O de cómo una travesia hasta la cima del Monte Tláloc y su adoratorio ancestral disparó revelaciones inesperadas.
La búsqueda de las Sabidurías Ancestrales es –quien puede dudarlo- un verdadero trabajo iniciático. Y aunque no creo que nadie niegue este principio, lo cierto es que uno convive, o acompaña parte de su Camino con hermanos y hermanas que “entienden” pero no “viven” este concepto. Y ello me genera, debo admitirlo, cierta impotencia didáctica, como percibir que la tarea docente que –después de todo- un “temachtiani” o “consejero” (como es un servidor, cuando menos, de nuestro Kalpulli y Temazcal “Casa del Cóndor”) realiza no está completa si no sale a la búsqueda de ejemplos didácticos que movilicen la comprensión. Y maravillarse cuando esos ejemplos, en puridad, salen a la búsqueda de uno mismo.
Como mis lectores, alumnos y hermanos de prácticas recordarán -en ocasiones al borde de un cansino hartazgo- repito siempre aquél sonsonete (en el que, aclaro, creo fervientemente) que dice que “la Toltecayotl no es una creencia, sino una tecnología espiritual”. Esto es así, porque lo he comprobado –repito, vivencialmente, lo que implica, con la misma contundencia, su naturaleza intransferible- en numerosas oportunidades. Pero un reciente viaje –el noveno que ya llevo acumulado- a tierras del Ánahuac me permitió iluminarme con la comprensión de una de las verdades básicas y fundamentales de la práctica de las Sabidurías Ancestrales. El poder subyacente en las montañas, y su efecto para el Buscador.
La ocasión fue el ascenso al Monte Tláloc (4.150 mts s.n.m.) en el Estado de México, esforzada propuesta que logramos realizar gracias al apoyo y entusiasmo del arqueólogo Víctor Arribalzaga, del Instituto Nacional de Antropología e Historia –y responsable del sitio arqueológico- y el querido amigo Julio Víctores. Recordemos (para quien no lo sepa) que el Monte Tláloc encierra lo que se supone es el adoratorio a mayor altura del mundo –precisamente en su cima- cuyas imágenes acompañan esta nota. Junto a un grupo de amigos y amigas argentinos con quienes nos habíamos desplazado hasta allí, y tras un ascenso, primero en 4×4 más que exigido y luego a pie, el espectáculo de esa obra de los ancestros en semejante lugar –y lo imponente del paisaje- suponen por sí mismo una experiencia trascendente. Pero habría más. Mucho más.
Sería sólo semanas más tarde cuando pasando en limpio apuntes y material fotográfico comenzamos a hilvanar con el nutrido grupo de acompañantes ciertas “causalidades” que signaron la expedición. Un caso contundente de lo que yo denomino “telepatía estética”, cuando con la amiga Analía Martínez Suárez, consumada aficionada a la fotografía, descubrimos que en un recodo del camino ambos habíamos tomado exactamente la misma fotografía del terreno. Un escéptico sostendrá que es una “casualidad”, que el hecho de detenernos ante esta belleza de la naturaleza y estar pasados del mismo lado del abrupto sendero hizo que las imágenes fueran tan similares: con Analía creemos, por el contrario, que la “mirada” de cada uno es personal y única, que siempre hay leves desplazamientos laterales, algún ángulo…. Y aquí estamos hasta dos imágenes exactamente iguales.
Como eso supone que esa “visión personal” de la que hablaba líneas arriba fue compartida, y sabido como es que la Telepatía se define como “una misma imagen, emoción o sensación coexistente en dos o más conciencias simultáneamente”, ello me da sustento para definir esto que he llamado “telepatía estética” y que, como el lector avispado habrá sospechado, consiste en compartir, por mecanismos extrasensoriales, una misma percepción artística.
