En nuestra primera parte me extendí en los aspectos más periféricos y de contexto, situados ya en el terreno, sobre la Cueva. Vamos a enfocarnos ahora, aquí, en los eventos, las anécdotas, los hallazgos, reflexiones y propuestas a futuro (que no conclusiones).
En puntual y rápida sucesión, comenzaré describiendo la sorpresa que significó ver de cerca (no como otros autores, simplemente manejándose con fotos de dudosa calidad) el llamado “portal de Moricz”. Ya saben: luego de descender por la chimenea de acceso, caminan un trecho de unos cuarenta metros, llegan a otro desnivel, de entre 5 y 6 metros (que se desciende nuevamente con rappel) y unos metros más adelante, a su derecha, aparece dicho portal. Como se ve desde ese acceso, es indudablemente natural: las grietas verticales y horizontales, que parecerían el encastre de distintos bloques, aparecen como zigzagueantes, de unos pocos centímetros de profundidad, que ni siquiera recorren toda la superficie de la roca. Ésta es piedra caliza, cuya diclasia, ya sabemos, facilita la fragmentación en líneas rectas. Pero, sin embargo…
Cuando uno pasa por debajo del portal –en dirección a la alta galería que llevará más adelante a la “Catedral”, área del campamento- y se gira para ver el portal desde otra perspectiva, la cosa cambia radicalmente. Porque allí sobresale un bloque, de unos dos metros por setenta centímetros por cincuenta, un perfecto paralelepípedo regular, ubicado en la esquina superior derecha de aquél, demasiado… artificioso como para no suponer la intervención de una mano, humana o no, para darle forma y consolidar así el anclaje de un punto de alta resistencia en un sector tan sensible.
Aún antes de atravesar el portal, se abre una galería conocida como “la galería del Diablo”, llamada así porque muchos han relatado la observación de “sombras” y entidades desplazándose en ella. Esta galería se encuentra actualmente cegada por un derrumbe, seguramente consecuencia de un movimiento sísmico, a unos veinte metros de la entrada a la misma. Pero aún antes de llegar a ese punto, el pasadizo se encuentra obstaculizado (mas no completamente obstruido) por un bloque de piedra, caído en posición levemente diagonal, y que es casi un cubo perfecto. Permítanme puntualizar esto: toda la Cueva es en su mayoría de piedra caliza, los “portales”, dinteles, cortes cúbicos podrían estar presente en cualesquiera de sus 3,8 kilómetros de recorrido, pero es sólo ese punto, a pocos metros de distancia uno de otro, que se encuentran estas dos anomalías particularmente regulares.
Avancemos ahora, lleguemos a la Catedral, y montemos el campamento. Es una galería de unos doscientos metros de profundidad, cincuenta de ancho y cuarenta de altura. A espaldas de la dirección que nos llevará a mayores profundidades, en sentido oblicuo del trayecto que nos trajo al lugar, se abre una especie de cámara secundaria donde se encuentra la otra gran chimenea, una que sólo se ocupa en caso de emergencias (por ejemplo, si hay fuertes lluvias, pues en la chimenea de acceso principal “muere” una quebrada que en época pluvial se transforma en un verdadero río, el cual se precipita como cascada hacia las profundidades, haciendo imposible el ascenso y descenso de cordada por la misma). Esa otra chimenea es aún más alta (o profunda; depende desde dónde la están viendo ustedes) con casi cien metros, y la conocemos como “Del Altar” por razones que inmediatamente detallaremos.
El suelo –como en gran parte de toda la Cueva- se encuentra cubierto de guano de los pájaros tayos. Decenas de miles de años con millones de pájaros viviendo allí han hecho una capa compacta a la que se le suponer de 3 a 5 metros de espesor, según el lugar. Y si bien al caminar uno lo siente como suelo sólido, no olvidemos que es, siempre, heces compactadas.
Bien, en esa área, aquí y allá, sobresalen algunas rocas, visiblemente erosionadas por el agua que ha ingresado durante milenios desde lo alto. Pero hay un punto donde un conglomerado de rocas, en total de unos tres metros de diámetro por dos de alto, conglomerado formado por rocas un tanto bastas y más pequeñas, da la apariencia de un “Tetrys” desarticulado. Casi con seguridad ha sido una construcción artificial –imposible definir por qué etnia: recordemos que los Shuaras llegan a la región apenas 600 años atrás- que, nuevamente, algún sismo ha hecho caer. En una saliente de la pared cercana, casi colindante con ese conglomerado, el padre Porres, salesiano y arqueólogo que participó de la expedición ecuatoriano – británica de 1976, sí, la misma que “dirigiera” Neil Armstrong, supo encontrar restos de cerámicas y restos humanos; hallazgo que llevó a denominar, justamente, el lugar como “el Altar” por suponerle carácter ofrendatorio. No he encontrado todavía la información de datación y naturaleza de esos hallazgos, y sospecho que hay allí mucho más por descubrir (una expedición hace pocos años ingresó un “georradar” y, pasándolo por la sección, detectó dos pilares (no se sabe si de piedra u otro material) por lo que hay mucho que seguir trabajando en el lugar.
El Sol ingresa por la chimenea aproximadamente a las 10 de la mañana, y el primer punto donde su haz de luz, recto, definido, intenso, pega, es precisamente en ese conjunto de rocas que llamamos “el Altar”. Pero antes de continuar, permítanme señalar una evaluación personal.
