A través de toda la historias de la Humanidad, los sacrificios de sangre (animales y humanos) no sólo estuvieron asociados a infinidad de cultos y creencias –la enorme mayoría de ellos totalmente “legales” de acuerdo al paradigma de su momento– sino que se extrapolan hasta la actualidad, ahora, en forma de cultos que no por menos dominantes dejan de ser significativos en aspectos cuantitativos y cualitativos de sus seguidores. Este trabajo, en tanto, no agotará ni mucho menos este debate y mucho menos busca ser un informe que analice el devenir histórico de esa costumbre, sino apuntar a ciertas consideraciones desde el campo de lo esotérico para una, quizás, mejor comprensión del fenómeno.
En primer lugar, debemos recordar que tales sacrificios tienen varias clasificaciones “duales”. Quizás la primera y más significativa –en el caso de tratarse del derrame de sangre humana– sea entre quienes se ofrecen voluntariamente para los mismos y por otro lado las víctimas obligadas a sacrificarse. La segunda división dual que podemos establecer es entre los que ocasionan la muerte de la víctima y los que implican sólo el derramamiento parcial del fluido vital.
Asimismo, entiendo que algunas de mis consideraciones puedan incomodar a los devotos de ciertos cultos que tendrán sus propias y explícitas razones para justificarlo. Inevitablemente seré subjetivo, pero, cuando menos, tendré la humildad de reconocerlo y ver en algunas de mis conclusiones la proyección de mi propia cosmovisión y filosofía de vida. No estaría de más, entonces, sugerir lo mismo a quienes piensen distinto.
La cantidad de ángulos de lectura del fenómeno son casi infinitas. Desde lo proteccionista (vegetarianos y veganos incluidos) no habría justificación para la matanza gratuita de animales (aunque tibiamente se diga que posteriormente y en algunas de esas oportunidades, la carne de esos animales se consume). Desde lo “religioso”, muchos cultos y prácticas –especialmente los más visceralmente próximos a cultos animistas propios de África– sus “entidades” exigen y demandan, no la sangre en sí pero sí la “energía” asociada a la misma; concepto interesante pues, como veremos enseguida, tiene explícitas connotaciones con la explicación esotérica tradicional.
Si bien la diversidad de cultos y creencias (aún en la actualidad) que todavía sostienen los mismos es importante, en cuanto a los sacrificios de animales –evitaré aquí caer en asociar a estos cultos episódicos sacrificios humanos que entiendo tienen más que ver con la perversión y criminalidad individual de quienes los cometieron que con las prácticas ritualizadas aceptadas– me ceñiré a uno de éstos que he conocido con cierta profundidad a través del tiempo: el afrobrasileño conocido como Umbanda, Quimbanda y Candomblé. No será éste el espacio para profundizar en la teología de esta creencia, sino señalar el sentido dado a la ritualización de la sangre.
En aproximación general, en este culto –que en países como Argentina, Uruguay y Paraguay se mezcla todo en uno, pero que en el Brasil “original” se encuentran claramente diferenciados, al punto de que quien es “umbandista” no es “quimbandero” y quien es esto, no es “candomblero”– la concepción es que vivimos en un “universo de espíritus”. Unos, llamados “Orishas” (los amigos centroamericanos que piensen en los “Orishas” de la “Santería” encontraran que tienen un origen común, y es lógico que lo sea, por provenir del acervo cultural traído con los esclavos africanos) son los espíritus de personas que murieron en actos de heroísmo, entrega, servicio o sacrificio por otras personas o por la humanidad: se les sincretiza (recordemos que si bien el Quibundo o Quimbanda y el Candomblé son arcaicamente africanos, la Umbanda “nace” en Brasil en tiempos tan próximos como 1918) con el santoral católico, y así “Oxalá” es “Jesús”, “Ogum” es San Jorge, “Iemanjá” la Virgen Stella Maris, etc. Su dominio es el espacio cósmico. Luego siguen los “Exú” (y su versión femenina, las “Pomba Gira”), espíritus de personas “pecaminosas”, o que murieron por motivos egoístas o con grandes sufrimientos, y son los verdaderos “dueños de este mundo”. Deben sumarse los “Beijins” o espíritus de niños, los “Caboclos” o espíritus de mestizos de negros e indios, los “Bahianos” (personas que eran naturales de Bahía) y una lista casi interminable.
