Investigación del autor y Daniel Padilla
La literatura ovnilógica guarda meticuloso recuerdo de algunos casos donde, típicamente, se repite el testigo. Lamentablemente y en forma sugestiva, en muchos de esos casos -ya sea por una hipotética naturaleza fraudulenta, conciente o inconsciente, del relato, ya sea por el impacto emocional y psicológico que una experiencia real tiende a tener en personalidades vulnerables- un inicial episodio creíble se ve desvirtuado en su rango de credibilidad porque el o los que le suceden hipotéticamente se revelan como falsos o, cuando menos, dudosos. Aún más; la repetición de estas circunstancias hace que, en un acto reflejo aunque igualmente reprochable, muchos investigadores tiendan a ver a quien tuvo su “segunda vez” más como alguien en franco camino de seudo contactado que como inopinado e involuntario, así como casual, testigo de un encuentro cercano.
Porque, de hecho, en principio la lógica así parece indicarlo. ¿Qué probabilidades estadísticas hay de tener no una, sino dos veces un encuentro con un OVNI. Creo que no sería difícil calcularlo, pero desde el sencillo sentido común todo parece apuntar a que el resultado sería por demás bajo. Y eso, aún cuando no compliquemos la situación incorporándole una variable importantísima: el índice de extrañeza de lo vivido. No es lo mismo observar un punto luminoso moviéndose erráticamente contra el firmamento estrellado, que darse cara a cara con un extraño objeto posado en tierra, con humanoides y last but not least -como diría el inolvidable Antonio Ribera- el “bonus track” de un lapso de tiempo perdido.
Eso es lo que tenemos en este caso, caso a cuyo conocimiento llegamos por insistentes referencias de algunas personas de la ciudad de Paraná, que nos señalaban no tanto lo extraño de los relatos que seguirán, sino de la honestidad y franqueza de su testigo. De forma que allí iniciamos, Daniel y yo, las gestiones para investigar este caso.
Entrando en materia
El protagonista se llama Daniel Medina, 56 años, se desempeña como empleado jerárquico administrativo (segundo en la escala de autoridad) del Casino Provincial que, en Paraná, depende del IAFAS (Instituto Autárquico de Fondos para Asistencia Social) y funciona en el “penthouse” del Hotel Mayorazgo. Con una larga trayectoria dedicada siempre a estos menesteres, ha cumplido funciones en distintos casinos de la provincia, con una foja de servicios intachable. Un buen ejemplo de esto último es que ha sobrevivido a todos los cambios de administración política, aún de distinto signo ideológico, cuando es una lamentable práctica común a la política local que ciertos puestos –el que ocupa Medina, entre ellos- sean más bien cargos políticos (o deberíamos decir “partidarios”) ante que técnicos. De estado civil divorciado, vive solo, con ocasionales visitas de su hijo, en una modesta casa en proximidades del barrio Paraná XIV, de esta ciudad. Fuera de su trabajo, es un apasionado de la vida al aire libre, la pesca y, fundamentalmente, la caza menor. Es así que con muchísima frecuencia –actualmente un tanto limitado por algunos problemas bronquiales en época invernal, pero que en el pasado suponía una actividad constante- suele dirigirse, en compañía de amigos tanto de su trabajo como de aficiones, a intrincados puntos de nuestra geografía durante días para dedicarse a disfrutar de tales actividades. De hecho, fue en el contexto de dos salidas de este tipo que vivió las experiencias que pasaremos a relatar.
No es una nube, no hay duda
Daniel sólo es impreciso en las fechas. Esto, en muchos otros casos he leído que, a tenor de ciertos investigadores, no habla bien de los testigos. ¿Cómo olvidar una experiencia tan tremenda?, suelen preguntarse. A lo que responderé que, seguramente, quien formule esa pregunta no ha vivido alguna que otra experiencia tremenda en su vida. Yo he visto objetos no identificados en cinco ocasiones y de tres de ellas sólo puedo dar las fechas con cierta aproximación. De las otras dos porque, advertido de esa pérdida de ubicación en el tiempo, tomé buena nota de cuándo ocurrieron antes que se desdibujen en mi memoria, que no es mala pero sobrecarga por estímulos a lo largo de los años. Sospecho que en el caso de una persona ajena a estos temas, más difícil será aún hacerle reparar en la importancia que tome cuenta del día, hora, mes, etc.
