Una fría y húmeda noche de noviembre de 1949, tres hombres se inclinaban en misterioso conciliábulo alrededor de una mesa pobremente iluminada por tres velas en un amplio despacho algo barroco en su decoración. Si un visitante casual hubiera observado la escena desde el vano de la puerta, seguramente hubiera tenido la impresión de hallarse frente a tres ortodoxos científicos hurgando en las miasmas del pasado. Estantes repletos de libros desde el piso al techo, algunos leídos sólo por unas docenas de hombres en el mundo, otros seguramente escritos por los que ceñudos, ocupaban el centro de la estancia en ese momento, el crepitar de los leños en la chimenea y planos técnicos, instrumentos de laboratorio amontonados sin orden ni concierto en un par de mesas secundarias, más vitrinas con fósiles prehistóricos y recipientes de cristal con dudoso contenido, completaban una buena descripción del lugar, que no era otro que los claustros, generalmente vedados al público, del venerable Instituto Smithsoniano, en Estados Unidos. Pero cuando el suspicaz visitante se acercara más al trío, extraños detalles llamarían poderosamente su atención: junto a las velas crepitaba en una vasija una fragante mezcla resinosa, mientras una extraña salmodia, a veces en latín, a veces en hebreo, era canturreada por los presentes, y todos miraban fijamente un pequeño objeto envuelto en terciopelo violeta que dominaba el centro de la mesa, ubicado a su vez dentro de un extraño pantáculo dibujado en tiza sobre la madera.
Tal vez seria la imaginación del visitante –tal vez no– lo cierto es que en un determinado momento, cuando la letanía monocorde aumentaba de volumen alcanzando su clímax, una ominosa presencia pareció cernirse sobre los tres hombres de cabeza calva y hombros cargados por la edad y los años doblados sobre los escritorios. Rechinaron con estrépito las maderas de algunos muebles –la humedad, seguramente– y el viento nocturno pareció arreciar por instantes.
El clandestino visitante debió levantarse el cuello del abrigo, meter las manos en los bolsillos y contener el irrefrenable impulso de mirar, por sobre su hombro, a la penumbra circundante, pues podría ser que no le gustara lo que se agitaba en la oscuridad.
Uno de los hombres, el más anciano, desplegó el paño violeta, dejando brillar, a la luz de las velas, una exquisita pieza de orfebrería, un gigantesco diamante cuyo multífacético refulgir tenía un algo de luciferino. Una vez más resonó con mil ecos la llamada a “Aquél Que Es” (¡Jehovah Adonai, Ha’ Aretz, Eheieh, Eloah Va Daath, Acla, Acla, Jehovah Adonai!) y el silencio y la paz regresaron al salón, mientras –cosas de la imaginación, diría para animarse el comedido visitante– la incómoda sensación de sentirse vigilado por algo tenebroso se desvanecía rápidamente.
El anciano, con cuidado, casi con exquisita delicadeza, arropó nuevamente al diamante en su edredón de terciopelo y se encaminó rápidamente con él hacia una monolítica caja fuerte que permanecía, abierta y expectante, a un costado. Con gestos decididos, lo introdujo en una pequeña y acerada caja que cerró con una críptica combinación, colocó la misma en una gaveta del gigantesco cofre capaz de resistir el impacto directo de una granada antitanque y, con un retumbar que inundó todos los recovecos del gigantesco edificio washingtoniano, la puerta de la caja fuerte se cerró, por muchos años.
Respirando pesadamente, con un extraño brillo en los ojos, los hombres se miraron y sonrieron. Ahora sí, por fin, el maldito, el trágico diamante Hope (irónicamente, «hope» significa «esperanza» en inglés) había sido exorcizado. Los tres conocidos, respetados, acreditados hombres de ciencia frente a la opinión pública, rosacruces del grado más elevado en la intimidad, habían neutralizado, por fin, el historial de sangre y llanto de más de cuatrocientos años.
Con 44 quilates y medio y un espectacular color azul acero, el diamante Hope es una de las más bellas joyas del mundo. Desde el año 1958, detenida su fama sangrienta, está expuesto en la Sala de Joyas del citado instituto. Allí despierta la admiración de cuantos le visitan por su extraña belleza, y el terror de los que conocen su historia.