Como ustedes saben, mi idea original era hacer un “mapeo” radiestésico del interior de la Cueva. Pero debo ser sincero: una cosa es la ingenuidad de proponerlo desde la comodidad del estudio y otra muy diferente, hacerlo en el terreno. Porque la humedad, lo resbaloso del terreno, las tarántulas y escorpiones, resbalones y caídas (recuerden mi propio esguince de tobillo izquierdo, recuerdo doloroso que aún me acompaña al momento de escribir estas líneas) literalmente te ponen en una situación de “supervivencia”: la mayor parte de la energía, la atención, el tiempo, se invierten en asegurarte de no tener un mal y accidentado recuerdo con lo cual se necesitaría un grupo mayor –y más días- para llegar a concretar el objetivo mencionado. Y sin embargo –especialmente gracias al trabajo del amigo Jorge Herrera, que se dedicó con ahínco a revisar con su péndulo distintos puntos del lugar, señalándome la intensa carga negativa de algunos aparentemente azarosos- revisamos y comprobamos algunos hechos muy sugestivos.
Por ejemplo, con mis varillas (“dualrods”) detecté que el conglomerado de rocas que llamamos “altar” se encontraba en un cruce de “líneas Hartmann” (lo que es interesante, a la hora de preguntarnos si esto es azar o quienes allí las reunieron “detectaron” de alguna manera esa particularidad). Entonces, una línea Hartmann se aleja desde ese altar hacia el fondo o final de la cámara, casi en vertical debajo de la chimenea y, como era dable esperar, voy encontrando mientras me desplazo las correspondientes otras líneas Hartmann perpendiculares a esta, a dos, tres y seis metros. Les pido a algunos muchachos del grupo que se ubiquen de pie en esos cruces, y, claro, queda un alineamiento de colaboradores que comienza en el altar y se aleja hacia el fondo de la cámara. El hecho es que un rato después, cuando el rayo de luz solar entra por la chimenea e impacta en “el altar”, al paso de los minutos, mientras obviamente el Sol se desplaza n el cielo, aquí abajo lo hace el rayo de luz, trazando como un lápiz láser su propias ruta en el suelo… que entonces descubrimos coincide con exactitud sobre la línea Hartmann detectada y los puntos donde mis colaboradores se habían situado.
Me preguntaban luego los chicos si no era extraño que dos fenómenos “naturales” (rayo de luz solar que entra por la chimenea, línea de energía telúrica Hartmann) coincidiera con tanta precisión y, ciertamente, no creo que sea extraño (como el cálculo de probabilidades es exponencial, seguramente me habría sorprendido que tres fenómenos naturales lo hicieran, mas éste no era el caso). Lo que sí es sorprendente es que los antiguos constructores del lugar pudieran detectar como un fenómeno bien visible (el rayo solar) coincidía con uno que no lo es para nada (la línea Hartmann). No los imagino con péndulos y varillas, aunque me cabe conocer su sensibilidad especial y comunión con la selva que les permite logros realmente sorprendentes (cuento dos anécdotas: mientras transpirando a mares subíamos o descendíamos hacia o desde la comunidad Shuar en nuestra llegada y retirada, algunos miembros, pequeños, enjutos, cargaban nuestras mochilas y literalmente “surfeaban” entre rocas y lodo, hacia arriba y hacia abajo más de una vez cada uno mientras nosotros torpemente tratábamos de alcanzar esos destinos. Y el día que nos íbamos, un niño shuar, parado junto al río colaborando con la carga de la canoa, de pronto mira fijamente el agua y de un salto se sumerge, con botas de caucho, vestimenta y todo, en el curso de agua para emerger con un enorme y plateado pez que había capturado… con sus manos). Por ejemplo, les recuerdo el conocimiento de los antiguos Toltecas en el México prehispánico de detectar esas mismas líneas de energía con la sensibilidad de su propio organismo, simplemente moviendo la mano derecha paralela al suelo, con los dedos bien abiertos, hasta sentir que el anular era “jalado” hacia abajo, lo que interpretaban como un punto energético particularmente fuerte y positivo, ideal, por ejemplo, para “sembrar” un Temazcal.
Relato otro hecho muy interesante. Ya Wesley y Oscar, nuestros guías técnicos, nos habían relatado que habían visto en otras ocasiones “luces” de cierto diámetro moviéndose dentro de las galerías. Pues bien, cuando llegamos al punto que se conoce como “el Anfiteatro” (pues las graderías casi semicirculares erosionadas por las corrientes de agua dan esa impresión) decidimos hacer un alto para descansar y meditar. Apagamos todas nuestras linternas y, obviamente, quedamos sumidos en la más absoluta oscuridad. Pues a los diez minutos de estar sentados allí en silencio, comenzamos –todos- a observa unas pequeñas luces blancas y celestes que se mueven irregularmente frente a nosotros. ¿Luciérnagas?. No sé de la existencia de luciérnagas en esa profundidad, pero no soy entomólogo para negarlo. Lo que sí no era una “luciérnaga” era una fuerte luz roja, como la de posicionamiento de edificios frente al tráfico aéreo, que allá arriba, en lo que suponemos el techo de la caverna, se encendía durante unos 40 o 50 segundos, se apagaba otros tanto y volvía a encenderse. Y cuando dirigíamos nuestras luces hacia allí, no había absolutamente nada…
(Continuará)
Muy interesante, segui asi!!Saludos Ricardo