los casos en que se solicitaba oscuridad o penumbra –como una condición para que cierto tipo de “fluidos” pudieran manifestarse mejor, se observa que con el paso del tiempo el médium (o la “entidad”, según los casos) va adquiriendo control sobre el medio y progresivamente acepta mayor iluminación.
– Las “limitaciones técnicas” de entonces no afectaban a los investigadores por la clase de precauciones tomadas. Y, por otro lado, si era época de “limitaciones técnicas”, éstas lo eran por igual para los instrumentos de control como para la tecnología de los falsificadores.
De manera que (ahora sí) llego a la expresión del título que seguramente es lo que ha llamado la atención de ustedes. ¿Qué es lo que pagaré yo?. Pues los honorarios profesionales de un profesional del ilusionismo que pueda reproducir fenómenos de naturaleza parapsicológica específica (ectoplasma, raps, telekinesis y levitación) frente a mí y un par de testigos. Y para facilitarle las cosas, el escenario que ocuparemos no tendrá absolutamente nada de la tecnología actual. O sí, una sola cosa: una cámara de video para compartir luego en Internet los resultados con todos ustedes. Para todo lo demás, acepto limitarme a usar los recursos del siglo XIX.
Con estas condiciones, que no serán extrañas, pues, precisamente, son las condiciones a que se sometía a los médiums investigados a fines de ese siglo:
– El ilusionista se hará presente en el lugar de las sesiones, solo, y se le notificará el domicilio apenas dos horas antes del inicio de la misma.
– Al ingresar será llevado a un cuarto aparte por dos colaboradores míos, desnudado completamente y uno de ellos, médico, le revisará sus orificios naturales.
– Vestido con ropa cómoda y holgada, será conducido al centro de la habitación de experimentación, sentado en un cómodo sillón que estará atornillado al suelo y sus manos, pies y cintura amarrados a aquél.
– Se le pedirá que, en cualquier orden, produzca al menos dos de los siguientes fenómenos:
– a) movimiento de un cortinado ubicado a una distancia mínima de tres metros.
– b) elevar al menos dos de las cuatro patas de la mesa que se encuentre frente a él.
– c) producir la “materialización” de una mano, un rostro o una figura completa, visible claramente en la penumbra
– d) hacer que la “materialización” toque o acaricie a alguno de los presentes.
– e) ejecutar a distancia un instrumento musical –que previamente desconocerá- ubicado a una distancia mínima de dos metros de él.
Como se habrá observado, la descripción de los fenómenos que se esperan (y que se supone el ilusionista profesional sabrá imitar) y las condiciones de control que aplicaremos son exactamente iguales a la de tantas bien registradas observaciones victorianas. Lo dicho: apenas una cámara de video, que demostrará mi supuesta derrota…
… de haber alguno que lo acepte.
Don Gustavo, luego de leer su artículo me gustaría conocer, de ser posible, ¿que criterio le merece James Randy?
Hola, cómo estás. Creo que es un buen ilusionista que defiende un espacio mediático: el de escéptico refutador, que esa postura también da dividendos. Y que comete el error conceptual de todos los refutadores: creer que poder reproducir un pretendido «fenómeno paranormal» es refutarlo. Y, en puridad, es sólo eso: reproducirlo.
Un abrazo.