Cuando en 1885 el conde español Odilio Estévez decidió iniciar en lo que luego se llamaría «Pueblo Encanto» (Capilla del Monte, Córdoba) la construcción de su residencia, seguramente tenía en mente algo más que una opulenta finca para vivir junto a su esposa e hija adoptiva seis meses al año (la otra mitad transcurría en Europa). La fastuosidad del lugar, aún para cánones modernos (y mucho más en una época en que la localidad serrana era apenas un villorio perdido en la Naturaleza), que supo contar con la primera usina eléctrica del país y la novedad asombrosa del teléfono –entrado el siglo XX– había sido también el reducto ideal de otros intereses, menos materiales y más en consonancia con el lugar. En efecto, Estévez (y suponemos un grupo selecto de cercanos conocedores) habían elegido un sitio donde desde tiempo inmemorial, pero quizás ya unos seis milenios antes de Cristo, los originarios pueblos autóctonos lo usaban para celebrar tanto rituales iniciáticos como prácticas vinculadas al impacto material de principios espirituales: el inmediato «pucará», o centro ceremonial indígena, casi al pie del imponente Cerro Macho o Uritorco, donde convergen líneas de energías telúricas que comienzan a ser desbrozadas por los geobiólogos, potenciaba el pragmatismo de hombres con iniciativa no sólo económica sino también tras la búsqueda de las fuentes de Sabiduría.
En su «castillo», que hoy en día el visitante puede recorrer bajo la guía de expertos conocedores, encontramos a cada paso las huellas de una funcionalidad esotérica; esto es, desde los espacios aptos para prácticas mistéricas hasta la presencia omnipresente del simbolismo alegórico, que con su develación racional sugieren al visitante ocasional o huésped permanente la conexión de nuestro Ser con el Todo. Porque en esta maravilla arquitectónica –quizás hasta hoy injustamente fuera de los grandes circuitos turísticos– la admiración ante el portento de su construcción (Estévez supo traer treinta familias de Europa para su erección, quince de las cuales continuaron tras su finalización a su servicio permanente, importando la totalidad de los materiales –excepto rocas y arena– así como el mobiliario del Viejo Continente) no cede ante la profundidad de las enseñanzas que como en una ciclópea biblioteca tridimensional nos susurran sus paredes a cada paso.
De manera tal que los invitamos a un fugaz repaso por algunas de estas enseñanzas. Comencemos por el propio acceso, una magnífica escalinata de 7 gradas, divididas por un descanso en dos grupos, uno de 3 peldaños, otro de 4. En la Numerología mística, el 7 es el número de la Perfección Divina, pero, como se trata de una escalera, indica que el hombre también puede ascender a ella, si primero sube 3 (la Trinidad, es decir, el esfuerzo intelectual por ascender intelectual y moralmente hacia lo Alto) y sólo cuando se encuentra a sí mismo en su condición divina (el descanso) podrá actuar sensata y humanamente sobre el Mundo Material (el 4) creando su propia realidad, expandiéndose en el mundo cotidiano de forma armónica, es decir, sin vulnerar, sin expoliar, sin explotar seres y recursos.
Alcanzada esta etapa, puede continuar su Camino (ascenso) por cualquiera de las dos escalinatas de 11 gradas (el 11 es un Número Maestro (son tres: 11, 22 y 33) siendo en este caso el del Maestro que deja huellas en el Mundo Cotidiano, el que enseña, el que emprende, el que crea el marco idóneo para que otros prosperen). Pero estas escalinatas de 11 escalones se abren a izquierda y derecha y en uso del natural Albedrío, es el hombre quien elije: o el Sendero de la Mano Derecha, el de ayuda a los demás, el del servicio, el de la solidaridad; o el Sendero de la Mano Izquierda, el del fructificar en el egoísmo.