Decimos que en el culto “puro” no se mezclan “Orishas” (es la Umbanda primigenia) con “Exú” (de naturaleza “quimbandista”) y los “Exú” (que son las entidades que “incorporan” maes, paes y “babalorixáes”). Y una de las razones para “encarnar”, es poder estar al alcance de aquello que los nutre. A los “exúes” se les ofrenda comidas y bebidas, puros y otros placeres, no porque se aprovechen fisiológicamente de los mismos sino porque absorben la “energía” (¿el astral?) de los mismos. Acotación al margen: a lo largo de décadas de dedicarme a estas investigaciones, he observado tres casos en que personas que despreciaron el “riesgo” (atribuyendo todo a “simple superstición”) bebieron o comieron vituallas dejadas a los “exúes”. En pocos días los tres acusaron gravísimos desequilibrios metabólicos que llevó a severos tratamientos, internaciones clínicas, etc. ¿Cuadro común”?: anemia generalizada. Entiendo que “desvitalizada” la ofrenda de su energía, el ingerir el alimento (o la bebida) hace que el “vacío” energético o astral de esa materia física se supla con absorción de energía o materia astral de la víctima. Esto es importante porque es una evidencia indirecta de la “explicación esotérica” que daré enseguida.
En consecuencia y según se enseña en “congales” y “terreiros” (espacios de práctica religiosa de estos grupos) la efusión de sangre provee de “energía” (o materia astral) a la entidad a quien se la ofrenda. Luego, el animal (cuadrúpedo o ave) se consume ritualmente, pero va de suyo que esto es un uso secundario y accesorio al sentido del ritual.
¿Qué pasa en la efusión de sangre humana, haya muerte o no, voluntariamente o no, del ofrendante? Aquí vamos a la explicación que proveen las sociedades iniciáticas, y soy consciente que aquí develaré uno de los “secretos” si no mejor guardados, por lo menos reservados a los “grados” superiores de tantas sociedades esotéricas, en plena consciencia de mi compromiso de compartir conocimientos en tanto y en cuanto el “momento humano” que estamos viviendo no es el de siglos atrás cuando tales sociedades fueron constituidas (no me interesa generarme contrariedades ni enemistades –aunque tampoco es algo que me quiete el sueño– pero, como ya he señalado, cualquier formación esotérica básica de hoy permite acceder al nivel de “conocimientos” que los Grados Superiores de Órdenes de hace trescientos o cuatrocientos años reservaban para Iniciados muy avanzados).
Y el Conocimiento es éste: por Principio de Correspondencia (y, agregaríamos, de Sincronicidad) cada ser humano, en tanto “ente” en el mundo físico, es acompañado (o le corresponde) una cierta cantidad proporcional de “materia astral”. Sí, aquello que se manifiesta en ese Plano, precisamente, como “cuerpo astral”. A medida que crecemos –del nacimiento hasta poco después de los veinte años– el desarrollo (físico, psicológico) demanda transferencia del astral al físico, transmutación que siempre existe, es natural (aunque algunos esoteristas de grado de Maestros saben acelerarla voluntariamente). Alcanzado la cima del desarrollo, comienza la entropía física y psíquica, es decir, el deterioro y el envejecimiento, porque cesa la transmutación del astral al corporal ya que en esa etapa se ha alcanzado el “mínimo indispensable” para seguir sosteniendo la vida y nuestro desempeño en el plano denso. Con lo cual, como ya no hay transferencia natural y espontánea, decíamos, de “lo astral” a “lo corporal”, esa carencia significa deterioro. Una vez más: si no existiera ese “reaseguro de reserva mínima”, moriríamos muy jóvenes, al convertirse espontánea y peligrosamente la energía o materia astral en soporte físico y psíquico.
Por otro lado, sabemos que el “anclaje” de lo astral es la sangre. Por lo tanto, si efusionamos sangre de otros (animales o personas) liberamos más o menos de su astral. Y en el contexto del ritual, “un marco sagrado” (y por ende, una “contención astral” también), esa “astralidad” en vez de disiparse alegremente es sujeta a quien opera (o a quien el operador destina).
Por supuesto que hay otras maneras que ciertos Iniciados conocen para generar esa “transferencia” sin efusión de sangre. Para mencionar sólo dos, la transmutación de la energía de baja vibración de las masas (o de grupos humanos) en energía de orden superior para quien las absorbe, o con la práctica del Shunamitismo, esto es, la relación sexual (sin coito) entre un Maestro o Maestra de edad mayor con un discípulo o discípula joven (el intercambio es de energía vital de la persona de menor edad y de “energía de conocimiento” la de mayor. Entiendo que para la mirada profana habrá cuando menos una sonrisa suspicaz en lo que se considerará apenas una artimaña de seducción. Sin embargo la práctica del shunamitismo puede rastrearse en todas las filosofías antiguas).
De manera que –independientemente de la esperable reacción argumental de los devotos de esos cultos– todo “sacrificio de sangre” se convierte directa o indirectamente en una forma de vampirismo astral.
Debo ser honesto y recordar que toda eventual conclusión que se me atribuya tiene una carga inevitablemente subjetiva: mi propia conducta, proteccionista y vegetariana. Dicho esto y porque quien avisa no es traidor, será interesante –espero– demos inicio así a un debate conceptual y argumental desde otras cosmopercepciones.