A unos cien kilómetros de la ciudad de Lisboa duerme a través de los siglos el sueño de los Caballeros Templarios. Tras su exterminio en 1307, los sobrevivientes de la mítica Orden que lograron huir allende Francia encontraron acogida en diversos reinos, donde lentamente mutaron los nombres de sus órdenes a otros más “socialmente aceptables” pero que, en definitiva, continuaban con las antiguas tradiciones. Así en Portugal el refugio fue la ciudad –decidida, inevitablemente templaria como veremos- de Tomar y sus alrededores.
Refugiarse en Portugal tenía distintas razones: la aceptación que la monarquía de ese país tenía para con el Temple, no sometidos al autoritarismo del rey de Francia, Felipe IV “El Hermoso” y si bien se aceptaban como católicos, Clemente V, Papa entonces, era un pontífice debilucho más bien pelele de los franceses y con poco ascendente sobre el resto de la grey cristiana, Portugal incluido. Además, nación de inveterados navegantes, es muy posible que los portugueses ya conocieran América (una de las pretendidas fuentes “secretas” de donde los Templarios extraían la plata que en cantidades inmensas ingresaron en el territorio europeo en apenas 189 años de existencia, como aval y garantía de su poderío económico que durante décadas tuvo reinos como deudores a sus pies) y desde sus puertos –además del “puerto oficial” del Temple, en La Rochelle, Francia- partieran sus convoyes de navíos y, quizás, huyeron al aún no “descubierto” Nuevo Mundo muchos caballeros en sus postrimerías.
No estaría de más recordar que la esposa de Colón, Felipa Moñiz Palestrello, era hija de Diego Palestrello, armador de buques y miembro de la Orden de Cristo, es decir, la continuidad de los Templarios en esa tierra. Recordemos también que los árabes, en tiempo de su ocupación peninsular, hablaban de la expedición de “los magrurinos”, que “luego de navegar once días al Oeste y veinticuatro días al sur, llegaron a unas tierras donde pastaban ovejas de carnes amargas”. Y si Colón partió de Cádiz y no de Portugal, se debió a la desconfianza del rey portugués, Juan II, quien trató de enviar su propia expedición a espadas de aquél, y que terminó en catástrofe.
El tema es que Portugal no sólo dio refugio a los Templarios, convertidos en la Orden de Cristo (incidentalmente; su cruz es la que ocupaba las velas de las carabelas de Colón, no las tradicionales “templarias” de cuatro triángulos unidos en un vértice, a mi criterio porque era una manera de anticipar, a esas tierras donde se dirigían, que se trata de “hermanos de Iniciación” para quienes allí se hubieran adelantado) sino que se transformó en su oasis a través de los siglos.
Aún hoy, en Tomar, uno puede ver en las iglesias –donde tantos caballeros Templarios perfectamente identificados se encuentran sepultados- las ofrendas de flores, siempre frescas, de los habitantes del lugar que así renuevan su respeto y devoción, y donde, a poco de conversar con los lugareños, éstos se reconocen descendientes sanguíneos directos de los del Temple que allí se refugiaron y prosperaron. De hecho la ciudad, fundada en 1159 y propiedad de la Orden desde su nacimiento, conserva con celo secretos de la Hermandad que nos propusimos incursionar.
Antes, pasamos por el castillo de Almourol, hermoso y en una ubicación paradisíaca, en una “isla” sobre el río Zézese, afluente del Tajo. Dedicamos varias horas a recorrerlo, y no pude menos que conmoverme ante una imagen que a muchos pasará desapercibida: en la “torre de homenaje”, en su tercer nivel y junto a una ventana o tronera que mira a la curva del río, dos bancos tallados en la piedra, enfrentados, indicaban el lugar de intimidad donde el señor del castillo y su dama seguramente compartían charlas y atardeceres. Permanecí muchos minutos sentado allí, un tanto incómodo (llama la atención lo pequeños y próximos de ambas banquetas enfrentadas, clara señal de la corta estatura de las personas de esa época), pensando en esa pareja que sin duda, casi un milenio atrás, habló de trivialidades, de sus alegrías y pesares allí reposando, mientras en el resto de la sala las damas de compañía y juglares esperaban prestos sus exigencias…
Esa pausa y este comentario apenas aportan algo de anécdota nostálgica, quizás aburridamente melancólica y romántica para el lector. En fin, que en lo personal son esas cosas de la humanidad cotidiana nuestra quizás antes que las grandes epopeyas, las que pueden conmoverme más, pensándoles tan lejanos en el tiempo y tan cercanos a nuestra propia naturaleza de todos los días.
