Hasta tal punto llegó la deformación del academicismo histórico sobre la sensibilidad y filosofía de vida de los ancestrales pueblos americanos (en particular de aquellos que habitaron el Ánahuac, el México prehispánico y, entre éstos, particularmente los Toltecas) que es natural asociarles más con guerreros sanguinarios de gesto adusto que con sensibles poetas y diletantes de la vida. Aunque aún resuenen los poemas del “Tlatoani”, Señor de Texcoco, Netzahualcoyotl, cuando escribía por ejemplo:
Muchacha, cuando yo muera,
sepúltame en el hogar.
Y cuando hagas las tortillas,
ponte por mí a llorar.
Y si alguien te pregunta,
«Muchacha, por qué lloras?»
Dile: «La leña está verde
y es el humo que me hace llorar.»
Hasta tal punto esta falta de percepción de su delicadeza amorosa está impregnado en quienes, de buena fe, se abocan al rescate de esas Sabidurías Ancestrales. Pongámoslo en ilustraciones. Cuando pensamos en mexicas y toltecas de esos tiempos, tendemos a pensar
en esto, el típico “danzante”, vestido de guerrero. Uno tendería –si fuera por la educación impuesta- que dejando de lado armas y tocados, así era su vestimenta habitual. Y, sin embargo, en nuestra iconografía y representaciones idealizadas no los vemos como realmente se vestían, tal cual ilustran las imágenes que acompañamos ahora. Sé que esto es muy subjetivo pero, dígame el lector la verdad: ¿no le asemeja a vestimentas griegas?.
Ya he escrito en algún lugar que una de las variables de su derrota frente a los invasores europeos no fue el desconocimiento del hierro, otra mentira histórica (sobre lo cual desarrollaré pronto un artículo) sino el significado únicamente ceremonial y simbólico de las guerras, pues hasta el concepto de sacrificios humanos debe ser revisado (ampliación del tema, haciendo click aquí). Ello, sin entrar a contar las leyendas sobre los «sanguinarios aztecas» para venir a descubrir -algo que oficialmente se les niega aún hoy a los propios mexicanos- que los aztecas jamás existieron. Y recordemos que esto es Huehuetlatolli (“Palabra de los Ancestros”):
“Comenzaban a enseñarles
Cómo han de vivir,
Cómo han de respetar a las personas,
Cómo han de entregarse a lo correcto.
Han de evitar lo malo,
Huyendo con fuerza de la maldad,
La perversión y la avidez”
La enseñanza de una sociedad justa y afectuosa.
En esa sociedad, el amor –no solamente parental o filial, del que existen sobrados ejemplos- entre dos espíritus tenía no solamente un marco ceremonial propicio (el “Amarre de Tilma y Huipil”, al que describimos aquí) sino definido con una expresión particular: dualidad ometeoica. Por respeto a esa Tradición, y en pleno conocimiento de su significado, quienes seguimos el Camino y práctica de la Toltecayotl (Toltequidad) solemos referirnos a nuestras parejas, justamente, con esa expresión.
Pero, ¿qué significa?.
Ometeotl es, en la cosmopercepción tolteca, la expresión manifiesta de la Divinidad. Ésta, llamada Ipalnemouane (“Aquél por lo que existimos”) es Increado e Inmanifestado y en virtud de ello, para manifestarse, para actuar, se desdobla en una Dualidad llamada, precisamente, Ometeotl (“Ome” el numeral “dos” en lengua náhuatl.”Teotl”: semilla cósmica). Ometeotl es, entonces, la Divinidad en Acción. Pero esa divinidad, manifestada en el marco de la Naturaleza, se expresa y tiene completitud en tanto y en cuanto es Dualidad (la Unidad de lo Divino está en Ipalnemouane, diríamos, un escalón más arriba).
Pues bien. Como el Universo se refleja en la naturaleza humana (maravillosamente resuena aquí la identidad entre el Macrocosmos y el Microcosmos) el ser humano se encuentra completo cuando descubre, se reconcilia y expresa su propia Dualidad. Y en el fértil campo de las relaciones humanas, cuando encuentra su complemento en el otro. Su Dualidad realizada con el otro. Cuando conforma, otra vez macrocósmicamente entonces, su propia “dualidad ometeoica”. El Amor hace Realidad la Dualidad Ometeoica en el ser humano.
Nada más, nada menos, que aquél saludo ancestral: “In’lakesh, Hanah’ken”. “Yo soy tu otro Yo. Tú eres mi Otro Tú”