Lo que Daniel no obvia -y nosotros tampoco- es el fuerte impacto negativo que la admisión pública de su experiencia tuvo en su vida. En efecto, confiado del buen trato y relación que suele tener con sus congéneres, compañeros de trabajo, familia, amistades, en el principio era verborrágico, en la intimidad de las reuniones informales, en cuanto a contar su experiencia. Hasta que, curado de espanto, dejó de hacerlo: demasiadas risas burlonas, miradas suspicaces, tonos de duda en sus seres queridos…
Cito una anécdota. Cuando tomamos conocimiento del caso de Daniel, luego de recabar información por vez primera “pasamos el dato” al colega Francisco Fazio, entonces encargado de producción de campo para un programa televisivo de Buenos Aires. Francisco y la gente de producción viajó a Paraná y le entrevistó, una charla en la que estuve presente y doy fe que discurrió con seriedad y transparencia, tanto por parte del entrevistador como del entrevistado. Luego, por más de un año, no volví a verlo a Daniel, hasta que en julio de este año, dispuesto a retomar esta investigación, nos dirigimos un día con el otro Daniel -Padilla- hasta su domicilio. Vernos -y escuchar nuestro interés en volver a hablar del asunto- fue como ver al diablo… Gesticulando y en un tono de voz exaltado –Medina es sumamente extravertido- gritó que no, que desde la “última vez” (la de Francisco) sólo había recogido burlas, “gastadas” -como decimos por aquí- de todo tipo, risas a sus espaldas, en el barrio, el trabajo, los círculos de la intensa vida social que lleva. En un a sociedad autoritaria y retrógrada como la local, donde el “qué dirán” sella el destino, generalmente laboral, de tantos congéneres, esto sólo podía haber significado una sucesión de dolores de cabeza. Si algo tenía Daniel era mucho que perder y nada que ganar con la difusión de su historia.
Pero Daniel Medina es un hombre de palabra, y yo, un perverso. Porque un año antes él me había prometido que, cuando yo quisiera, se sometería a mi indagación exhaustiva, y simplemente le recordé su compromiso. Al principio a regañadientes, luego más cómodo, accedió.
Y allí en su casa, frente a un mapa de la provincia de Entre Ríos, nos ubicamos en el tiempo –invierno de 1996, al que logró remontarse con mucho esfuerzo y con una larga cadena de eventos personales que le permitieron por asociación ubicarse en las fechas- y el lugar; las afueras de la localidad de San José de Feliciano, en campos de una congregación mormona de esta provincia. No lejos, el paraje conocido como “La Verbena” y el campo en cuestión el “Establecimiento El Quebracho”.
Era un viernes a la noche, la ocasión para una excursión de caza con cuatro amigos: uno de apellido Fernández, el “Polo” Ramírez y el hijo de éste, entonces de unos 19 años de edad, más un policía de apellido Basavilbaso. Alrededor de las once, cuando atravesaban un campito entre dos “islas” de monte achaparrado, comienza a lloviznar, por lo que buscan refugio bajo un gran y espeso árbol, antes de continuar en dirección al punto en que acampaban. En ese momento, contra la noche cerrada y en total silencio, observan que lentamente aparece por sobre la copa de los árboles que estaban frente a ellos el borde exterior de lo que en principio creen una gran y baja nube, pero que luego se materializa en lo que el mismo Daniel dibujó:
Adoptaba el aspecto de un gran “anillo”, mucho más claro que el cielo contra el cual se recortaba. Desde su óptica, observan como avanza hasta casi colocarse en la vertical. Siempre silencioso, de un gris plomizo con un centro del color de la noche misma, permanece allí un par de minutos y rápidamente, y en contra de cualquier explicación convencional –la idea de una “nube” se desvanece cuando sabemos que no había ni la mínima brisa- el objeto se aleja hacia su derecha, velozmente. Esto, signado por una verdadera crisis de nervios de Ramírez, asustado ante la idea de su hijo de hacerle luces con una linterna.
