Donde vivía el horror

El tema es digno de la imaginación febril de algún escritor policial: al no poder hacerse cargo de sus hijos, una familia de Crucesita Séptima (Entre Ríos) opta por desembarazarse de ellos arrojándolos, apenas nacidos, a los cerdos. Estos son los entretelones de esa historia de pesadilla.

Como en toda historia de terror, hay héroes y villanos, testigos pasivos que por su «no te metás», por su indolencia, son tan culpables como el que más. Se remonta, en la memoria colectiva, a muchas décadas pasadas, pero tiene un año clave en que se conocen los pormenores: 1981. Una crónica que, como desdibujando alguna línea borgeana, entronca lo mágico con lo cotidiano, lo feérico con lo pragmático. Donde, en fin, las aristas amorales de un clan familiar habían sido descubiertas por una ¿casualidad? religiosa.

Todo comenzó cuando en Capitán Bermúdez, localidad próxima a Rosario, y como corolario de una festividad religiosa, se suelta hacia los cielos una reproducción de la Virgen María confeccionada en telgopor, material éste tan liviano que con cuarenta y cinco pequeños globos de gas bastó para que alcanzara grandes altitudes. Arrastrada por los vientos hacia el noreste, una tormenta eléctrica acaba con el precario sistema de sustentacíón y la imagen religiosa se precipita a tierra, aterrizando completa y de pie entre unos chañares. Al día siguiente, como una cruel ironía del destino, la luz del sol revelaría donde había caído.

Las raíces del rumor

Como tantas otras mañanas, el padre Luis Kaúl, al frente de la parroquia del pueblo de Viale, comenzó su jornada dispuesto a la rutina cotidiana. Misa, confesiones, supervisar las obras en marcha en su diócesis, aconsejar a los sufrientes, nada parecía ser distinto a tantos otros días. Este, sin embargo, lo sorprendió con la novedad: centenares de fieles, de sus fieles, comentaban, en una extraña mezcla de algarabía y reverencia, que «la Virgen había caído del cielo en lo de Sevollán». Fue en ese momento —y sólo entonces— que el padre Kaúl se dio cuenta de que el rumor que corría en el pueblo podría ser verdad: esa familia, residentes inmemoriales de Crucesita Séptima, aislados de la gente y por la gente, vistos desde siempre como «bichos raros», alienados o perturbados, promiscuos y analfabetos, dueños de unos potreros de campo donde se levantaban sus ranchos precarios, se desembarazaban de los chiquitos recién nacidos usándolos como alimento para los cerdos de los que, a su vez, se manutenía el grupo familiar.

¿Cómo ocurrió?

El apellido correcto de esta gente era —es— Schlowochián, de donde por deformación devino en «Sevollán». Según comenta un conocido empresario de Viale, «como eran tan pobres y no podían mantener los gurisitos, habían decidido —al parecer desde hacía muchos años— eliminar a los recién nacidos varones».

Esta terrible decisión tenía, para ellos, un justificativo: ¿no era acaso lo que se hacía, desde siempre, con los cachorritos de animales que uno no puede tener?. ¿No es común ahogar gatitos o destripar lechones?. Y es terrible a fuer de verdad: para esta gente, los bebés, apenas nacidos, no eran otra cosa que cachorros de ser humano. Era más fácil quedarse con las mujeres: «pueden trabajar el campo como los varones y traen hombres a la casa cuando se necesita», se excusaba mamá Schlowochián y como, sin embargo, nadie tenía el coraje —o la frialdad— de despenar por propia mano a los nenitos, empleaban el expeditivo método de arrojarlos al chiquero.

Nadie puede afirmar, con la fuerza de un testimonio de cargo de cara a la Justicia, que esto fue así y, ciertamente, uno tiene derecho hasta de preguntarse si la versión no habrá sido echada a rodar por alguno de los Schlowochián que, en su deseo de alejar curiosos, o bien de tomarse revancha por el desprecio que desde siempre les había dedicado la sociedad, no encontró mejor manera que alentar el propio morbo de los vecinos. Pero rastreando los comentarios, tanto en Viale como en Hasenkamp y Cerrito, son ya expresiones más que vulgares —y populares— las de «estás tirando bebés a los chanchos» —como referencia a desperdiciar algo valioso— o «estás más loco que un Sevollán». Después de todo, nadie que no fuera un Schlowochián estaba presente cuando el crimen se cometía.

