Haberme documentado y profundizado en la sobrevivencia de cultos matriarcales y lunares en la historia de Navarra (tema de nuestro artículo aquí citado….. así como de un podcast “Extra” de “Al Filo de la Realidad”) fue sólo una parada intermedia en un derrotero que tenía pensado antes de partir en este nuevo viaje a España y que implicaba seguir pistas que demostraran como muchas anécdotas históricas y costumbres tradicionales sólo son el emergente, en realidad, de tradiciones ancestrales de poderosa presencia simbólica. Pensar en España, pensar en tauromaquia, pensar en Pamplona y pensar en “encierros” de San Fermín, era una connotación inevitable.
Con todo respeto al sentir de mis amigos de la península, por una cuestión de principios rechazo las corridas de toro: razones más que obvias que unos minimizarán y otros compartirán y que no debatiré aquí, aunque nobleza obliga dejar sentada esta posición que implica una oposición absoluta al sufrimiento innecesario de esos animales. Pero queda claro que ese debate no es el espíritu de este artículo, y tampoco, en consecuencia, éste debe ser considerado una “justificación” de aquellas costumbres. Pero sí, quizás, una mejor “comprensión” de sus orígenes.
Ciertamente, no seré en nada original al hacer esta afirmación: en la Antigüedad, especialmente en el Mar Egeo, estaba extendida una práctica ceremonial que implicaba la lidia con toros. Frisos de Creta y Micenas nos dejan recuerdos de las mismas, generalmente consistente en carreras y saltos acrobáticos sobre las bestias, apalancándose en la propia cornamenta, y que no implicaban el sacrificio del animal al término de la ceremonia. Y ya otros autores se han preguntado si esa costumbre, tal vez a través de mercaderes, se extendió hasta la península ibérica mutando con el tiempo en las actuales corridas de toros. Existe también la interesante teoría que dicha práctica era de origen Atlante, y que fue de la isla-continente desaparecida de donde se extendiera al Mediterráneo a través de sus colonias comerciales supérstites, y entonces tal vez en primer lugar en lo que luego sería España y más tarde hacia el Egeo.
Ahora, déjenme dar un salto en el tiempo y contar una anécdota personal. En el año 1981 fui uno de los organizadores, en Buenos Aires, del Primer Congreso Argentino de Astrología, un evento que contó con la asistencia de casi doscientos profesionales y estudiosos de esa disciplina de mi país y limítrofes y dos decenas de expositores durante tres días. Una de las conferencistas fue la señora Norma Palma de Sindona, autora del libro “Eras Astrológicas” (que fuera también el tema de su presentación). Básicamente, fue entonces cuando por primera vez tomé conocimiento (y rindo tributo en este comentario) sobre esta hipótesis de trabajo, que sucintamente puede resumirse diciendo que cada 2.000 años un signo astrológico domina el cielo y condiciona las emergentes y dominantes creencias religiosas de los seres humanos. Si decimos que estamos en la “era de Acuario” (haré una violenta simplificación para legos: los expertos fruncirán el ceño por mi llaneza, y pido disculpas) es porque estamos al comienzo de dicha Era. Anteriormente (porque su progresión es retrógrada) fue tiempo de la Era de Piscis, y allí tenemos al Cristianismo cuyo símbolo original -lo saben ustedes- no fue la Cruz sino el Pez. Antes, la Era de Aries (entre el 2.000 a.C. y el año 0), y el Carnero aparece como símbolo dominante del Judaísmo. Si seguimos retrocediendo en el tiempo, entre el 4.000 y el 2.000 a.C., el Toro -y aquí tenemos el período histórico que nos ocupa cuando estudiamos las culturas mediterráneas minoica y cretense. Eran tiempos, por ejemplo, del poderoso toro – dios Apis, en Egipto, símbolo de Ptah, el Creador del Universo. Hacia atrás, entre el 6.000 y el 4.000 a.C. , Géminis, los Gemelos (y en la Historia encontramos allí las raíces de las Supremas Dualidades, los Dioses Gemelos, etc.) y así sucesivamente.
