Quizás esta crónica deba comenzar contando muchos años hacia atrás. Como escribí en mis redes el día anterior de internarnos en la selva:
“Fue en setiembre de 1973 cuando en el escaparate de una librería sobre la avenida Cabildo, en Buenos Aires y a la salida del colegio donde cursaba el secundario vi por primera vez “El oro de los dioses“, de Erich Von Däniken. Ya tenía una idea de su contenido y que estuviera a mi alcance me impactó. Durante dos semanas (tenía entonces 15 años) hice de todo para reunir el dinero y comprarlo, desde aburridas tareas hogareñas hasta reunir botellas y periódicos viejos (eran tiempos en que las tranquilas calles de los barrios oían romper el silencio de la siesta al grito de “¡Boootelleeero! ¡Botellas vacías, diarios viejos, ropa usada…!“
Finalmente un mediodía, al salir del colegio, lo compré. Aún conservo la película mental de ir en el bus (en Argentina le llamamos “colectivo“) devorándolo, caminar al hogar casi tropezándome con la gente por leerlo y durante dos días quitarle horas al descanso (y al estudio) hasta terminarlo, fascinado con una historia que el autor contaba como vivida en primera persona (años después sabría que se la había inventado), los tesoros del padre Crespi y más. Durante años soñaría que debería llegar el momento de conocer la Cueva de los Tayos. Hace un par de años accedí a lo que quedaba de la colección Crespi. Y si alguna vez la porteña expresión “cumplir el sueño del pibe“ adquiere su real dimensión, es ésta. Porque mañana, 48 años después, descenderé a las cavernas con que soñaba aquel pibe arriba del colectivo.“
El punto es que desde que los pasos de la vida comenzaron a llevarme a Ecuador, intuí que en ese contexto podría llevar adelante ese sueño. Así que más allá de mis actividades, cursos y formaciones, fui consolidando en estos años lo que hoy conocemos como el “Grupo Operativo Tayos”, junto a los hermanos de camino José Luis Garcés, Evelyn Astudillo, Juan Pablo Naranjo y Jorge Herrera. El objetivo no era simplemente visitar la Cueva, sino como parte de un proceso de dilucidar algunos interrogantes, entre ellos, partir de esta hipótesis ya explicada en otros artículos: que la Cueva de Los Tayos y su leyenda o historia de biblioteca metálica y otros tesoros, no era una simple “anomalía histórica“ sino parte de un marco u horizonte cultural aún ignoto para la Ciencia que habría dominado la región.
Y en ese sentido, nuestros trabajos en Katazhos, Quillusara y Gonzánama reafirman esa presunción. Pero ello iremos desarrollándolo en notas posteriores.
Así que hagamos la crónica de este viaje, sus anécdotas y las reflexiones (que no llamaré petulantemente “conclusiones”, en que nos ha sumido), no sin antes dejar constancia de mi agradecimiento a todos mis acompañantes. Además de los miembros del GOT, participaron Andrea Rodríguez, Miguel Astudillo, Miguel Ibarra, Isabel Ocampo, Nicolás Ríos y Ana Cárdenas, así como los guías especializados Wesley Guzmán y Oscar Arce y los shuaras Bosco y Alfonso Tiwiran. Me siento honrado por haber pertenecido a un grupo consolidado, proactivo y solidario, que trabajará como una unidad y que hiciera transitable algunos momentos complicados: Ana, por ejemplo, fue mordida en una mano por una “conga” (gigantesca hormiga del lugar, que provoca fiebre intensa y fuertes dolores durante unas 6 a 8 horas), o mi caso personal, que sufrí un esguince en el pie izquierdo en plano trabajo en las cuevas, que sobrellevé con cuatro inyecciones de analgésicos tipo “matacaballos”, antiinflamatorios, venda y la mágica droga ALD (“Apretá Los Dientes”).