El desarrollo de esta escalinata enmarca una fuente de mosaicos y azulejos azules y blancos (colores que son símbolos de la claridad intelectual y la pureza de intenciones) con un León del cual supo brotar agua (expresión de los valores esenciales que nos dan vida). Este León volverá a aparecer en nuestra recorrida, y no es un signo menor: esotéricamente, es Mitra, el Cristo Solar antecesor del Cristo Jesús o, mejor aún, la imagen arquetípica cósmica que el Rabí expresaría en su paso por este mundo. En el centro de su patio con reminiscencias andaluzas, un «yantra», típico mandala hindú donde un círculo se inscribe en un cuadrado, recuerda que el hombre (el cuadrado, es decir, el número 4) lleva un dios dentro de él (el círculo, imagen de Dios, al que admirablemente definiera René Descartes como «Dios es un círculo cuyo centro está en todas partes y su circunferencia, en ninguna»). Y en los arcos que soportan los peristilos, el Sello de Salomón (conocido también como la estrella de David) donde el triángulo descedente es Dios que corre al encuentro del ser humano que lo busca (el triángulo ascendente).
Si observamos el castillo desde su parte trasera, veremos que nuevamente está presente la escalinata de 11 peldaños (recordemos, un Número Maestro)… … así como en el patio cubierto (hoy, cerrado con puertas y ventanas vidriadas por quien tuvo la visión de recuperarlo, su anterior propietario, el poeta y productor radial y televisivo Sebastián Alejandro Lusianzoff) el típico estilo «mudéjar» o arábigo de no representar –por considerar idolátricas– imágenes humanas o animales se convierte en una estilización conviviente con simbología fuertemente cristiana (la Flor de Lis, símbolo que en los últimos dos mil años representa a la Virgen María pero que, en puridad y de acuerdo a sus más remotos antecedentes, es el emblema de la Gran Diosa, la manifestación femenina de un Dios que por su propia condición no puede ser un «él», masculino, sino un hermafrodita que encierre la dualidad masculino y femenino, es decir, la expresión de la polaridad de opuestos complementarios) enseñándonos también que la Verdad no puede ser propiedad de una específica ideología espiritual.
Quizás pasaríamos rápidamente por este hall si no nos obligara a detenernos la supranatural belleza de los azulejos horneados al cobre que rutilan en el lugar con una luminosidad exótica, antes de ingresar al salón principal… que merece una atención particular. En primer lugar, su planta, en forma de «L». Esto no es casual. La «L» representa los 2/3 de un triángulo rectángulo, aquél que Pitágoras codificara en su famoso teorema, base de la Escuela Pitagórica que buscaba las correspondencias geométricas de la naturaleza con la Divinidad, es decir, la Geometría Sagrada. El triángulo rectángulo es la representación gráfica de la «sección áurea», o «número de oro» (1,618) que los conocedores llaman la Divina Proporción, la Cifra de Dios en el Universo. Este salón tiene varias características sugestivas: dos leñeros u hogares, uno, con el escudo de armas de la familia (donde otra vez conviven en armonía los símbolos cristianos y musulmanes), «profano», es decir, para su uso funcional. Por supuesto, en todo el lugar llama la atención el piso, hecho de baldosones alternativamente blancos y negros, la masónica sugerencia de que caminando por la vida el hombre da un paso en la Luz y otro en la Oscuridad.
Desde el techo, pende una bella lámpara ornamentada con un águila bicéfala, una de cuyas cabezas mira al Pasado, y la otra al Futuro. Para pasar, entonces, a lo que con propiedad podríamos llamar el Gran Oriente, un espacio, ahora sí, no «profano» sino «sagrado». Por ello hay otro hogar, innecesario en un salón de esas dimensiones para calefaccionarlo porque bastaría con el primero, y sin duda con otra función: la de ser empleado en las «tenidas» o reuniones de Logia. Aquí vuelve a aparece el León mitraico, en un leñero hecho con la combinación de los minerales energéticamente más característicos de la región: cuarzo, feldespato y mica. Es difícil no detenerse frente a la imagen, deslizar con suavidad las manos por su relieve y no percibir una sutil energía que parece emanar del mismo. Pero a la mente analítica llama entonces la atención las dos columnas que ornamentan al hogar a cada lado; en efecto, simbolizan las dos columnas que dan entrada al templo masónico, las que el arquitecto Hiram supo erigir a la entrada del Templo de Salomón y darles nombres propios: Joachim y Bohaz. Guardas plenas de simbolismo alquímico orlan las paredes. La estrella de cinco puntas o pentáculo, el trisquelion, sugieren connotaciones que exceden lo estilístico.
