El Rito de Renacimiento del Guerrero

El «trono» en el Tecutzingo

Todos los horizontes culturales, en todo tiempo y lugar, han sido consistentes en tener y sostener Rituales de Renacimiento. Llamados de las más variopintas formas como “pasajes del útero”, “rituales del sueño”, inclusive muchos aspectos del hoy tan popular “viaje chamánico” o “vuelo chamánico” remite a esos orígenes y ya es hasta un lugar común referir en las Ceremonias de Temazcal que tras el mismo estamos saliendo del vientre de la Madre Tierra y, en consecuencia, renaciendo a una nueva vida.. Y, abundando, recordemos que en todas las Órdenes y Sociedades Iniciáticas la iniciación, precisamente, es vista como una “muerte profana” para renacer como crisálida en la piel de un Iniciado.

En todos los casos, el sentido trascendente (que no mero objetivo) de los mismos es despertar –temporaria o definitivamente, dependerá más del trabajo personal e individual que del rito en sí- la verdadera naturaleza del Guerrero o la Guerrera, las virtudes y cualidades que le permiten empoderarse, realizarse en su más absoluta intención de realización.

En mi deambular he cruzado varios, de distintas culturas y latitudes, y debo ser el primero en apuntar que estoy convencido que no únicamente mis logros (si importantes y modestos, es una mirada que no me seducirá porque tanto críticas como halagos sólo tienen valor para el ego no cultivado) sino las bendiciones que el caminar por el universo me ha brindado son reflejo natural de esas cualidades cultivadas y despiertas; ya sabemos que el destino y la voluntad se saben encontrar a mitad de camino de los espíritus atentos. Y aquí, hoy, gustaré de referirme a uno de ellos: el Rito de Paso de Netzahualcoyotl.

Por accesible –en términos físicos aunque también psicológicos- y por abrir una nueva dimensión de perspectivas.

De Netzahualcoyotl he comentado en otras ocasiones. Este “Tlatoani” (“jefe” que no “rey”, pues este término, por sí mismo y por ese carácter de heredad sanguínea que le caracteriza era desconocido en la América prehispánica) de Texcoco, en el actual México es uno de los personajes más apasionantes de la Historia. Alguna vez lo bauticé como el “Da Vinci americano” aunque luego me arrepentí pues lo correcto debería ser llamar a Da Vinci el “Netzahualcoyotl americano”. En efecto, este gobernante, conocido hoy como el “rey poeta”, sumó a sus formidables dotes de gobernante de esa región sus habilidades de arquitecto e ingeniero pero también cultivó innúmeros “cuicatl” o cantos, poemas, en lengua nahuatl.

Un recuerdo que dejo

¿Con qué he de irme?
¿Nada dejaré en pos de mi sobre la tierra?
¿Cómo ha de actuar mi corazón?
¿Acaso en vano venimos a vivir,
a brotar sobre la tierra?
Dejemos al menos flores
Dejemos al menos cantos

Ya en la cueva, pronto a salir

Fue este Netzahualcoyotl quien encaró algunas obras formidables, como un extensísimo muro de defensa –del cual quedan apenas unas pocas decenas de metros visibles por haber sido desmantelado para construcciones a través de los siglos- visible en Huexotla. Jardines colgantes, zoológicos y jardines botánicos que harían palidecer a Nabucodonosor. Y, de especial interés para este caso, los mal llamados “baños de Netzahualcoyotl”.

En el cerro Tecutzingo, en el Estado de México, este Tlatoani ordenó, en base a su concepción, realizar estensos acueductos y canalizaciones que recorren más de catorce kilómetros, desde los nevados cerros, para traer agua a una serie de albercas dispuestas a distintos niveles. Éstas han sido llamadas “baños del rey” y “baños de la reina”, en absoluto desconocimiento –y diría hasta desprecio- de su verdadera y original funcionalidad. En distintos niveles de construcción, teocallis –o templetes- miradores, plazas de reunión, de lo que ha quedado (pues el obispo Zumárraga -.sí, el mismo de tantas atrocidades- ordenó en su momento destruir la mayoría de ellas y las que quedaron, es simplemente porque no pudieron arrasarlas.

Descendiendo por el túnel

Una de las tantas maravillas es un gigantesco muro de contención que une dos serranías, a unos ciento cincuenta metros una de otra y de una altura de más de sesenta metros sobre el nivel del suelo para llevar por su parte superior la obra pétrea de esos acueductos. Y no es sólo la magnificencia y perfección técnica de esas construcciones (desde ellas se puede observar, a sólo unos cuatrocientos metros de distancia, donde finaliza, en una quebrada, una de las fracturas secundarias de la mismísima Falla de San Andrés: imaginen los terremotos que han asolado esa región y estas construcciones permanecen impertérritas). Es, aún más, el uso dado a las mismas. Hemos demostrado en nuestras investigaciones cómo esas canalizaciones siguen las líneas de energía telúrica y en consecuencia, esos “baños” sin duda tuvieron otros fines, ceremoniales o, por qué no, de dinamización energética de quienes allí realizaban sus abluciones.

La parte más estrecha

Pero hoy vamos a centrar nuestra atención en un punto que suele pasar desapercibido. Mientras uno asciende el cerro, pasa frente a una cueva, en realidad, un túnel horadado artificialmente. Se sabe que fue hecho por orden del Tlatoani. Este túnel desciende abrupta y rápidamente unos treinta metros y de pronto se estrecha de manera que la única forma de avanzar es echarse de bruces al suelo y arrastrarse, unos cinco metros, con el “techo” rozando la espalda y las “paredes” golpeando los codos. Poco apto para claustrófobos, por cierto. Y tras recorrer esa distancia, uno emerge a una amplia caverna natural donde, allá arriba, llama el Sol. Esforzadamente, se debe ascender por las anfractuosidades del terreno hasta emerger. Y casi sin saberlo, uno ha atravesado así el túnel del Renacimiento.

Pero hay que proponerse hacerlo de la forma correcta. Para muchos es difícil –a veces impracticable- de la forma convencional: en grupo y con linterna. El verdadero desafío comienza recién entonces para quien recoja el guante: volver a recorrerlo, solo, en completa oscuridad, al tacto. Ése es el Rito de Renacimiento del Guerrero.

Habría que completar que los guerreros que lo hacían, en aquellos tiempos, tenían poco más de once años de edad. Era un “rito de paso” de la infancia a la adultez (en tiempos que nadie había inventando el moderno concepto de “adolescencia”). Pero para este mundo de confort, cosmopolita y burgués, hacerlo a los treinta, cuarenta, cincuenta o sesenta años encierra el mismo valor. Yo lo he cruzado varias veces en estos años y reconozco y descubro cada vez que emerjo con una dinámica psicológica y espiritual renovada. Por ello no lo experimento como “anécdota de una vez” sino como una verdadera rutina periódica del revivir. Al mirarme en el espejo de obsidiana de mi interior, sonrío al pensar que sin duda son estas prácticas las que me mantienen sintonizado en armonía con mis posibilidades para hacer de la vida, a cada paso, una bendición materializada. Lo he observado objetivamente en otros, también: años atrás llevé allí a mi hijo, David, y los tiempos siguientes me demostraron que al túnel entró un niño y emergiò un hombre. De allí que encomie a mis discípulos y amigos que me acompañan en cada visita al lugar a darse la oportunidad de realizarlo.

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