A cuatro kilómetros apenas del centro de Capilla del Monte existe una pequeñísima localidad, más bien un aleatorio agrupamiento de unas pocas viviendas, conocido como Águila Blanca. Sobre el origen de su nombre sólo puedo especular en la inveterada presencia visible de algún plumífero de esas características. Pero sobre lo que deseo llamar la atención del lector es sobre una extraña propiedad.
Cuando visité el predio, en proceso de recuperación, tomé unas cuantas fotografías con curiosidad de trashumante, sin percibir aún los interrogantes que me generarían luego. Es que esta edificación, sobre cuyos constructores y época (aunque se presuma fines del siglo XIX) se ha perdido registro, penden ciertos enigmas interesantes. Como que un buen número de los OVNIs observados en la región -y casuística y periodísticamente localizados en «Capilla del Monte»- en puridad ocurrieron en la vertical de Águila Blanca.
El casco de la edificación
La fuente octogonal de la entrada
Lo interesante es la visible correspondencia entre esta construcción y el castillo de «Pueblo Encanto» . Para ser sinceros, este último no sólo conserva más su arquitectura original sino también su «funcionalidad»: en efecto, es sencillo percibir las anomalías energéticas, por ejemplo, en su interior, a la par que la riqueza hermética de su simbolismo es casi un libro de piedra que permite especular profusamente sobre su empleo en prácticas esotéricas. El «castillo» -por llamarle así- de Águila Blanca, en cambio, ha sido expoliado y reformado malamente. Sin embargo, subsisten detalles sugestivos, como esa fuente octogonal -que tanto me hizo recordar a la que se encuentra frente a la parte trasera del castillo mudéjar- (el número 8 es parte de la simbología hermética de Capilla del Monte), los círculos radiados de piedra y los frisos que se adivinan en sus decadentes paredes interiores, el número de gradas de la escalinata principal…
Postal de los años ’20 del lugar
Dique «El Cajón» y al fondo, el Uritorco, desde Águila Blanca
Círculos de piedra, soles de piedra… ¿círculos chamánicos?
Cuando los críticos de los fenómenos en la región tratan de explicar los mismos como una mera explosión mediática a partir de los sucesos de 1986 (hablamos de la debatida huella de «El Pajarillo») parecen desconocer que los fenómenos, los mistrios, y, lo que es tal vez más importantes, el conocimiento de procesos no convencionales que se disparan bajo determinadas circunstancias, es mucho, mucho más antiguo. Y que existe una continuidad desde las épocas en que -dicen las crónicas de la Conquista- los «dioses de los comechingones» elegían esas tierras para manifestarse entre los hombres y los presuntos «visitantes extraterrestres» de los ’80 y ’90, hoy devenidos, al parecer en duendes y elfos, «orbs» y «caneplas».
En efecto, uno de los matices más interesantes de esta «zona de ventana» (como gusto en llamarle) y sobre el cual muchos de sus cultores y visitantes no parecen reparar (quizás porque la cotidianeidad con los exótico produce un grado ponderable de adormecimiento de la capacidad de extrañarse) es que esa línea temporal recorrida por fenomenologías de la más variopinta extracción muta constante y uniformemente. En eso, pese a todos los intentos descalificadores de los seudo escépticos, el fenómeno «Capilla del Monte» (y alrededores) en consistente con lo que, por ejemplo y especificamente dentro del contexto global de manifestaciones ufológicas, venimos observando: el fenómeno nunca es el mismo a través del tiempo, muta constantemente, es proteiforme. Lo que surge a la vista de cualquiera que dedique el tiempo suficiente a repasar casuística y observar los mapas, es que cuando más se acentúa la «proteiformidad» (si el neologismo no existe, hay que inventarlo) del fenómeno, más correspondiente es con específicas zonas geográficas. Como si algunas características del lugar que poco tienen que ver con la mitología y la idiosincrasia de sus pobladores (en el caso que nos ocupa: desde aborígenes a cosmopolitas de vacaciones, pasando por conquistadores, colonizadores inmigrantes, gauchos, tropas de ejército de nuestras luchas civiles del siglo XIX) y sí, quizás, con alguna naturaleza energética -de ésta u otras realidades- «disparara» la manifestación de los mismos.
A caballito de ello, otra de mis certezas: a través de la Historia, ha habido hombres y mujeres (o hermandades de hombres y mujeres) que sabían esto mucho mejor que quien escribe y supieron aprovecharlo, «amplificando» para fines propios y quizás incognoscibles la «naturaleza trascendente» del lugar. Se me ocurren, obvio, varias aplicaciones: desde incrementar la propia percepción extrasensorial hasta entrar en contacto con entidades supra sensibles, pasando tal vez por el conocimiento empírico de las mecánicas universales sutiles. Esto sin duda lo sabìa Francisco Piria cuando, en una alquimia genial de buen negocio y explotación de recursos esotéricos, decidiò fundar Piriápolis y reservarse un espacio, el llamado «castillo de Piria», para sus experimentos metafísicos. Esto lo sabía el Conde Estévez cuando elige vivir, sí, un semestre al año pero también reunir ciertos intelectos, en su castillo de «Pueblo Encanto», a pasos nomás de ese Pucará o Centro Ceremonial que alguna etnia muy anterior a los mal llamados comechingones supieron levantar frente al Uritorco para emplear esas mismas energías telúricas. Y eso también lo sabían, posiblemente, los ignotos constructores de esta mansión en Águila Blanca.
Once escalones tiene la entrada. Once, número Maestro. Once, como en el castillo de Pueblo Encanto
En los interiores, es común fotografiar orbs