Debo mencionar que fue éste un hallazgo casual, en circunstancias de una recorrida distendida y vacacional por esa parte de la Patagonia. Hablo de la provincia de Chubut y, más concretamente, del pueblito de Gaiman, típica colonia galesa a unos cien kilómetros de Puerto Madryn. Menciono esto porque explica porqué no andaba con mis elementos de investigación encima (cinta métrica, brújula, buena cámara fotográfica, etc.) aunque la “chispa”, atenta a toda anomalía, parece no extinguirse nunca.
Habíamos finalizado el único objetivo de visitar ese pequeño pueblo de 6.000 habitantes a unos 15 km de la ciudad de Trelew, fundado por colonos provenientes de Gales que se asentaron en la región en 1865, sabiendo conservar muchas de sus costumbres, lo típico de sus viviendas y hábitos gastronómicos que hace todo un propósito llegarse al lugar para disfrutar el “té galés”; en este caso en Tyn Gwyn, el local ambientado y decorado con reminiscencias de ciento cincuenta años atrás, donde sucesivos platillos dulces y salados, en sinfín interminable, satisfacen el sexto pecado capital de cualquier epicúreo. Recorrer los alrededores, donde el río Chubut se desplaza entre meandros suaves en ese valle inferior es buena ocasión para apurar la digestión y emprender un tranquilo regreso (llegarse hasta el lugar tiene el bonus de pasar previamente por la ciudad de Trelew y conocer el espectacular Museo Egidio Feruglio, paleontológico, con muestras de las más espectaculares variedades de fauna jurásica que habitó en esos lares).
Como toda colonia celosa de sus tradiciones, son considerados un tanto “cerrados” por sus coprovincianos de otras localidades. Discretos, sería una forma más educada de llamarles (quizás porque a través de las décadas han vivido en carne propia la segregación que proviene de una sociedad -aún en medio del desierto patagónico- con raíces españolas e italianas, tan ajenas a las del reino Unido). Eso explica, sin duda, la poca trascendencia del hecho que comentaré aquí.
Estábamos ya casi saliendo del pueblo cuando de reojo llama mi atención un grupo de rocas en medio de un espacio libre. Le pregunto a nuestro guía, el amable Claudio rodríguez, sobre su naturaleza, y me menciona que no se trataría más que de unas piedras puestas allí, decorativamente, en una plaza. Pero ese reflejo veterano de tantas investigaciones en el terreno rinde dividendos.
Las “rocas decorativas” conforman en realidad un gran óvalo, de unos cuarenta metros de diámetro en su eje mayor y veinte en el menor. Está conformado por 12 piedras, 11 iguales entre sí y una más pequeña, más una treceava, cuadrada y baja, justo en su centro. Es, definitivamente, un “crómlech” (“crómlech” es -era- entre los celtas, los círculos megalíticos, ya sea de menhires (piedras enhiestas verticales) o dólmenes (trilitos, es decir, dos piedras verticales y una horizontal sobre ellas). Los “crómlech” eran absolutamente ceremoniales. Generalmente alineados con la salida o puesta del sol en solsticios o equinoccios (éste me pareció tener una orientación axial Norte – Sur casi perfecta), sus doce piedras (¿una por mes del año? Bien podría serlo, incluso la más pequeña, representando el mes más corto, claro que esto dentro de un contexto calendárico gregoriano). Pero había aún más: a un lado, un pequeño cartel nos informa que era el lugar elegido para el “Eisteddfod”.
Este término no era desconocido para nuestro guía. Remite a un festival anual de “bardos”, poetas que, en gaélico y español, compiten en ese lugar en un certamen donde se elige un ganador, un “bardo Rey”. En una colorida ceremonia, donde no faltan las túnicas de azul brillante de los integrantes de la “Orden” y espadas ceremoniales cumpliendo pasos rituales, este festival nace en el siglo XII. Todo estudioso de la cultura celta en general (y de sus enseñanzas iniciáticas en particular) reconocerá aquí algunos signos interesantes. En primer lugar, lo que hoy puede ser tomado como un “concurso de poesía” tenía ancestralmente otra connotación: los bardos, junto con los “juglares”. Eran transmisores de saber, correos diplomáticos, miembros de los servicios de inteligencia de príncipes y reyes. Recomiendo fervorosamente leer el críptico y pasional libro de Otto Rahn, “La corte de Lucifer”, para profundizar en ese significado profundo del bardo. Que esta ceremonia se realice nada menos que un “crómlech” es algo más que un detalle de paisajismo cultural: es crear el ambiente evocador en lo Colectivo (remito al Inconsciente Colectivo) y me atrevería a decir, también en lo energético, para tender un puente atemporal entre este presente y aquél heroico pasado. Otro tema es si los descendientes de Gaiman hoy son conscientes de todo ello; sospecho que un cenáculo muy cerrado sí lo es y lo mantiene discretamente disimulado.