De ser ciertos los hechos, dos preguntas flotan como un oscuro nimbo sobre la conciencia de mucha gente. ¿Por qué nadie habló antes, pidió la apertura de investigaciones o sentó denuncia de sus sospechas?. Quién sabe. La indiferencia, o, como dijéramos, el «no te metás», el rechazo a que el autismo geográfico de toda comunidad chica se viera alterado por la presencia inquisidora de investigadores policiales o periodistas ajenos al microclima, o la vieja costumbre de ocultar el elefante de los propios pecados bajo la alfombra del silencio colectivo…

El fin de la trama

El padre Kaúl se puso repentinamente serio mientras se revolvía, inquieto, en el banco de la iglesia Santa Teresita donde estábamos conversando. Mientras yo reprimía una sonrisa, porque creo que su cuerpo, inconcientemente, lo traicionaba, él hizo un gesto como de desprecio y afirmó: «No fui yo, fueron los hechos que cambiaron a esa gente».

¿De qué hechos hablaba el sacerdote?. Cuando concurre a Crucesita Séptima a visitar a esa familia y explicarles que no había nada milagroso en la caída de esa Virgen —dado que no solamente los Schlowochián, sino muchos vecinos ya hablaban de una «aparición mariana»— necesita aplicar toda su carismática capacidad de persuasión para, más allá de explicaciones técnicas, recuperar a esa gente dejada por la mano de Dios. Se sorprende al descubrir que la misma sociedad que antes los rechazaba por el rumor de los bebés asesinados, ahora se acercaba a ellos con afecto. Kaúl, hombre inteligente y con experiencia, advierte que si bien el erróneo fetichismo del medio parecía pesar en las conciencias más que las sospechas de crímenes, la oportunidad era única para romper ese aislamiento, corriendo en auxilio de esta gente, de sus cuerpos y sus almas. Fue, entonces, el artífice de la humanitaria tarea de ayudar a «acomodar», en muchos casos colaborando en la gestión de adopciones, de todos los chicos que continuaron viniendo al mundo dentro de ese grupo. Él sigue sosteniendo que la ocasión sirvió para que esa familia recapacitara y cambiara su comportamiento, preservando la vida. La gente de Hasenkamp y Viale que vivió de cerca los hechos, sostiene a rajatabla que los pibes, a partir de entonces, le deben la vida al padre Kaúl. Hoy, muchos de ellos ya crecidos, quizás ignoren que la historia de su vida no hubiera sido si la providencial caída de una Virgen de telgopor no hubiera introducido otras piezas gravitantes en el drama. Tal vez sirvan como reflexiones finales las mismas palabras que Luis Kaúl pronunciara esa tórrida tarde en el templo de calle 3 de Febrero: «Más allá de a quién le cabe haber actuado sobre esta gente, lo maravilloso es cómo el afecto, el amor, la solidaridad de una comunidad, prestada por el motivo que sea a un grupo hasta entonces rechazado, puede obrar el milagro de cambiar costumbres deplorables, por más arraigadas que estén». Quizás el padre Kaúl haya sido un utópico, quizás no. Pero en estos tiempos en que en la paisajística y frívola Paraná observamos sufrir a nuestros congéneres —desde los obreros explotados hasta los chicos agredidos por patotas ante la mirada indiferente de la sociedad— sería bueno preguntarse si, nuevamente, son aquellos elementos —amor y solidaridad— las herramientas del Cambio. Si los analfabetos, amorales Schlowochián, como seres escapados de algún cuento de terror de H. P. Lovecraft pudieron cambiar, después de todo y mirando a nuestro alrededor… preguntarnos: ¿Y por qué no?.

 

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