“Las ruinas del santuario del dios del fuego fueron destruidas por el fuego. En un alba sin pájaros el mago vio cernirse contra los muros el incendio concéntrico. Por un instante, pensó refugiarse en las aguas, pero luego comprendió que la muerte venía a coronar su vejez y a absolverlo de sus trabajos. Caminó contra los jirones de fuego. Éstos no mordieron su carne, éstos lo acariciaron y lo inundaron sin calor y sin combustión. Con alivio, con humillación, con terror, comprendió que él también era una apariencia, que otro estaba soñándolo.”
“Las ruinas circulares” – Jorge Luis Borges
Estaba de pie al borde del cráter del Xitle, el engañoso pequeño volcán allí, en la sierra de Ajusco, cerniéndose casi sobre el Distrito Federal de México. Acaba de ascender, bañado en sudor, los casi cincuenta metros que me habían permitido –escondiéndome de los guardias forestales que ocasionalmente podrían acertar a allegarse- hollar el fondo del mismo y hacerme con algunos trozos dispersos de obsidiana. Ahora, mientras recuperaba el resuello –tal vez más por la adrenalina de haber hecho algo indebido que por el esfuerzo- pensaba en ese asentamiento humano prehispánico que una dubitativa erupción de este volcán que acaba de mancillar había sepultado en lava: Cuicuilco.
Si uno “googlea” el término, encuentra dos constantes. Una, la que sitúa cronológicamente esa erupción en algún momento entre el año 200 A.C. y 400 D.C. La otra, la que ubica a la pirámide circular de Cuicuilco como única en su tipo en Mesoamérica. Ambas referencias, aún por “instaladas” son seguramente erróneas. De hecho, en el mismo Museo de Sitio de Cuicuilco se señala que si bien la última erupción del volcán es de esas fechas –sumamente ambiguas, debemos admitir- no se está seguro que sea la que sepultó al centro ceremonial. Aún más, es posible admitir que hubo dos erupciones. Una primigenia, que lo sepultara parcialmente y despoblara, y una segunda que terminara por cubrirlo. Pero el asombro salta a la vista cuando nos preguntamos cuándo habría sido la primera: tal vez, alrededor del 10.000 A.C.
Si ésta es la que sepulta Cuicuilco, estamos ante uno de los más antiguos asentamientos cosmopolitas de la Tierra, y la Historia oficial se va al traste. Pero redoblamos nuestra apuesta y terminamos por arrumbar en el desván de los datos erróneos toda la información “clásica” cuando descubrimos que pirámides circulares –si bien más pequeñas- son aún perfectamente relevables en otro punto del estado de México: Papalotla. Sí, allí donde en un estudio anterior (ver aquí) señalamos como uno de los sitios habitacionales con presencia societaria constante más antiguos del planeta.
El enigma se profundiza cuando advertimos que no se sabe a ciencia cierta quiénes fueron los “cuicuilcanos”. Que su decadencia –oficial- haya coincidido con el surgimiento de Teotihuacán lleva a preguntarse si no se habría tratado de un centro ceremonial tolteca (o si esta población fue acogida y absorbida por esa presunta “primera capital del imperio tolteca”. En nuestros numerosos viajes a México hemos reafirmado nuestra convicción que los Toltecas no eran ni una etnia independiente ni una “cultura” por sí misma, sino una gran Hermandad (de tipo iniciático) omnipresente entre distintos horizontes civilizatorios del Anahuac. Su organización vital en “Guerreros Águila”, “Guerreros Jaguar” y “Guerreros Serpiente” (a los que habría que añadir la esotérica y aún casi desconocida orden de los “Guerreros Colibrí”) refuerza esta idea.
El punto es que es significativo que durante el apogeo de la “cultura tolteca” es que se populariza el templo (o pirámide) circular en honor a Ehecátl, mal llamado “dios del viento”. Y decimos “mal llamado” porque –como hemos explicado en detalle- los Toltecas en particular (y los mexicas en general) eran absolutamente monoteístas. Su pretendido politeísmo es otra de las mentiras deformantes de la historia académica que preserva el “status quo” de la sociedad conquistadora. Y dedicaremos amplios espacios a ello aquí, y a los interesados remitimos a la lectura de nuestros trabajos sobre el particular. Baste ahora señalar que es posible que el así llamado “politeísmo” pueda haber sido el resultado de la vulgarización, en capas inferiores de la población, de conocimientos superiores de orden hermético. De modo afín como la gente devota pero con poca formación teológica, al ingresar a una iglesia católica, toca aún el interior de las pilas bautismales antes de santiguarse aún cuando la misma esté vacía; o apoya su mano sobre la imagen religiosa –o sobre el cristal que protege la misma- como si de esa forma se “cargara” de algún efluvio espiritual. El templo circular fue tan habitual que, incluso, en la apertura del Metro en el México DF se toparon con uno (y lo preservaron).
