Había una vez un monasterio Zen en una islita del Japón, dirigido por un anciano Maestro cuya fama estaba extendida por todo Oriente dada su sabiduría y experiencia. Acostumbraba instruir a sus discípulos a través del arte del Bonsai, del Ikebana y la jardinería Zen, y contaba con amplios jardines con plantíos, flores y árboles.
Cierto día lo visita un grupo de maestros de otros monasterios, y el anfitrión los lleva a conocer los jardines y ver el trabajo de sus monjes. Camina el grupo de aquí para allá, y mientras el maestro departe distendido con sus visitantes, va dando instrucciones a los jóvenes aprendices que labraban la tierra, cuidaban las flores, podaban sus árboles.
Así, hasta que llegan a un pequeño bosque de pinos. Allá arriba, casi en la misma punta del más alto de todos, tan alto como una atalaya de vigía, estaba un novato jovencito de apenas unos diez años. El grupo de venerables se detiene al pie del árbol, y el maestro sigue con sus comentarios a sus pares mientras éstos, en silencio por respeto al dueño del lugar, no pueden evitar echar una tras otra nerviosas miradas al pequeño que en tan peligrosa situación estaba, pese al evidente desinterés del maestro.
A los pocos minutos el niño comienza a descender, podando las ramas a medida que baja. Es ahí cuando los visitantes se dan cuenta que el anciano comienza a mirar con mayor frecuencia y tensión al chico, más aún a medida que se acerca al suelo. De pronto, cuando el aprendiz está en la última rama, a unos tres o cuatro metros de aquél, el maestro interrumpe con una disculpa la conversación con los ilustres visitantes y girando hacia el niño, le grita:
– ¡Ten cuidado!. ¡Presta atención a ver si caes!.
Los otros visitantes se miran entre sí extrañados y uno de ellos, carraspeando, dice:
– Perdón Maestro, con todo respeto… Cuando el niño estaba allá arriba, en un lugar tan peligroso, prácticamente le ignorabas. Pero ahora, que casi está llegando a la seguridad del suelo, ¿le adviertes del peligro?.
– – Pero… ¿acaso no es obvio? –respondió el maestro con una sonrisa- Cuando estaba allá arriba, el peligro era tan evidente que estaba con todos los sentidos puestos en cuidarse. Pero es cuando se está llegando al final, cuando parece que todo está hecho y ya es todo seguro, cuando somos más vulnerables.
Hola Gustavo, solo quería pasar por aquí y decirte que me has abierto la mente, me has hecho pensar de otra manera. Te admiro muchísimo. Gracias por abrirme la mente. Saludos desde Santiago de Chile.
Gracias por tu amabilidad y calidez, Catalina. Fuerte abrazo.