El lector interesado podrá encontrar mucha información navegando sobre este tema. En lo personal, estoy totalmente convencido de esa correspondencia. Y lo que lo hace particularmente fascinante, para mí, es que se transforma en una nueva ratificación de aquello que en Esoterismo conocemos como Ley de Correspondencia Universal: lo que se manifiesta en el Macrocosmos se replica (se corresponde) con lo que se manifiesta en el Microcosmos, y viceversa. Sobre ello he abundado en mi libro “Fundamentos Científicos del Ocultismo” y numerosos otros trabajos: no me repetiré aquí. Pero en lo que respecta a la temática de esta nota, esta Correspondencia sólo puede significa una cosa: que lo que Macrocósmicamente se expresa como Era Astrológica se replica microcósmicamente en los vectores profundos del Inconsciente Colectivo de la humanidad como una “tendencia” a expresarse a través de la religiosidad en arquetipos comunes.
Más allá entonces de estas apreciaciones, quedaba por considerar de qué manera esas pulsiones tan antiguas terminaban expresándose culturalmente, por un lado, en la lidia de toros y por otro, en el caso particular de Pamplona, en sus “encierros”. Así que recorriendo esas tierras y todas las fuentes de información asequibles, giraba en círculos inútiles. En el caso particular de los encierros de San Fermín, la historia oficial los remonta al siglo XVI o -según las citas- al siglo XIII, en la costumbre de trasladar manadas de ganado a través de la incipiente ciudad hacia el sur. Otras fuentes, más historiográficas, se remontan a la prehistoria navarra, en tiempo que los pastores llevaban sus rebaños hacia el sur para escapar a los rigores del invierno. En uno y otro caso, sigue siendo un misterio, por caso, como un grupo de reses se convierte en un grupo de toros de manera excluyente… y seguirá siéndolo, salvo que admitamos la costumbre como sobreviviente de un ancestral “culto al toro”.
Cita circunstancial: para quienes no tengan en claro esos “encierros”, es una costumbre, entre los días 7 y 14 de julio, una decena de toros, encerrados en los “corralillos de la cuesta de Santo Domingo”, son liberados, toman por la calle Mercaderes, doblan en la calle Estafeta y van a terminar en la plaza de toros, un total de 875 metros donde los jóvenes, con pañuelos rojos al cuello y sólo un periódico enrollado en sus manos para azuzar a los animales, corren frente a los mismos.
Pero este “culto al toro” hoy hispano, tiene marcadas diferencias con el de la Edad de Bronce cretense o micénico, tanto en la forma como se realiza (quizás no pueda exigírsele a los toreros hacer saltos y fintas acrobáticas sobre el animal a la carrera poniendo en peligro sus propias vidas, y por eso reemplazado por los meneos con capas brillantes) y, sobre todo la triste muerte del animal al final. Y es aquí donde creo haber encontrado una respuesta.
Las costumbres de San Saturnino
Saturnino de Tolosa fue un sacerdote cristiano del siglo III, primer obispo de esa ciudad francesa. Vivió y predicó en Pamplona, donde se sabe bautizó a los primeros cristianos del lugar. Dato interesante: aún se conserva la referencia a una antigua fuente de agua surgente, hoy muy próxima a la Catedral de esa ciudad y a un lado de la iglesia gótica consagrada al santo, de donde se dice tomó el agua para aquellos primeros bautismos. Y fue martirizado precisamente en Tolosa, dicen las fuentes eclesiásticas, por paganos que le exigieron el tributo de… un toro al dios romano Marte. Como Saturnino se habría negado, lo ataron al animal y lo picaron para que corriera por las calles arrastrándole, hasta despedazarlo.
La sola cita que su muerte esté ligada a un toro debe llamarnos la atención, toda vez que es única en la historia de los mártires cristianos. Pero hay algo mucho más interesante.