Pero lo que hace eje en el espíritu de esta nota es hablar –escribir, bah- de una de las incógnitas que la región presenta. Ya quedará para otra ocasión extendernos sobre el propio Castillo de Tomar, que amerita un ensayo por derecho propio. Ahora, detenerme lo que con mi hermano de la vida, Sergio y nuestras familias, resultó un acertijo apasionante. La iglesia de Santa María de Olivar.
No sólo es particularmente interesante por conservar las reliquias de tantos Caballeros Templarios. La gran incógnita, el Gran Misterio, está sobre su altar y en su frontispicio: un gigantesco tentáculo, o estrella de cinco puntas (no confundir con el “Sello de Salomón”, que es la estrella de seis puntas, popularmente “estrella de David”). Por cierto, ya había encontrado yo en mis viajes iglesias y catedrales con el sello de Salomón, pero la aparente contradicción “judío – cristiano” se resolvía considerando que era un símbolo de la Alianza entre Dios y los hombres y, en esa mirada, sería aceptable quizás que un templo cristiano lo tuviera, pero… ¿el Pentáculo?. Aún sin su connotación satánica (pentáculo invertido) su filiación esotérica y hermética es ineludible. No era un caso único, por cierto; la ermita de San Bartolomé, en Río Lobos, España (y a más “inri”: invertida, aunque lo interesante es que proyecta su sombra pero al derecho en el interior) y la Iglesia de Balmaceda también las tienen. Y, como la que aquí nos ocupa, también fueron localizaciones templarias.
Todo esto, como si a los habituales misterios templarios (su devoción por María Magdalena, su “Baphomet”, o “cabeza parlante”), su amistad con sabios musulmanes aunque se enfrentaran militarmente en campos de batalla, su culto a las “vírgenes negras”, desplazamiento hagiográfico del Culto a Isis egipcio, le faltara alguno más.
Ahora bien, ¿qué secreto encierra el Pentáculo?. Como buen símbolo que es, muchos. Si encerrara uno solo, no sería símbolo; sería signo. Pero a los efectos de este trabajo, es decir, a su connotación Templaria, vamos al que nos interesa: habla del planeta Venus, de su correspondencia tanto con la Isis egipcia, la Magdalena como “lucero del alba” y a ciertos sitios de poder, como Santiago de Compostella, ya que “Compus Stellae”, “Campo de la Estrella” (Venus) es un enclave de poderosa energía telúrica, y la ubicación (si real o hipotética, es tema de debate) de los restos de Santiago allí fue un hábil recurso de aquellos tiempos para llevar gente (y su energía) a tal sitio, a través de “caminos espirituales” (los “caminos de Santiago”) hábilmente delimitados. Qued apara algún viaje futuro recorrer esos caminos y determinar si hay correspondencias o no con las “venas de Dragón” chinas, o líneas de energía telúrica, aunque no me extrañaría en absoluto…
Y el Pentáculo identifica a Venus por el simple hecho que, desde un punto de vista geocéntrico, el desplazamiento de Venus alrededor de la Tierra tiene la particularidad que sus máximas aproximaciones corresponden siempre a cinco puntos, y esos cinco puntos equidistan como las puntas de una estrella de cinco puntas.
Y esto, por cierto, es un evidente y potente eslabón de la cadena de evidencias que señalan como, a través de los siglos y bajo el Velo de la ingenua creencia del pueblo de buena fe, late un Cristianismo Esotérico sobre el cual debemos regresar nuestros pasos.