Estas líneas discurrirán por varios carriles: ilustrarán un derrotero geográfico a la par de introducir en búsquedas espirituales, ofrecerán algunas pocas respuestas y, felizmente, muchas más preguntas. No respetaré siquiera un orden cronológico pues me permitiré (sepan disculparme mis lectores) disfrutar la anárquica lujuria intelectual de dejar caer en estas frases los recuerdos, las vivencias, las reflexiones, tal como brotan.
A la distancia, uno tiene la sensación de que la historia real no es la historia oficial. Y en este punto, ya sabemos que en ocasiones (demasiadas) el academicismo arqueológico “baja un discurso” bueno para los textos escolares, y ni aun así. Uno lo sabe, lo piensa, lo dice. En México, uno lo vive.
Nos aprontábamos a acceder a la zona arqueológica de Chalcatzingo, enclavada en formidables peñones rocosos elevados sobre el llano. Un vigilador del INAH (Instituto Nacional de Arqueología e Historia) nos daba el típico sermón, perdón, explicación introductoria. Allá arriba, entre otros frisos impactantes, veríamos uno donde mujeres copulan con jaguares machos y hombres se refocilan bacanalmente con águilas hembras. Versión oficial: “Ellos” (los Ancestros) creían que teniendo sexo con esos animales concebían guerreros con los atributos, ora del jaguar, ora del águila. Ellos, claro, eran indígenas simples, sin lógica, de pensamiento supersticioso.
Simples, supersticiosos, sin lógica. Como la estructura cerebral de la especie humana es como es desde hace centenares de miles de años, faltaban que los calificaran como descerebrados. El comentario me sonó casi como sinónimo de “protohombres”. Pero eran estos “simples” e “ilógicos” humanos los que, al mismo tiempo y como veremos más adelante, eran capaces de levantar fantásticos monumentos aun en las cumbres accesibles de algunos cerros sólo a instancias de mucho sudor y fatiga (quienes hayan trepado el Tepozteco, en Tepoztlán, para llegar jadeantes a reposar en el templo de Tepoztecátl que casi pende sobre el abismo, a cuatrocientos metros de altura, sabrán de qué hablo). Es decir, y para beneficio del INAH, eran unos disfuncionales intelectuales… de a ratos.
Porque, vamos, aceptemos que en algún momento se hubieran prestado (aunque más no fuera en honor al “ensayo y error”) a este dificultoso bestialismo (habría que sujetar a un jaguar y al mismo tiempo convencerle de penetrar a una mujer), pero es dable suponer que luego de unas cuantas intentonas habrían reparado que en términos fisiológicos no pasaba nada. Pero no. Los arqueólogos oficiales nos quieren hacer creer que los olmecas primero y los chalcas luego pasaron a través de los siglos orgiásticamente enredados con águilas y jaguares mientras, en los ratos libres, grababan en glifos sus correrías sexuales y sin percatarse en ningún momento de la infertilidad de sus entusiastas arremetidas.
Esto conversábamos mientras sudando a mares ascendíamos el morro, deteniéndonos una y otra vez en los grabados olmecas y toltecas (desde el 1.500 AC al 500 DC) y mirando con avidez las por ahora (para nosotros) inaccesibles cuevas que casi en la cumbre, con pictografías en su interior, sólo pueden accederse con equipo de escalada que no habíamos llevado (grrrrr…). Los Antiguos no necesitaban eso. De alguna forma llegaban, se instalaban y aprovechaban el lugar. Ah, por cierto, aquí otra vez rememoramos la voz del sacerdote. Perdón, del empleado del INAH: “Usaban esas cuevas como depósitos de agua para cuando, en épocas de lluvia la maleza crecía y los “animales de uña” como el jaguar predaban a sus anchas, pudieran refugiarse fuera de su alcance y sobrevivir hasta que el regreso de la estación seca alejaba a los depredadores y disminuía el peligro, para regresar al valle”.
Qué tremenda sarta de idioteces. Una cultura que durante milenios caminó con jaguares, los deificó, los capturó y domesticó como mascotas (y, si hemos de creer al INAH, hasta copuló con ellos, recuerden) sorpresivamente entran en ataque de pánico (seguramente por la humidificación del ambiente a causa de las lluvias) y corren en tropel a amontonarse en las cuevas, sobreviviendo así tres o cuatro meses como ermitaños tibetanos hasta que los jaguares abandonan el lugar. Estos aparentes bipolares protohomínidos, trogloditas cavernícolas que duermen más mal que bien apiñados en cuevas atentos al rugir de las fieras (reminiscencias de los primeros minutos de “2001: Odisea del Espacio”) se sacuden tranquilamente el húmedo polvo de las oquedades, comen unas tortillas y estirando con un bostezo sus articulaciones y silbando por lo bajo una tonadilla, se ponen a levantar megalíticas construcciones…
El problema no es que algún docto lo haya escrito seriamente. El problema es que otros que se creen también doctos lo repitan. Y que miles lo crean, sin hesitar.
Es interesante. ¿Acaso será que en el acto sexual transmitían, de alguna manera, la energía de éstos hacia ellos mismos o a su descendencia?
Es tabú el bestialismo. Dudo que está gente solo lo hubiera hecho por placer… Tal vez algo sí se transmitía en esas relaciones.