Dos ámbitos parecen desprovistos de connotaciones esotéricas: el primero de ellos, un pequeño vestíbulo de distribución con bellas escaleras torneadas que conducen, hacia el subsuelo, a una sala de recreación y, hacia arriba, a la capilla personal de la señora Rosario de Firmat, esposa del conde y devota católica. La convivencia de ambas vertientes espiritualistas es una prueba más del eclecticismo del conde, característica particular de los masones y general de los esoteristas. La otra sala tiene connotaciones más cercanas en el tiempo.
A la tenue y mágica luz del atardecer, estando de pie en lo que fuera el escritorio privado del poeta Lusianzoff, observando sus fotografías con celebridades, sus escritos, repasando sus poemas, la presencia del bardo aún nos conmina a sintonizarnos más emocionalmente que historiográficamente con el poder imanente al lugar.
El poeta Sebastián Alejandro Lusianzoff. La galería de la condesa. Desde ella, se admira el parque privado donde reposaba en las tardes cordobesas. La fuente a la entrada del castillo, desde la galería de la condesa. Supo estar rodeada por numerosas representaciones de batracios que arrojaban agua. Lamentablemente, por haber sido sus cabezas de oro, fueron expoliadas en tiempos recientes.
La sala de recuerdos atesora objetos muy cálidos para los memoriosos. De la amistad entre el poeta y aquella gloria del cine nacional que fuera don Enrique Muiño persiste por ejemplo el poncho que el actor usara en la inolvidable película «La Guerra Gaucha». En el patio andaluz, los detallistas y delicados mosaicos del piso están plenos de alegorías. Estévez –decíamos– no eligió este lugar por sus bellezas naturales sino conciente de las propiedades específicas del sitio. Quien conoce en profundiad los códigos secretos que en muchas edificaciones sudamericanas han cifrado alquimistas y esoteristas, no puede dejar de percibir un «eco» de otro castillo, pero esta vez de Francisco Piria, acaudalado empresario uruguayo, alquimista y también esoterista, miembro de la Orden de Heliópolis que en 1932 acometió la fundación de una bellísima ciudad: Piriápolis.
En su castillo, donde Piria residía sólo una breve temporada por año, también se llevaban a cabo prácticas místicas. Y la correspondencia energética entre ambos lugares –recordemos aquella «línea ley», o línea energética que vincula Capilla del Monte con Piriápolis– aún con las décadas de diferencia entre una y otra erección, nos sugiere una relación, quizás no de individuos, pero sí de hermandades.
En efecto, Piriápolis, ciudad profundamente mística, donde la simbología alegórica también está reproducida en sus grandes edificios fundacionales, en sus aceras y plazas públicas, estudiosos de todo el mundo convergen para celebrar sus rituales y prácticas aprovechando esas peculiaridades espirituales del lugar, a sabiendas de que están aprovechando también la resonancia con otros puntos energéticos del planeta donde Capilla del Monte es uno de los principales. Pero, claro, eso lo sabían los indígenas comechingones miles de años atrás, y por ello se anticiparon en milenios erigiendo su propia «catedral mistérica»: el Pucará de Pueblo Encanto. Allí, «anclaban» al Universo para su reorganización espiritual y psíquica. Pero eso, es otra historia.
¡Excelente artículo! Hace tiempo quiero conocer este lugar… ahora tengo un incentivo más!
¡Gracias!
Piriápolis se fundó en 1895, no en 1932 como dice el artículo. Que por cierto me pareció bien interesante. Voy a proponerme conocer Pueblo Encanto. Saludos desde Montevideo.
En 2009 visite esa casa antigua. Al salir al patio me sucedio algo metafisico.Es un luugar fantastico. Saludos.