Existen enigmas casi episódicos; ésos que uno va coleccionando en su deambular y que se presentan como piezas sueltas de un rompecabezas o, quizás aún peor, de distintos rompecabezas. Anotaciones al margen de la libreta de viajes, imágenes que uno no sabe muy bien en qué carpeta guardar. Están ahí, quizás como íconos demostrativos de la certeza de aquél poeta que escribiera aquello de “los mejores enigmas son los que nunca se podrán develar”.
Pero el instintivo mecanismo de racionalización, al fin, comienza a hacer lo suyo. Que es tratar de articular esas piezas sueltas en un “algo” homogéneo y ¿coherente?. En ocasiones, la tarea crea un Frankenstein. En otras, sugiere nuevas investigaciones y hasta, quizás, un destello de respuestas.
Eso es lo que –entre tantos otros ítems que agotaría describir aquí- me ha ocurrido con los años y el polvo de tantos caminos. La sorpresa de esos rostros gigantescos, tallados en la roca, no tan perfectos como para declamar su naturaleza artificial y quizás receptores de la proyección pareidólica de nuestras febriles imaginaciones. La Naturaleza puede hacer cosas interesantes, y nuestra mente, tan creativa al fin, encargarse de darle un toque cosmético ideal para dejar volar la fantasía.
Pero…
Pero ocurre que la explicación azarosa y “naturalista”, que tan contentos deja a los panrrefutadores militantes y tan cómoda es en términos de burguesa intelectualidad, no alcanza. Hay rostros y rostros y algunos de ellos susurran un misterio que merece ser profundizado. Es lo que haremos aquí.
Las piezas sueltas de este rompecabezas al que me refiero remiten a tres instancias geográficas sudamericana: Ollantaytambo, en el Valle Sagrado de los inkas, en proximidades de Cusco, Perú; Samaipata, en Bolivia y Pedra da Gávea, en Río de Janeiro, Brasil.
Sobre los dos primeros lugares ya me he extendido en otros artículos de este blog. Samaipata, una maravilla poco conocida, muestra su “Rostro del Inka” (así le llaman de manera tan irresponsable como lo es denominar “El Fuerte” al sitio arqueológico de la cumbre que, de fuerte, nada tiene. Está en el camino de ascenso al emplazamiento arqueológico, y si bien hasta los locales deslizan casi como pidiendo
disculpas el comentario que “los arqueólogos” consideran que es totalmente natural, tiene aquí el primero de los signos distintivos que me dan la certeza que de natural, nada: la proximidad con un sagrado enclave ancestral.
En Ollantaytambo, la situación se pone más interesante. Pues allí los mismos arqueólogos, a regañadientes, han tenido que aceptar que sí, que el rostro de Wiracochan-Tunupa tiene mucho de artificial. La cosa parece sencilla: para semejante emprendimiento –tiene unos veinte metros de altura- se
aprovechó las anfructuosidades naturales de la montaña, “rediseñando” sobre ellas el rostro, con tiara y todo. Wiracochan (“el enviado de Viracocha”) Tunupa remite a un iniciador del conocimiento de esos pueblos (muy anterior a los inkas; asociado al horizonte tiwanakota), alto, de cabello corto, con diadema; un sacerdote-estadista que organizó a los clanes primitivos en sociedades sedentarias y altamente desarrolladas. Y allí, en esa ciudadela, se le rindió homenaje refuncionalizando el aspecto natural de la roca.
El lugar responde también a otro interrogante: ¿por qué, ya puestos a trabajar en semejante obra, no hicieron esos rostros decididamente más claros, evidentes?. Porque la misma magnificencia del trabajo sólo permitía una aproximación, sumado esto a la erosión de los elementos y el hecho que para sus hacedores no se necesitaría, seguramente, una reproducción fidedigna y casi fotográfica; bastaba el recuerdo, la reminiscencia, la evocación.
Que la historia crea recordar el nombre del personaje no nos dice gran cosa de su origen y destino. Menos, aún, el de Samaipata, como dije. En ambos se cumple la
premisa: la proximidad de sitios ceremoniales ancestrales. Pero en Río de Janeiro la cosa se complica: el
rostro de Pedra da Gávea necesita de mucha voluntad y un solo y específico ángulo de aproximación para reconocerse como tal. No hay sitios arqueológicos de importancia próximos, y entonces uno estaría tentado al reduccionismo de una pareidolia si no ocurriera que en el abismal talud lateral, aparecen “ésas” inscripciones…
De lejos, es una gran roca extraña pero no despierta mayores interrogantes. La cosa cambia cuando uno asciende, alejándose de la playa de San Conrado y observa desde el Norte: el rostro es entonces muy claro, parece presentar en esa frente dilatada un gran bonete o sombrero y el filo de la montaña adopta la forma de una esfinge. Y allí, las letras. Que según el especialista Bernardo de Azevedo da Silva Ramos (Inscrições e Tradições da América Pré-Histórica, 1932) son fenicias. Según esta interpretación, la inscripción podría ser transliterada de la siguiente manera:
LAABHTEJBARRIZDABNAISINEOFRUZT
Que traducido significaría:
“Aquí Badezir, rey de Tiro, el hijo más viejo de Jetbaal.”
