Es parte de los “memes” con que se condiciona o limita la potencialidad humana. O quizás no; simplemente, es posible también que solamente sea expresión de la tortuosidad leguleya del espíritu social. A riesgo de ganarme el desdén o el oprobio de amigos licenciados en esas artes, debemos convenir que el academicismo, tan caro al intelecto de estos siglos supuestamente progresistas, caen en discusiones bizantinas.
El lenguaje es fuente de enfermedad y sanación. De claridades y confusiones. Su manipulación, hasta invierte el orden social, y así pasamos del refrán del siglo XIX que decía “las excepciones no son regla” a la frase muy siglo XX y XXI “la excepción a la regla”, que no significa nada porque es exactamente lo opuesto a la frase original. Pero que como cotorritas andamos por la vida repitiendo entre miradas sonrientes que asienten.
En estas lides y lares de análisis del lenguaje, psicólogos –si clínicos o sociales, semiólogos o epistemólogos, sociólogos o filósofos- han tomado por asalto el territorio idiomático y “va de suyo” que se les reconoce autoridad “en tanto” autoridad manifiesten. Y aún más; no sólo los decires, nuestros decires, hablan –según ellos- de nuestra distinción entre lo verdadero y lo falso, sino de nuestra salud o insanía conductual.
Aparecieron los psicólogos y psicoanalistas, entonces, que a través de la reflexión sobre lo que decimos y cómo lo decimos (porque la telepatía aún se les escapa) nos diagnostican, nos orientan, nos terapeutizan (si el neologismo no existe, habría que inventarlo). Con título. Académico, claro. Porque si no, vaya ejercicio ilegal de la praxis profesional en qué incurrimos.
Y es cuando me quedé pensando en amigos, en papás y mamás. En toda esa gente que a través de los años se sentó a escuchar nuestras cuitas, y a darnos consejos. Según su buen (o no) saber y entender, lo que debíamos hacer, lo que pensaban de nuestro pensar. Psicólogos sin títulos, ad honorem y free lance. Pero con mayor o menor fortuna, lo mismo.
¿Tendremos que denunciar a nuestros caros amigos, consejeros de nuestro espíritu?. ¿Violaremos en complicidad con ellos ciertos artículos del Código Penal, en lo que “apropiación indebida de títulos y honores” se refiere?. ¿Estaremos atentando contra la salud mental de la población al prestar el hombro para el amigo acongojado, escuchar su drama y darle nuestra opinión?. Ya sé, dirán ustedes que no nos cobra. Ups, pero los códigos penales son claros. Se cobre o no, ejercer sin título una profesión es delito. El psicólogo tiene título, me escucha y opina. Mi amigo no tiene título, escucha y opina. ¿es mi amigo un estafador de la fe pública?. ¿Debo huir cuando trate de darme un parecer?. ¿Soy venal cuando lo pido?.
¿Y los padres?. ¿Qué pasa con tantos consejos paternos y maternos, dados al calor de la cena, al costado de la cama, en reunión familiar?. ¿Deberán los hijos denunciar a sus padres por ejercicio ilegal de la medicina?.
¡Y los curas!. Cuando la devota señorita visita al cura de su parroquia para contarle sus problemas y pedirle consejo, ¿lo invita, no a una concuspicencia carnal (bah, quizás también) sino a cometer un ilícito académico?. Agravado, porque el cura sí que cobra. ¿Son entonces los confesionarios parte de la logística de una asociación internacional de crimen organizado?.
Esta sociedad tiene tanta obsesión por ponerle etiqueta a todo, por introducir a los empellones si fuera necesario toda actividad en contextos controlables y burocráticos (llámense universidades o sindicatos) que ha transformado en profesión respetable la simple solidaridad espiritual.
¿Estoy diciendo que la formación especializada de los analistas no sirve?. ¡Claro que sí!. Enormemente. Y serviría mucho más aún si nuestra naturaleza, menos egoísta y materialista y un poco más espiritualista hubiera aceptado formarse con esas técnicas por el sencillo placer de saber escuchar y saber orientar. Algo que tendría que ser espontáneo, sin necesidad de títulos.
Algo que, naturalizado, tantos dolores le habría ahorrado a esta Humanidad…
Últimamente me voy convenciendo de que la sociedad actual todo lo quiere legislar y burocratizar, con lo que el individuo quedará finalmente con cero libertades. Nos terminarán cobrando por respirar aire al aprobar una ley que nos indique que le estamos haciendo un «gasto» al planeta que tendremos que repercutir con impuestos en las arcas públicas para que gestionen este gasto. Tiempo al tiempo… Un saludo desde España.