Un segundo hecho de alta extrañeza -si no fuera que el Camino nos tiene acostumbrados a estas “extrañezas- ocurrió cuando, al realizar conjuntamente una ofrenda al “apu” (espíritu de la montaña) dirigida por mí, pido, en voz alta, que el Universo nos de una señal que nuestra ofrenda era aceptada, pues fue en ese exacto y preciso momento cuando una tenue nevada se desató sobre nosotros, casi como una caricia de las nubes…
Y finalmente, lo que será el leit – motiv de esta nota: ya habíamos emprendido el ascenso a pie, y me detuve en un recodo para contemplar, por un lado, la maravilla del Iztacihuatl y el Popocatepetl juntos, allá en lontananza, a la vez de permitir al querido amigo-hermano Jorge Badillo, que como siempre alegraba nuestras travesías en México acompañándonos, tomarme unas fotos. Recuerdo que, de pie, miraba las lejanas montañas y de reojo a Jorge, cuando pensé que el esfuerzo humano y económico de estar allí se enriquecía con la vivencia y el paisaje, pero, si tenía algo más que aprender, que fuera “ahora”. Y fue en ese momento cuando, casi como un rayo, me golpeó la imagen que acompaño.
No tardé mucho en comprender su profundo significado: ¡me enseñaba cómo la montaña es un horno alquímico, un “atanor” (tanto como en otro sentido lo es el Temazcal), una “máquina de transmutación espiritual”!. Todos quienes deambulamos en estos andariveles sabemos que la montaña tiene “energía”, sea en un sentido literal o simbólico, y de su valor como reservorio de conocimiento y lugar de crecimiento espiritual.
Pero siempre sentía que faltaba un eslabón en la explicación a quienes se inician en estas lides: y aquí estaba.
Recordemos, en primer lugar, que el ascenso a la montaña es “tekio” (ya he explicado muchas veces porqué empleo expresiones en nahuatl): trabajo, esfuerzo como ofrenda. En Occidente y en tiempos modernos vemos el trabajo en función del “resultado”, y hemos olvidado que la acción en sí misma es el resultado si es ofrenda al Universo. Mi amigo-hermano Jorge lo dice mejor que yo: “Trabajo conciente, Sacrificio voluntario”. De eso se trata. Hacemos lo que hagamos no sólo por el fin, sino por darle significado a la Acción. Porque esta es la gran diferencia entre el Chamán y el hombre común: éste último mide lo que hace por lo que produce. El primero, privilegia lo que Ofrenda en lo que Hace.
Sabedor que el Universo se encarga del resto. Insisto en este, primer punto de capital importancia: el individuo que cree que la Acción sólo importa por el Resultado (poniendo su atención, expectativa y por ende, energía, como foco en esto último) pierde la potencialidad catalítica (en el sentido químico de “catalizador”: una sustancia que acelera la transformación de otra) de esa Acción. Esto también es Magia.
De manera que el ascenso de la montaña, el ascenso conciente escribo, el ascenso que trasciende el hecho final de alcanzar la cima o –en este caso- llegar al adoratorio a Tláloc, es tekio en el sentido descrito.
En esta misma línea de pensamiento hay que concebir las “caminatas espirituales” que ya he desarrollado en otro lugar. También es “tekio” y el ascenso a toda montaña, una caminata espiritual.
Pero pasemos a la columna vertebral de estas reflexiones, la “imagen” (aún me pregunto si lo percibí como “imagen” o como “mosaico de sensaciones”) que les acompaño, y que ejemplifica –he allí su mérito didáctico- cómo actúa espiritualmente la montaña. Porque éstas (sean cuáles fueren; cuánto más, como se comprenderá, si son volcanes –como lo es el Tláloc- ; cuánto más si han sido destinadas a fines espirituales, como en este caso) es una, dije, “máquina espiritual”, ya que es el punto de Gaia donde interactúan, se combinan y se articulan y armonizan los Cuatro Elementos de la Naturaleza.
Sólo en la montaña, que hunde sus pies en el Fuego Primordial que es el magma de las profundidades, asciende a través de la tierra, se eleva en el aire y es bañada por el agua, confluyen estos elementos. En un lugar cualquier de la selva o el campo podrán tener agua, aire y tierra, pero no fuego. En el mar, agua y aire, no tierra ni fuego. Sólo en la montaña se conjugan, resumen, confluyen las energías de los cuatro elementos en esa verdadera antena natural, en esa aguja de acupuntura telúrica que eleva sus manos a las alturas… Por eso comprendo que el “tekio” conciente efectuado en una montaña, transmuta.
Y esto son mucho más que algunas pocas palabras.