Daniel no lo destacó sino hasta que me detuve en el punto, pero expresa, con sus propias palabras, que el objeto, si de eso se trataba, no tenía profundidad, ni deformación elipsoidal por efecto de la perspectiva. Extrañamente, parecía tener sólo dos dimensiones, y a micrófono cerrado y recordando nuevamente la experiencia me dijo que parecía “más bien un agujero en el cielo antes que una “cosa””. Una descripción perfecta, para alguien lego en estos temas y hasta entonces absolutamente ajeno a toda elucubración metafísica, de lo que hemos venido postulando, en nuestras investigaciones, como “portales dimensionales”.
La segunda vez…
Daniel no vivió demasiado traumáticamente esta primera experiencia. Ciertamente, no es más que la observación de un OVNI, claro que bastante cercano, pero nada fuera de lo común estadísticamente. Pero el problema surge cuando, un año y medio después, en la primavera de 1997, vive, también con Fernández y Basavilbaso, una segunda experiencia. Entre sus conocidos, esta “repetitividad” es lo que despertó sospechas; esto, y el alto índice de extrañeza de la misma.
Se encontraban en una estancia próxima al paraje Crucesita Séptima, departamento Nogoyá, también en la provincia de Entre Ríos. La chacra conocida como “Los Ñanduces” (sic, NO “Los Ñandúes”, como sería la ortografía), de una familia apellidada Monsalvo, con la cual Basavilbaso estaba emparentado. Este paraje es asaz extraño, y pronto volveremos a escribir sobre el particular. Citemos dos episodios: en febrero del 2003 desapareció en un establecimiento rural (“La Candelaria”) un grupo familiar completo, matrimonio y cuatro hijos. De un día para otro, los Gill, tal su apellido, se esfumaron. Los rumores locales hacen responsable al propietario del establecimiento del cual Rubén Gill era capataz de estar implicado en el supuesto homicidio y desaparición de los cuerpos, pero lo cierto es que nada de ello ha sido probado, pese a la exhaustiva investigación judicial y policial que no obvió exhortos a provincias vecinas, rastrillajes de campos y montes, sondeos en pozos artesianos y cloacales, ofrecimientos de recompensas a informantes. Los Gill, simplemente, se desvanecieron. Ni se llevaron sus enseres personales, electrodomésticos, documentos, ni la señora Gill retiró su sueldo que la esperaba en el cajero automático. No podemos afirmar públicamente estar frente a una abducción, pero tampoco podemos dejar de recordar tantas desapariciones misteriosas sucedidas en todo tiempo y lugar.
También, hace muchos años me tocó investigar una supuesta aparición mariana que, pese a no ser tal, permitió traer a la luz una sórdida historia, ya con décadas encima, de una familia, analfabeta y caída en el lumpen moral, aislada de todo vecino durante años, que tenía sistemáticamente la tétrica costumbre de desembarazarse de los bebés no deseados que repetidamente nacían, en ocasiones de manera incestuosa, dentro del grupo familiar, arrojándolos vivos como alimento a los puercos que criaban, como deleznables Martesse locales1…
Bien, el punto es que ése era el lugar elegido por este grupo de amigos para pasar varios días dedicados, cómo no, a la caza. Y fue precisamente una noche –Daniel no recuerda cuál, y sus amigos entrevistados tampoco- en que, regresando al campamento, divisan, a lo que suponen unos cuatrocientos metros de distancia, lo que Daniel Medina supo dibujar después:
Lo describe como una “carpa”, pero se corrige y dice “una cúpula”, con tres grandes “ojos de buey” que puede contar y, al caminar unos metros a la derecha, un cuarto apenas intuido. Desde el interior fluía una luz amarillenta, y frente a los ventanales se recortaban figuras humanoides, cuyo número no puede precisar, pero estima no superior a cuatro, que se desplazaban de uno a otro lado, pasando repetidamente, solos o en dúo, frente a los ojos de buey. A los seres los ilustra por separado, como muy delgados, -señala el hecho que parecían no tener hombros y ser sus cuerpos “como un palo”- brazos exageradamente largos y piernas que no puede precisar porque, un poco por debajo de las rodillas quedaban fuera de la vista ocultas por el reborde inferior de la cúpula.
