Fue durante nuestra primera visita a Lima (Perú). Apasionado amateur por la Historia -todas y de cualquier parte- el mágico casco histórico de la colonial ciudad no podía quedar fuera de mis inquietudes. Y fue así que recorriendo sitios consignados turísticamente (pero con ojo avizor de viajero, que no es lo mismo), reparé en esto.
En el convento de San Francisco (de recónditos tesoros fuera del alcance de nosotros los legos; eso me inspira su mágica biblioteca), se encuentra este lienzo del siglo XVII. Gigantesco, quizás unos cuatro metros de ancho por dos de alto. Se discute su autoría: algunos historiadores lo adjudican al pintor Diego de la Puente. La escuela cuzqueña de arte pictórico no sólo surgiò con fuerza en tiempos de la conquista sino se sostiene hasta hoy en día -los peruanos tienen el arte en el alma- y aquí, en ésta, se ven algunos elementos de tinte localista y que exporesa ese «cristal» con que la Escuela Cuzqueña dotó a sus creaciones, por ejemplo, lo que se sirve para comer (al centro): es un «cuy» gran roedor que aún hoy es un plato apetecido.
Pero fue cuando dejaba pasear la vista en esos detalles tan únicos cuando algo me galvanizó. Obsérvese al «discípulo», inmediatamente a la derecha de Jesús, inclinado sobre su pecho: los rasgos extremadamente femeninos -en el original, que no se permite fotografiar de cerca y de hecho, ésta es una copia subrepticia, son claramente visibles sus labios pintados- hacen pensar fuertemente en, obvio, una mujer. Quién, sino, la de Magdala.