Los bardos participantes deben tener un “seudónimo artístico”: esto no es otra cosa que el “nombre iniciático” o 2nombre espiritual”, condición sine qua non de todo Iniciado probacionista. Cuando hablamos de bardos algunos lectores quizás no asocien a otro que no fuera Assurancéturix, el insoportable bardo de Ásterix y Óbelix, pero el gracioso personaje de historieta ha tenido antecesores más respetables. Las alianzas, la guerra y la paz dependía de la capacidad persuasiva de los bardos. Aún hoy se nota esto: en el momento de entregar la “corona” al bardo ganador, dos descendientes necesariamente de sangre galesa (si no se reconoce el sentido simbólico iniciático de esto último, es que poco se conoce de la lógica esotérica de las sociedades iniciáticas, con referencia al poder espiritual de los “linajes”) elevan sus espadas y preguntan: “¿Hay paz?” , a lo que todo el público responde: “¡Paz!”.
Pero inmediatamente antes del Eisteddfod se realiza otra ceremonia, más antigua y menos conocida: el Gorsedd Y Wladfa (“Gorsedd” es, justamente, el “círculo bárdico”) y, con derecho nos preguntamos si a lo largo del año el crómlech no será ocupado por otras ceremonias, aún más reservadas y simbólicas. Lo que subyace detrás de todo esto -lo sepan los artistas y el público o no- es que la pervivencia de una tradición con tanta antigüedad en un verdadero centro “de poder” remite a la construcción de un Egrégoro (ver otros artículos sobre este concepto en “Al Filo de la Realidad”) de cuya fuerza bien puede aprovecharse cualquiera que, perteneciente a ese círculo y desde las sombras, sepa y actúe manipulando (para bien o no) las fuerzas latentes del mismo.
Quizás hasta la propia elección del lugar para fundar el pueblo no sea casual (tengo sospechas que los discretos miembros de algún Gorsedd llegaron ya con la primera oleada de colonos: el primer Eisteddfod se realizó ya en la navidad de 1865 en “Caer Antur” (Rawson) : generalmente se traduce “Gaiman” no del galés sino del dialecto tehuelche (etnia originaria del lugar), como “lugar de afilar piedras”, porque se dice que las estribaciones rocosas que conforman la zona recogida donde se funda el pueblo al amparo de los vientos son de una particular dureza, que permitía a los aborígenes llegarse al lugar para buscar lascas que sirvieran para flechas y “chuzas” (lanzas), afilándolas allí también. Pero el tehuelche tiene muchos giros y modismos, y hoy en día los especialistas están contestes que la traducción correcta es “Punta de Piedra Encantada”, pues supo haber un afloramiento rocoso, aproximadamente triangular, con un gran orificio a través del cual, ciertas fechas y desde cierta posición, podía verse ascender la Luna desde el horizonte, y que habría servido a los tehuelches como centro de culto ceremonial. Hoy, ese promontorio ya no existe: fue arrasado para construir una carretera (la que da acceso al pueblo, precisamente y sus escombros empleados en la construcción local.
Ahora bien, si estas prácticas se inician en el siglo XII, ¿porqué vincularlas con las ceremonias druídicas?. Precisamente, por la conservación y respeto al lugar donde se realizaban. Justamente, si se tratara de festivales “exotéricos”, entre celtas asimilados ya a la civilización judeocristiana, nada sería más irritante que realizarlas en esos “círculos del demonio” (como los llamaba el vulgo cristiano) cuya propia magnificencia hacía imposible su erradicación (que muchos celosos obispos trataron y no consiguieron). Por eso entendemos que tales “festivales” eran el disfraz simbólico de ceremonias ancestrales con significados más profundos, evocadores de sus propias creencias milenarias, y el hecho de llevarlos adelante en un “crómlech” es su sello distintivo.
Así que, simplemente, dejo este nuevo alfiler clavado en el mapa para invitar a entusiastas de lo enigmático (o turistas avispados) conocerle y estar atentos a nuevas correspondencias.
Nos despedimos aquí con la “oración bárdica”, aquella que abre estas ceremonias desde hace cuando menos un milenio:
“Danos, oh Dios, tu protección;
y en protección, poder;
y en poder, entendimiento;
y en entendimiento, saber;
y en saber, conocer la justicia;
y al conocer la justicia, amarla;
y al amarla, amar toda verdad;
y en toda verdad amar a Dios;
Dios y toda bondad.”