Había un absoluto silencio, y les llama la atención que ningún animal hiciera el menor sonido. Durante algunos minutos. Unos cinco, especulan –“cuatreros” o ladrones de ganado, hipótesis que descartan porque se oiría el ruido característico de los animales además de los numerosos perros guardianes- toman conciencia que el “domo” estaba muy lejos y por delante del casco de la estancia donde dormía a esas horas la familia dueña del lugar y, asustados y no entendiendo bien por qué, deciden no acercarse y sí guarecerse en el interior de la carpa con –esto demuestra cuál era el grado de su miedo- las armas cargadas consigo, algo que ningún cazador medianamente experimentado haría jamás. Y aquí ocurre otro hecho interesantísimo. Sin animarse siquiera a correr la cremallera para atisbar al exterior, siguen haciendo especulaciones respecto a qué sería eso y sorpresivamente, no saben cómo ni cuándo exactamente, todos se quedan dormidos. Despertarán a la mañana siguiente, descansados, sí, pero con cuatro o cinco horas sobre las que aún hoy guardan temores.
Al día siguiente, hablando con el hijo del propietario de la chacra, descubren que casi anodinamente éste les refiere que días atrás, regresando en la noche de la casa de su novia, había visto exactamente lo mismo, con la particularidad que, esa vez, el objeto se elevó, pasó por encima de la finca y fue a depositarse en un “tajamar” o pequeña laguna entre las malezas, situada unos centenares de metros más allá. Normalmente, cualquiera de nosotros no resistiría la tentación de acercarse o, cuando menos, tratar de observar desde respetuosa distancia. Pero este joven, de nivel intelectual bajo y con pocos intereses excepto las faenas del campo, simplemente se encogió de hombros y se fue a dormir.
Aún hoy, pasados tantos años, hay dos cosas que perturban a Daniel Medina (Fernández, conversando de manera informal conmigo, admitió la totalidad de los hechos pero agregó que tenía temor de profundizar, los otros testigos, lisa y llanamente se negaron a ser encuestados): la primera, qué pasó exactamente después que se durmieron2. La segunda: porqué, en todos estos años, cada vez que regresaron a cazar al mismo lugar, siempre se prometen acercarse al punto exacto –por simple curiosidad- donde estaba posado el objeto3. Se lo prometen los días previos, cuando organizan la excursión. Uno que otro –haya estado en el grupo original o no- lo repite apenas arribados mientras tienden sus carpas y acomodan sus pertrechos… pero los días pasan, nadie, en ningún momento vuelve a mencionarlo y ya cuando es tarde, cuando los vehículos se alejan del lugar, alguien protesta porque el grupo “olvidó” hacer, una y otra vez, lo que se habían prometido.
¿Es esto casual?. ¿O aún hoy, años después del suceso, alguna inteligencia exterior –o algún condicionamiento “incrustado” en la psiquis de los testigos desde entonces- les impide por alguna razón acercarse al lugar?. No puedo dejar de señalar un hecho personal. Inmediatamente entrevistado este testigo, decidimos con Daniel Padilla sumarnos a cualquier próxima excursión al lugar y pernoctar allí, “obligando”, de alguna manera, a esta gente a concurrir al lugar tantas veces obviado. Pusimos una fecha, un mes más tarde. Desde entonces, en la región viene lloviendo como nunca y hasta la fecha no hemos podido coordinar un viaje al lugar.
Pero estén seguros que en algún momento, de alguna manera, lo haremos. Y regresaremos con el relato, si ocurre algo que relatar.
- Op.Cit. “La casa Martesse”, H.P. Lovecraft.
- Por supuesto, ustedes se preguntarán si no pensamos en una hipnosis regresiva y la respuesta es que sí. Pero, sencillamente, carecemos de hipnoterapeutas accesibles y sobre todo confiables en nuestra área de influencia. Lo importante sin embargo –y esto de alguna manera es un llamamiento- es que Daniel Medina se siente dispuesto a develar esta incógnita y, si le son aseguradas la seriedad y discreción del experimento, someterse a él.
- El mismo testigo fue el primero en destacar la extrañeza que le causaba que, al día siguiente de la noche de la observación, es como si todo el grupo hubiera “olvidado” lo sucedido. Ni lo comentaron, ninguno de ellos recordó haber pensado en eso y sólo dijeron al respecto un par de palabras cuando ya se encontraban, al irse, a kilómetros del lugar. ¿Interferencia y manipulación extraterrestre?.