La expedición comienza realmente en la bellísima ciudad de Cuenca, punto de reunión de todo el equipo, de coordinación y corrección de detalles finales. De allí, ya en grupo, nos dirigimos al pueblo de Limón – Indanza, en la provincia de Morona, Santiago, donde pasamos un día previo, en parte de descanso, en parte de provisión de algunos elementos de equipamiento personal que nos faltaban. Y ya luego, muy temprano de mañana, en ruta al “puerto” de Yukianza, a dos horas de carretera, donde en canoa remontaríamos el río Namangoza hasta su unión con el Zamora, formando el Santiago, y la confluencia de éste con el Coangos. Lo de “puerto” es casi un elogio excesivo: un caserío de una decena de construcciones extremadamente sencillas frente a una playa pedregosa donde embarrancan los botes es todo lo que puede llamarse “puerto”. Haciendo ese bello recorrido acuático ya entramos en territorio “shuar” (la etnia dominante en la región) en el que -debe recordarse- sólo debe ingresarse con previo acuerdo con los mismos. Y no es broma. Diez años atrás, una expedición integrada por españoles y alemanes lo hizo sin pedir autorización alguna. A la salida de la Cueva, los esperaban los shuaras. Tomaron dos mujeres y dos hombres del grupo, les ataron las manos a la espalda, les desnudaron sus torsos y los azotaron, mujeres shuaras a las mujeres europeas y hombres a hombres. Claro que estos extranjeros presentaron severas denuncias frente a las autoridades locales, consulados y sus respectivos gobiernos a su regreso, lo que ocasionó un pequeño incidente internacional, porque los europeos les cuesta comprender el concepto -que es ley- que los shuaras son autoridad absoluta en su territorio; pero el hecho es que sólo llevó a una severa advertencia de las autoridades ecuatorianas a los indígenas y ninguna represalia, porque esa autonomía es un “derecho natural” avalado no sólo por la jurisprudencia local sino por la propia idiosincrasia ecuatoriana.
Una vez desembarcados, viene la parte de mayor exigencia física. Porque algo debe quedar claro: si bien -como he escuchado a algunos documentalistas europeos visitantes del lugar- no se trata que “la vida esté en peligro a cada paso”, tampoco es para cualquiera: mi propio grupo, excepto los shuaras, estaba conformado por una franja etaria de entre veintitantos y cuarenta años, y ellos definieron la experiencia como “tremendamente exigente”, “al límite de las fuerzas”, así que un servidor, con 64 jóvenes años, creo que ha hecho un muy buen papel. Pero debe definirse, mínimamente, como “brutal”. En lo físico y en lo mental, pero de esto último escribiremos después. Si van a intentarlo, permítanse un mínimo de seis meses de bue entrenamiento físico, además de asegurarse un buen estado clínico, especialmente de piernas y pulmones.
Pues al descender de la canoa tendrán entre tres y cuatro horas de caminata en la selva hasta llegar a la comunidad indígena. Pero a la selva (unos 40 grados centígrados de temperatura y humedad absoluta: es casi imposible usar gafas pues se empañan instantánea e irremediablemente), deben sumarle que se trata de una caminata sin espacios de descanso de permanentes 45 a 60° de inclinación. Es decir, salvo en un espacio horizontal, conocido como “el descanso de la liana”, en todo momento estarán caminando por ese sendero, donde cualquier respiro significa anclarse al punto donde estén parados con un bastón, hacer cambio de aire sin posibilidad de sentarse, y continuar. Y a ello, súmenle que ese sendero es absolutamente lodoso. En la primera mitad del camino las botas (pues en todo momento tienen que moverse con ellas, tanto por el espeso lodo como por la posibilidad de serpientes) se entierran en el barro; deberán hacer el consiguiente “jalón” para despegarlas, y al esfuerzo de hacer eso a cada paso súmenle que el tironeo los desestabiliza y caerán, por pérdida de equilibrio, varias veces al suelo. Inevitablemente, llegarán embarrados a destino. Pero luego de descansar una hora en la comunidad, y aprovechar para comer algo, vendrá otro tramo donde el lodo, por el contrario, es absolutamente jabonoso, y un paso inseguro o mal dado les hará resbalar y medir el suelo nuevamente con su cuerpo. Entonces, tras otros 45 minutos de embarrada caminata, llegarán a destino. Y lleguen con precaución: el terreno desciende rápidamente y la mortal boca de una de las dos chimeneas (la que se conoce como “Del Altar”, más profunda que la “oficial” de acceso, pues mientras esta última tiene unos 65 metros de caída libre, aquella ronda los 100) aparecerá sorpresivamente, enmarcada por la densa vegetación. Pasarán a su lado con cuidado y entonces, sí, estarán frente a la entrada principal.
