Quién no ha execrado, alguna vez, al tontuelo que con pintura en aerosol escribiera “Juan ama a Rosalía” sobre una de las rocas, hasta entonces impolutas, de esa exuberante quebrada sobre el río, o en la base de un patriótico monumento. Todos, salvo el que lo hiciera, sin duda. Arruinando así un patrimonio colectivo, mancillando la respetabilidad de un patriota. Y en eso estaríamos (casi) todos de acuerdo.
Pero, ¿qué te dice el graffiti de alguien, tallado o escrito doscientos, quinientos, dos mil años atrás?. Que sigue siendo un estúpido, sólo que ya desaparecido hace tiempo, seguramente. Y si, es una de las formas de verlo.
Pero fijate, hay otras. Pensar por un momento en ese “John”, paseando por tan inhóspitas regiones de Egipto a mediados del siglo XIX, donde la mayor comodidad esperable era la tienda de algún campesino si antes no te mataban en ocasión de robo. Hoy John es polvo y huesos, vaya a saberse en qué perdido cementerio inglés o norteamericano, si es que tuvo la fortuna de regresar a casa. Imaginarlo allí, tallando su nombre –debemos admitir- con un cuidado y caligrafía que ojalá imitaran sus sucesores contemporáneos, más identificados con el graffitero del metro neoyorkino, a mí me da un dejo de melancolía. Que, casi, casi, me lleva a disculparle.
¿Y qué decir del ignoto griego, del ignoto romano que hicieron lo propio?. Pues allí –las fotos son del Templo de Philae- campea el latín y el griego antiguo, también. Tengo curiosidad y quizás algún lector me ayude, en descifrar, por ejemplo, el primorosamente heleno. Más aún: allí hay un caballero (obviamente, a caballo, para merecer el adjetivo) enarbolando una espada. ¿Un Cruzado, un Templario, quizás, de aquellos cuya pista perseguì por aquellas latitudes?.
Pero el linaje graffitero no finaliza ahí. Va más atrás, mucho más, hasta los propios egipcios. Allí están los burdos
dibujos, el muy reconocible pero desaliñado de una típica barca dinástica, cuya desprolijidad en comparación con tanta grafía señorial descubre, precisamente, su génesis graffitera. ¿Quién, y por qué, lo habrá hecho?.
Hoy, todos ellos, fantasmales espíritus que quizás sigan paseándose sobre las arenas, son polvo, que no recuerdo. Hoy, al imaginarles raspando la superficie, en siglos ya perdidos, descubro que lograron ser curiosidad arqueológica. Más humana, aún, que el monumental templo que eligieron como pizarra de su ansia inconsciente y desesperada de inmortalidad.
Juro que cuando me cruce otra vez con ese “Juan ama a Rosalía”, tan párvulo como que es de 1998, tendré una mirada distinta. Seguirá siendo un atropello a la naturaleza, qué duda cabe, pero con una apuesta al futuro remoto. Apostando que, quizás en otros mil, dos mil años, algún extraño ser, no menos extraño que quien escribe, estará haciéndose las mismas preguntas.