Por tanto, la inscripción se remontaría al 840 a.C. aproximadamente, ya que Jetbaal reinó hasta el 847 a.C
Por supuesto, los arqueólogos-de-siempre apuestan a que, así como el rostro es “natural”, la inscripción es un “fraude”. Pero hay un pequeño problema. Las letras tienen –lo he visto en el sitio mismo- unos diez metros de altura, grabadas profundamente sobre una pared de roca lisa a unos…. Trescientos metros de altura y, si se descolgaron desde la cima para hacerlo, a unos doscientos en caída libre. Fue a principios del siglo XIX cuando se difundiò la naturaleza enigmática de este lugar, de modo que, ¿es viable imaginar alguien montando semejante fraude, un portento de esfuerzo, hace doscientos años?.
Sin embargo, a fuer de ser sincero, hay algo que me hace “ruido”. Si la traducción es correcta, ¿estaban los fenicios, los fenicios que creemos conocer históricamente, en condiciones de llevar adelante semejante emprendimiento?. Porque si no fujeron los fenicios, la traducción es incorrecta (obviamente) y no tenemos idea cómo interpretarla. Pero, por otro
lado, el texto está bastante claro y para un buen filólogo –no es mi caso- fácil de descifrar. Ciertamente, no conocemos otras obras “fenicias” de este tenor en otras geografías. Salvo que agrupemos todas las que no comprendemos, las supongamos “fenicias” y, yendo por más, afirmemos que los fenicios fueron mucho más de lo que se supone de ellos.
Herederos históricos y tecnológicos de los atlantes.
Socios en el conocimiento de los carios, sobre los que ya he escrito aquí.
En Pedra da Gávea, esa condición que planteé como inexcusable –la proximidad de sitios ceremoniales ancestrales- entonces, se cumpliría con la presencia de esa magnífica inscripción. Otrosí digo: regresando a Ollantaytambo, va de suyo que la obra arquitectónica es inka –históricamente, del siglo XV- y ese Tunupa muchísimo más remoto. Pero adviértase también (como me he ocupado de señalar) que en Ollantaytambo hay un misterio que parece escapársele a todos: mientas los “aterrazamientos” y las
viviendas son magníficas, sí, pero claramente explicables en el marco de la arquitectura inka, el “templo del Sol” (otro nombre antojadizo, tan bueno como cualquiera) de la cumbre, con sus cuatro gigantescos monolitos de pórfido traídos desde kilómetros de distancia, cruzando el valle y el río, desde las entrañas del cerro Choquisaca, así como otros trabajos líticos de ese lugar, están definitivamente “fuera de lugar”. NO pertenecen, a todas luces vistas, a ese horizonte. Están como “transplantados” allí. Y de Samaipata, no hablemos (porque ya lo hicimos).
Así que cabe otra hipótesis en torno a la faz de Pedra da Gávea: que la inscripción sí sea fenicia –lo que es un dolor de cabeza para los arqueólogos, de todas formas- y el rostro, muy anterior. Y que así como los inkas rindieron homenaje a sus antepasados levantando sus centros ceremoniales donde la previa presencia de aquellos dejó huella (eso se ve claramente en Samaipata, donde a la supuesta “cultura chañé” que grabara la cima de la montaña le acompaña un tardío pero interesante asentamiento inka) es posible que los fenicios honraran a sus ancestros atlantes cuando, al recorrer las rutas trazados por éstos, dejaran señal de su paso en esas inscripciones.
En Pedra da Gávea son visibles también otros rostros, como los que muestro aquí y que han escapado a la observación de tantos testigos, y permítaseme, finalmente, señalar también que estos ejemplos no serían los primeros de civilizaciones que aprovecharon el paisaje para dejar su huella, modificándolo sin violentarlo: concepción ecológica cada vez más contundente cuando más atrás en el tiempo vamos. Así, tal vez se relacione con uno de los “malditos” de la Arqueología por venir: la “civilización perdida” del Uritorco. Pero ésa será otra historia.