Llevará un buen rato preparar el cordaje para el descenso en rappel, que nos encontró haciéndolo ya entrando la noche. Uno a uno fuimos bajando, y la experiencia es inenarrable: sólo esos momentos maravillosos justifican todo esfuerzo. Y acabado el mismo, nos desplazamos a través de la concatenación de galerías -descendiendo un nuevo tramo de unos cinco o seis metros de desnivel, nuevamente en rappel- superando el llamado “portal de Moricz” hasta llegar a la gigantesca “Catedral” (unos doscientos metros de largo, cincuenta de ancho y cuarenta de altura) donde se instala el campamento. Pero desde antes de iniciar el descenso, algo nos galvaniza: desde el exterior, la cueva emite un sonido espeluznante. Suena como la monstruosa respiración jadeante de un ser gigantesco oculto en sus profundidades, e imagino el terror de los primitivos humanos que llegaron por primera vez al lugar y loe escucharon. ¿Cómo no pensar que su deidad Arutam dormía en su interior?. Luego, uno descubre que ese ruido es el graznar de miles de pájaros “tayos”, los noctámbulos y ciegos habitantes de ese inframundo, deformados sus alaridos por las anfractuosidades del terreno.
Por cierto, “arutam” es un término muy amplio: es “Arutam” una de sus deidades, pero “arutam” son los espíritus y “arutam” es también la “magia”, o propiedades extrañas y particulares, de un lugar determinado. Deidad, espíritu y embrujo, todo se define como “arutam”.
El tema de los tayos es toda una cuestión aparte. Estos pájaros no “trinan”. Bosco me contaba que ellos distinguen dieciocho sonidos distintos, y entiende que es un lenguaje con el cual se comunican. De todos modos el sonido dominante es -escuchen el audio adjunto- un graznido fortísimo, desagradable… e incesante durante las veinticuatro horas. Ustedes se preguntarán si en algún momento duermen o se callan, y la respuesta es no. El ruido, fortísimo, no cesa en ningún momento. Se atenúa un poco entre las diez de la noche y las 3 de la madrugada en que muchos salen en busca de comida, pero queda los necesarios para mantener el calor del griterío. Y en un punto, luego de un día de recorrer las cuevas, transpirados o empapados por el agua de cascadas y vertientes subterráneas, cuando caen molidos de cansancio, se preguntan ciertamente si acaso podrán descansar con esa algarabía o simplemente enloquecerán. Tranquilos, el cansancio extremo les vencerá y dormirán. Pero apenas despierten, el graznar de los alados acompañantes será la dominante auditiva.
Esas recorridas que mencioné les llevará por distintos lugares, bautizados como “el Anfiteatro”, la “sala de las estalagmitas”, “el desaguadero”, etc. En algunos casos, deberán deslizarse horizontal o verticalmente en pasadizos que apenas permiten el paso del cuerpo y en ocasiones, deberán moverse rotando como tornillos para hacerlo. En otros, los maravillará las dimensiones colosales subterráneas. Aún más, deberán atravesar cascadas. Tendrán que cuidarse de las alimañas: arañas – escorpión (no agresivas, pero sí amenazantes por su aspecto) tarántulas gigantescas -esas sí definitivamente peligrosas- y, en un punto en particular, muros cubiertos de alacranes. Pero todas esas vicisitudes son altamente compensadas por lo visualmente imponente del lugar.
Y, sin embargo, no hemos llegado hasta aquí sólo para hacer turismo extremo. Vinimos a investigar los misterios de la Cueva de los Tayos, intuir (si no descubrir) qué hay de cierto en los relatos de Moricz, Jaramillo, Goyén Aguado sobre la “biblioteca metálica”, la “entrada alternativa”, los “portales dimensionales”, etc.) Vinimos a investigar. Y en nuestro próximo artículo de esta serie, revelaremos lo que hallamos.
(Continuará)
Muy bueno, vamos por mas!!Saludos
Tealmente apasionante.