Policías en Acción

Noche cerrada de invierno de 1986. Con otros tres compañeros de aventuras paranormales solíamos salir a las rutas argentinas, a bordo de un tanto desvencijado Fiat 128 a recoger testimonios de apariciones OVNI, fantasmas, fenómenos criptozoológicos o lo que se nos cruzara. Y en esa oportunidad, cierto rumor periodístico nos llevó a las afueras de la bonaerense ciudad de 25 de Mayo. Nada digno de contar, lo de siempre; alguien que conocía a alguien que era primo del vecino que habia visto algo. Y al caer el sol, un tanto decepcionados, decidimos que la ocasión pintaba para dedicar un par de horas a efectuar algunas psicofonías en el cementerio campestre que acabábamos de superar.

Amplio terreno sembrado de cruces, sin más que un par de panteones, un muro que sólo vestía el frente y los otros tres laterales delimitados con un burdo alambrado, la soledad del lugar nos permitiría -creímos- trabajar con alguna tranquilidad. Así que nos apersonamos al guardián del lugar, un sereno entrado en años y de mirada recelosa, explicándole que nos ubicaríamos ahicito nomás, atrás del cementerio, del lado de afuera, para hacer algunos experimentos de contacto con el Más Allá.

Hoy tengo la seguridad que el tipo no entendiò ni una palabra de nuestra terminología, y las que entendiò no las creyó en lo más mínimo. Pero nos dijo que sí, que fuéramos, que mientras no entráramos al cementerio no había problema. Así que lentamente llevamos al ínclito 128 por un barroso camino secundario casi hasta el fondo del campo. Estacionado quedó, y nos repartimos por la alambrada lindera, dejando aquí y allá algunos de nuestros magnetófonos (grabadoras, bah) a cassette.

Jorge y Osvaldo retornaron rápidamente hasta el vehículo, seguramente buscando la protección del mismo ante el frío que arreciaba. Raúl y yo, que habíamos decidido colocar nuestros aparatos en el punto más alejado, regresábamos a paso cansino, conversando quedamente. No lo vi a Jorge, pero al mirar hacia adelante veo a Osvaldo, apoyado en la parte trasera del auto, mirando fijamente una fuerte luz que lo iluminaba y se acercaba hacia él.

Y no, no era un OVNI. A medida que nos aproximamos -ahora Jorge apareció de un lado, saliendo entre las sombras y cayendo en el cono de luz- escucho la voz queda del amigo diciendo: «¡Guarda!. La cana…» . La policia, en el más lícito lunfardo porteño, se entiende. La policía que el ladino del sereno había optado por llamar. Desde la izquierda, desde la ruta, los fuertes focos de un vehículo y una centelleante luz roja anunciaban el arribo de un móvil policial. Se detuvo (ya estábamos apiñados los cuatro en la luz, como liebres encandiladas), tres golpes de puertas exageradamente contundentes (irremediablemente recordé la serie Hawai 5-0), el amartillar de una escopeta, clarísimo, y la voz.

Estentórea:

«- ¡Quietos». ¡LA POLÍZIA!»

El uniformado era hombre de campo, claro. Y mientras otro -parecía más citadino- nos gritaba tirarnos al suelo (orden que mis compañeros cumplieron con diligencia), yo no tuve mejor ocurrencia que echarme a reír a carcajadas. No sé, dirán ustedes que los nervios del momento, pero ese «¡La polízia!» resultaba descojonante. Osvaldo me puteaba amablemente desde el suelo, Raúl murmuraba que por mi culpa nos iban a cagar a tiros y Jorge no decía nada, si es que aún no se había desmayado del susto. Y yo seguía riéndome, seguramente dando un tan patético espectáculo que debo haber desconcertado a los mismos agentes del orden que, confundidos, ni recordaron ordenarme que me arrojara al suelo.

Cuando dejaba de reírme enjugándome las lágrimas (y repitiéndole a mi gente algo como «¿Oyeron?. Dijo «la polízia, jajaaaa!») se habían aproximado lo suficiente para, sin dejar de apuntarnos con sus armas, preguntarnos qué mierda hacíamos allí. Y ahora sí -aunque con gran esfuerzo, debo admitir- pude reprimir una nueva carcajada a medida que les explicaba a los muchachos de azul todo eso de psicofonías, Transcomunicación Instrumental y el previsible etcétera. Si en algún momento, mientras revisaban nuestros documentos de identidad, pensaron que éramos cuatreros, ladrones de automóviles o algo así, deben haber barajado la posibilidad que éramos los delincuentes más originales que encontraron a la hora de dar excusas. Y todo se resolviò favorablemente -con el esperable regaño y orden que nos fuéramos prontamente- cuando repartí entre ellos algunos ejemplares de un par de libros míos que, afortunadamente, llevaba entre mis pertenencias. Y allí nos fuimos, quebrando la oscuridad de esas rutas, mis tres compañeros embarrados y yo, aún a carcajadas hasta las puertas mismas de Buenos Aires.

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