Tal vez el lector no crea (ni se lo haya cuestionado nunca) en la existencia de algún Arlequín cósmico que juega a las sincronicidades y guiños causales con la especie humana -como posiblemente también lo haga, a su modo, con otras especies- y entonces, se verá compulsado a acudir a la construcción de otras explicaciones para organizar, cuando menos y en su mente, las correspondencias extrañas que el mundo cotidiano depara al ojo avizor. En un reduccionismo absurdo disfrazado de escepticismo seudocientífico, llegará al extremo de no ver tales “correspondencias” sino como la atención selectiva puesta sobre casualidades que entenderá como circunstanciales, olvidando que la suma de las casualidades hace a la Causalidad. Mientras tanto el autor, modestamente, deduce -que no “cree”, pues después de todo, cualquier creencia no necesita evidencia- que, por el contrario, ciertas correspondencias remiten a patrones repetitivos. Y la extrapolación de éstos, a leyes generales. Lo enigmático, extraño, desconocido, si es manifestación de una Realidad que aún se nos escapa, debe tener sus propias leyes, y es precisamente señalando estas correspondencias como llegaremos a formularlas.
Si este pensamiento es correcto, los sitios, lugares o zonas “especiales” (“mágicas”, “sagradas”, “de poder”, “de ventana”, “de portal” o “liminales”, este último curioso esfuerzo de etimologización académica popularizado por el colectivo “Fundación Mesa Verde”, de Argentina) deben repetir esos “patrones”. Las razones por la que se repitan (y, aún más, porqué “esos” y no “otros”) es aún tema de especulación. Sin embargo, cerraré esta nota con una hipótesis personal, para trascender lo especulativo hacia lo probativo.
Como los lectores conspicuos saben muy bien, quienes hacemos “Al Filo de la Realidad” y el Instituto Planificador de Encuentros Cercanos (IPEC) venimos estudiando y relevando sistemáticamente los episodios -tanto ufológicos como, en un sentido amplio, “paranormales”- que han ocurrido y siguen ocurriendo en la localidad de Villa Hernandarias, provincia de Entre Ríos, Argentina. En este último año, paralelamente, se ha conformado un grupo de investigadores (pero sobre todo, buenos amigos) que, bajo el título de “Proyecto Zona Uritorco” y conformado, además del suscripto, por Emanuel Giúdice, Marcelo Metayer, Alberto “Quique” Marzo y Adrián Varela, creamos con el propósito de realizar estudios -tanto “de biblioteca” y archivos como de campo- sobre aspecto poco tratados, escasamente abordados o un tanto “espinosos” de Capilla del Monte y proximidades. Pero como siempre ocurre con un conjunto de mentes inquietas, los intereses intelectuales y la curiosidad entusiasta trasciende los límites temáticos originales, de forma que “Proyecto Zona Uritorco” -sin perder su foco en la mitogénesis capillense- extendió sus husmeares a otros terrenos y, entre ellos y cómo no, lo que viene ocurriendo en Hernandarias.
De manera que los días 22 y 23 de abril de este año, el grupo en su totalidad -secundado también por referentes locales, muy próximos también a nuestro afecto, como Rodolfo Tenorio, Néstor Santana y Oscar González- nos volcamos a reunir información “in situ” sobre la compleja casuística que presenta el lugar. Ustedes, nuestros lectores ya han leído nuestros trabajos sobre la teleportación de un jovencito en ese pueblo, el misterio de “la luz del Correntoso” e, inclusive, anécdotas históricas como la del “caníbal Aparicio Garay”. Y si la casuística enigmática del lugar se redujese sólo a estos tres episodios, lo señalarían como un lugar sugestivamente extraño, sí, pero quizás, sólo hasta ahí, explicable -la recurrencia geográfica- por cierta “casualidad”. Pero, ¿qué pensarían ustedes si -como iremos informando cumplidamente- esa casuística, limitada a un área geográfica escasísima, se multiplicara exponencialmente? Marcelo (Metayer) supo escribir “Hernandarias tiene más casuística que Capilla del Monte”. No se busca aquí una competencia cuantitativa, no sé si es exactamente más o exactamente menos, pero sin duda en un parangón, sin tanta promoción turística, las comparaciones son inevitables. Prácticamente no hay habitante de Hernandarias que no haya sido protagonista (o conozca de manera cercana a alguien) de algún episodio ufológico o parapsicológico. De hecho, en días publicaremos un “racconto”, un esbozo de “censo” de casos, sólo a efectos que ustedes puedan tomar perspectiva de la dimensión de la extrañeza en este lugar, en general tan poco conocido no digo ya por el resto del mundo sino aún por nuestros compatriotas argentinos.
Pero no se trata solamente que Hernandarias -como Capilla del Monte- acumule decenas de testimonios de observación de luces en el cielo, apariciones y entidades. La correspondencia llega al extremo de tener su propio Bastón de Mando.
Decir “Bastón de Mando”, en este mundillo de lo insólito, remite no sólo a historias del Uritorco, sino a Guillermo Terrera, Orfelio Ulises Herrera, el “bastón” o “toqui lítico”, también conocido como “Simihuinqui”, un cetro de basalto pretendidamente “comechingón” (“Henia – Kamiare”, si hemos de ser prolijos) que la saga dice habría sido desenterrado de las laderas del cerro Uritorco por Ulises Herrera tras un viaje iniciático al Tibet y por órdenes y guía expresas de sus maestros en esas antípodas. Un bastón lítico que habría pasado a manos de Guillermo Terrera, ungiéndolo en portaestandarte de una tradición esotérica, mística, que tiene numerosos seguidores y sobre la que demasiado se ha escrito. A fin de cuentas, hoy, el tríptico Bastón de Mando – Erks (la supuesta “ciudad subterránea”) – Uritorco son, cuando menos en el imaginario de los entusiastas más sensibles, el fundamento basal que sostiene toda la “movida” que lleva a decenas de miles de personas a ese pueblo cordobés en busca tanto de una anécdota “mágica” como de un nuevo sentido a sus vidas.