¿Quién era Ehecatl, entonces?. Así como “Quetzalcoatl” era la “emanación” divina que se cristaliza en Inteligencia, Tezcatlipoca refleja la Intuición y la Memoria, Huizilopochtli la Voluntad y Xipec Totec la Acción Creativa, Ehecatl representa la Palabra Creadora. Encontramos un sucedáneo de esta idea en el Ruah Elohim de la Kabbalah judía, en aquél “Y Dios dijo: “Hágase la Luz” (Dios “dijo”: no batió palmas o hizo chasquear los dedos). De donde los “templos a Ehecatl” no serían, en puridad, templos al “dios del viento”, sino centros ceremoniales para honrar el Poder de la Palabra. Que en este contexto, es comprender –como los Sephirot del Árbol de la Vida de la Kabbalah- que nuestras virtudes y cualidades son “emanaciones” de Ipalnemouane (“Aquél Por lo que Existimos”, en el decir tolteca) o del “Ain Soph Aur” (“La Corona Áurea”, en el decir cabalístico). Sitios de meditación. De trabajo espiritual. De Alquimia.
Pero esto sería así dentro de la cosmopercepción Tolteca. Ignoramos, aún extrapolando, si éste era el sentido de los “cuicuilcanos”. Porque su pirámide circular encierra otros misterios que no tienen los templos circulares toltecas. En efecto, hay un mundo subterráneo bajo la pirámide de Cuicuilco.
Debemos tener presente que quizás nunca sabremos lo que verdaderamente ocultan las ruinas. Llámase El Pedregal a una extensa área colindante con la pirámide y que está formada por la lava solidificada del Xitle, que en algunos puntos alcanza los cuatro metros de altura. Esa avalancha de lava sepultó las edificaciones superficiales –que sólo en parte, dadas las dificultades técnicas y el presupuesto siempre escaso han comenzado a excavarse- y, sin duda, se derramó bajo la superficie en los hipogeos. Pero lo poco recuperado, cámaras, pasadizos, amplios túneles nos demuestran la extensión y complejidad de ese mundo subterráneo. Llama la atención que en ellos literalmente no se ha encontrado talla, efigie ni grafía alguna, lo que hace pensar más en una razón de ser funcional que simbólica o devocional. Y también debe tenerse en cuenta que en la periferia del sitio arqueológico se encuentran muchas edificaciones urbanas –el edificio de Telmex, la ex Villa Olímpica, hoy conjuntos habitacionales- que dificultan aún más el progreso de las investigaciones ya que, obviamente, no se permitirá erradicarlas al sólo efecto de excavar el suelo.
Me resultó enormemente sugestivo, al ubicarme en la cima de la pirámide, observar que comienza a descender hacia un profundo foso circular –cuya profundidad aún no se ha determinado- Esto hace que el conjunto tenga todo el aspecto aparente de un volcán artificial. Y recordé los comentarios de Hernán Cortés, quien refería que, a poco de llegar por primera vez a la región, y al ascender a lo alto de una de las pirámides –presumiblemente la del Templo Mayor en Tenochtitlán- observó a su alrededor lo que en principio le pareciò un “mar de volcanes”: por todo a lo amplio del valle se distinguían “pequeñas montañas humeantes”. Pronto supo que se trataba de pirámides, en cuyas cimas se encendían permanentemente fuegos “para el perpetuo recordatorio de su tierra de origen”.
Esto es aleccionador. La “tierra de origen” era entonces un país fuertemente volcánico (el centro de México también lo es, pero allí no habría nada que “recordar” si ese fuera su lugar ancestral, precisamente porque estaban allí). Y “rodeado de agua”: los muros de Teotihuacan, de Xichocalco y otros sitios están cubiertos de alegorías marinas. Al pie de las imágenes de Quetzalcoatl se hacían masivas ofrendas de caracolas traídas desde las costas atlántica o pacífica. Y se buscaba crear cursos de agua que rodearan a las pirámides (esto se ve claramente en Cuicuilco) y no como sistema de irrigación (o, en todo caso, “además de…”) sino para indicar, claramente, que su país de origen, montañoso, estaba rodeado por agua.
País volcánico. Rodeado de agua.
La Atlántida.
Me, gusto mucho gracias
Ese diseño circular de la pirámide me hizo recordar el sensor de Pat Flanagan, con sus discos concéntricos, autor de El Poder de las Pirámides y otras obras, que eleva el poder de las formas cónicas a la altura de las pirámides tradicionales.
No son «camatas» ni «pasadizos» extraños, son obras que se hicieron para el museo de sitio (que estuvo allí en los años 80’s o 90’s)
SR. GUSTAVO ESTO ES IMPRESIONANTE
NOS GUSTARIA VER SU OPINION DE TEOTHIHUACAN SEGUN LAS EXCAVACIONES EXISTEN VARIOS NIVELES DE RELIQUIAS ARQUEOLOGICAS QUE TAN ANTIGUAS SON
EFREN B. CHICAGO
SOY ALGO IGNORANTE A ESCRITO ALGUN LIBRO
muy interesante y bien documentado
muy buena nota, Cuicuilco fue el comienzo en mi peregrinar por mis raíces toltecas, aún sin saberlo! Abrazo desde Uruguay
Es maravilloso aprender sobre una cultura que sin saber porqué se lleva en el alma