A principios del siglo XVIII tres ladrones violaron la paz sagrada de un templo de Shiva cerca de Srinagar, en Kashmir, al norte de la India, arrebatando el “´tilka”, el “Tercer Ojo”, un diamante de la frente del dios. Logran, días después, vendérselo a un traficante francés, Tavernier, pero cuando trataban de escapar con el dinero obtenido rumbo al Nepal son capturados por los montes brhamanes del templo robado que les matan sin piedad.
Tavernier, empeñado en huir hacia Europa con su botín, decide después de un fatigoso viaje por Media Asia, dirigirse a Moscú a través de la estepas siberianas, en un ardid para despistar a los agentes del emirato hindú, decididos a recuperar la joya sagrada a sangre y fuego. No tiene mucha suerte; a mitad de recorrido, su caravana es atacada por una manada de lobos hambrientos y todos –quince personas más el propio Taverníer– son devorados por esas bestias salvajes. Por un extraño sino del destino, cuando la policía imperial tiene conocimiento del suceso y rescata los cuerpos congelados un año después –o lo que quedaba de ellos– para darles cristiana sepultura, reintegran a los deudos de las víctimas sus pertenencias, sin saber que en los pliegues de piel de un pesado tapado iba oculto tal obra maestra de la naturaleza. Pero sí lo sabía el socio de Tavernier en París, quien reclama ese tapado ya que en numerosas ocasiones habían contrabandeado pequeños objetos de gran valor de esa manera. Tras arduas negociaciones, vende el diamante al tesoro del rey de Francia, Luis XIV, el Rey Sol, como gustaba que le llamaran, apenas una semana antes que tres delincuentes entraran por la fuerza una noche en su joyería de Montparnasse y, al despertar su dueño, le mataran a puñaladas.
Luis XIV se vanagloria poco tiempo de su feliz posesión, ya que poco después falleció su nieto y ese mismo año contrajo un nuevo matrimonio con una dama que le hizo terriblemente infeliz. El Rey Sol comenzó a eclipsarse, y con él la estrella de su hijo Luis XV y un nuevo nieto, quien subiría al trono como Luis XVI. Éste heredó, lógicamente, el diamante Hope, pero también la Revolución Francesa y la guillotina.
El Hope vuelve a aparecer en Londres, años después, de la mano de Hendrik Fals, quien se lo había robado a su padre, un tallador que le dio su forma actual. Hendrik se suicidó poco tiempo después de llevarlo a Gran Bretaña. La piedra fue vendida entonces a Henry Phillip Hope, del que tomó el nombre. A principios de siglo, luego de la bancarrota de la sucesión Hope, la colección fue adquirida por el francés J. Celot, que enloqueció y se quitó la vida al poco tiempo.
El siguiente propietario fue Sergei Katinovski, un ruso que murió apuñalado. De él pasó a Habib Bey, que murió ahogado con su familia en el Mediterráneo. Simón Montharides fue quien lo tuvo a continuación y se lo vendió al sultán de Turquía, que perdió el trono por la revolución. Simón había muerto con toda su familia en un desgraciado accidente poco tiempo antes.
Por mediación del joyero Cartier, el Hope llegó a la familia Mc Lean de Washington y con él un buen número de infortunios: el hijo pequeño de la familia murió atropellado, el jefe de familia murió loco y alcoholizado y otra hija murió a consecuencia de una sobredosis de somníferos, al igual que le pasaría, años después, a una nieta. Fue entonces cuando la familia lo dona al Simthsoniano.
El ritual de protección contra las nefastas influencias del diamante se mantuvo obviamente en secreto, y sólo trascendió en los cenáculos ocultistas. Pero su aura de maldad aún le sobrevive, y el público sigue preguntándose: ¿cómo pudo acumularse tanta desgracia alrededor de una simple piedra?.
Este y otros misterios estudia, desde tiempo inmemorial, una rama de las ciencias ocultas ayer, hoy de la moderna parapsicología, que es la Gemodinamia: el análisis de las vibraciones, ora positivas, ora negativas, de minerales de todo tipo, desde fósiles prehistóricos y granito común hasta las piedras preciosas y semipreciosas. Rama de la Parapsicología y la Filosofía Hermética, entiende que como cualquier cristal acumula energía -y la estructura molecular del diamante lo es- termina transformándose en un «punto de anclaje» de las energías densas, sufrientes, de todos quienes vivieron y murieron a su alrededor. O a causa de él. Encandilados por una belleza que esconde un sino trágico.
Como tantos «diamantes Hope» que suelen cruzarse en nuestras vidas…..
Lo hubiesen devuelto al templo… no donado al instituto. Shiva lo seguirá reclamando.