No lejos de Pamplona se levanta el pueblo de Artajona, donde me maravillaron sus murallas reconstruidas y su aspecto medieval, una Carcasona en miniatura y no explotada por el turismo. Aún se levanta la iglesia fortaleza consagrada a San Saturnino, del siglo XIII. No voy a detenerme aquí en sus maravillas arquitectónicas y sugerentes simbolismos (aunque de las primeras, déjenme señalar los techos y tejados “berachicos”, combados hacia adentro, para recoger toda agua de lluvia en un páramos como ese, proveyendo el vital elemento a un cisterna subterránea ubicada bajo el coro de la iglesia y con una capacidad de ochenta mil litros, una verdadera obra maestra de la ingeniería). Lo que es fundamental a las instancias de este artículo es su pórtico principal, dedicado a la vida y obra de San Saturnino. Pues bien, como figura principal, el santo es representado… pisando un toro. Ya sabemos que habitualmente el símbolo del Mal es una serpiente (lo vemos en tantas advocaciones de la Virgen María; en ocasiones una media luna también) pero éste es el único caso conocido donde la santa figura pisa un toro. La suposición que se debería a la forma en que fue asesinado es sólo especulativa. Aún más: la figura de un santo pisando “algo” hace que ese “algo” sea, siempre, una representación de Satanás. Y aquí lo es el toro. Aún más, junto a esa figura aparece la de una joven que expulsa un dragón, y que remite a uno de los “milagros” que se le adjudican: el exorcismo de la hija del gobernador Antonio, gobernador romano de Tolosa. En consecuencia -y en esto todas las fuentes bibliográficas están de acuerdo- esa imagen presenta a Saturnino “pisando” al paganismo. Y de allí deviene que si efectivamente fue martirizado con un toro, puede interpretarse como una venganza que algunos paganos idearon con cruel ironía para hacerle pagar el motivo de sus persecuciones.
Aquí es donde me detuve y me pregunté en qué momento la “corrida de toros” adquiere las formas y características que hoy le conocemos. Y me sorprende no hallar fuentes confiables. Todos los historiadores aceptan que es heredera de aquellas justas micénicas y cretenses (que también llegaron al Coliseo romano) pero ese juego del “gato y el ratón” que termina con la muerte del toro no puede datarse con alguna aproximación. Es entonces cuando me pregunto y postulo si la muerte del animal no fue una exigencia social, cultural e incluso legal de la crecientemente poderosa Iglesia cristiana, inteligente manipuladora milenaria de símbolos para imponer creencias y conductas a las masas y de esa manera asociar la idea que “matar al toro” era consecuencia y final justo y lógico de un proceso que subliminalmente significaba “matar el culto ancestral”.
Si admitimos la posibilidad que el territorio de la actual España era asiento de un potente cruce de civilizaciones desde hace miles de años atrás, sea colonia de la Atlántida o de cultura por derecho propio precisamente en los períodos consignados (opciones que por ejemplo exploro en los artículos «La desconocida civilización argárica: otro misterio ancestral» y «Enseñanzas judías perdidas en Segovia») podemos aceptar que su religión dominante, por Era Astrológica, estaba asociada al extendido “culto al Toro”, que trasciende lógicamente su propia Era y se extendió los milenios siguientes. Consciente de ello, la Iglesia cristiana acudió a todos los métodos para exterminarlo. La confrontación pudo ser uno; la asimilación y desvirtuación, otro, como ha hecho en América, en tiempos de la Conquista, asimilando y “quitándole poder” a tantos cultos autóctonos ancestrales. Así, quizás, los españoles que “disfrutan” las corridas de toros y argumentan que deben respetarse por ser una “tradición” están contribuyendo, sin saberlo, a la banalización primero y el exterminio después de otra Tradición, muchísimo más remota, donde el entonces “dios” que representaba el momento del Universo (la Era), aquel Ptah termina asesinado por los seres humanos una y otra vez, ara humillarlo metafísicamente. Poderoso oscuro simbolismo que a tantos parece escapárseles.