¿Y a qué viene este introito? A que Hernandarias cuenta… con su propio Bastón de Mando.
La historia comienza allá por Semana Santa de 1991, cuando Raúl Monzón, entonces un jovencito con pasión por la caza y la pesca, recorría con otro amigo sus pesqueros habituales, costumbre que aún hoy, con 58 años y paralelamente a su oficio de albañil, continúa haciendo, lo que lo constituye en un hábil conocedor del cambiante río y los secretos de sus vericuetos. El punto es que en esa oportunidad deciden instalarse en el paraje conocido como “El pozo del diablo” o “La bajada del cojudo”, y ambos nombres merecen unos minutos de atención.
El primero le es dado por los lugareños hace muchos años, cuando la orografía presentaba en ese lugar una pequeña bahía (hoy borrada por el movimiento de tierras de la costa). En la misma parecía haber un pozo de gran profundidad, y cuando se arrojaba en su interior una línea de pesca era común sentir que era tironeada y jalada con fuerza hasta que finalmente se liberaba, pero manteniendo la carnada intacta en el anzuelo (de haberse tratado de un pez de buen tamaño, es obvio que el cebo estaría cuando menos carcomido). El segundo nombre es aún de uso: la expresión coloquial “cojudo” remite a una persona valiente. Y aplica porque en ocasiones, especialmente cuando los pescadores se quedan de noche, se escucha por la barranca que da al río el ruido como de una tropilla de caballos que baja al galope cuando, obviamente, no hay nada ni nadie (por lo que se necesita ser valiente para acampar allí).
Regresando entonces a nuestra historia, ese día de pesca Raúl decide ascender por la barranca, al costado de un chorrillo de aguas que descendía por la misma, a la búsqueda de leña seca para encender un fuego. Y en esa caminata es cuando observa sobresalir de la tierra algo, que en principio por su apariencia confunde con un elemento metálico: es este “toqui” lítico (“toqui” es palabra quechua que se aplica en Arqueología a todo bastón de poder, por ejemplo, de cacicazgo o de un chamán). Cuando lo desentierra al tacto se sorprende al descubrir que es de piedra. Lo golpea y suena metálico (así sonaba en mis manos también, lo que me hace suponer que se trata del conocido “basalto campana”, precisamente por el típico sonido que le caracteriza). Por un momento piensa que suena a “hueco” y aún hoy admite que tuvo la tentación de quebrarlo para ver si había algo de interés en su interior, decisión de la que se sigue felicitando ‘por su prudencia. Es interesante acotar aquí que poco tiempo después sobre la misma barranca se observaron y hallaron fósiles, una antiquísima “cruz de palo”, probable recuerdo de algún infeliz anónimo sepultado en ese terreno inhóspito vaya a saberse en qué momento del pasado, restos de vasijas y parte de un cráneo.
Escuchemos entonces, al propio Raúl Monzón contando su experiencia…
¿Qué podemos sacar en claro de este hallazgo, que el protagonista cuida aún con respeto y dedicación encomiable? Es muy posible que en la parte superior de la barranca (que desde toda la región tiene una vista incomparable al río y -este no es un detalle menor- al Oeste, es decir, al ocaso, a la puesta del Sol -con toda la implicancia ceremonial que ello tenía para las antiguas culturas-) hubiera habido un enterramiento ceremonial indígena. El cambiante perfil de la costa, los deslaves (como el marcado por el chorrillo junto al cual caminó Raúl, y cuya generosidad de llevarnos recientemente al preciso lugar permitió confirmarlo, siendo esperable regresar para una prospección ordenada y en profundidad), la mutable Naturaleza toda destruyeron el mismo, esparciendo su contenido pendiente abajo. Este “toqui” posiblemente fue el Bastón de Mando de un jefe tribal o un chamán de importancia. Ahora bien: el Bastón de Mando famoso del Uritorco no es -como algún desprevenido puede suponer- una pieza única: otros se han encontrado en distintos puntos del territorio, especialmente hacia el centro y norte del país, entre diaguitas, calchaquíes, huarpes, etc. Sin embargo, de este material, calidad de pulido y terminación y encontrarse en el Litoral mesopotámico sólo puede haber tenido un origen: quizás por intercambio comercial u obsequio, desde estos pueblos lejanos hasta las etnias locales (chanáes). Pero más importante es señalar lo siguiente: se han encontrado otros, pero no muchos otros. Era evidentemente un ornamento escaso, preciado, oneroso, especialmente -insisto- de esta calidad. Y, por cierto, sin parangón en el Litoral que se sepa.
¿Cuál es su razón de ser, entonces? ¿Y cuál es mi hipótesis (porque libero a mis compañeros de “Proyecto Zona Uritorco” de sentirse implicados en la misma? Precisamente, no es gratuita la comparación que hice con Capilla del Monte al comienzo de este artículo. Porque estoy convencido que la presencia de este “toqui” de este “Bastón de Mando” símil al del Uritorco señala que en tiempos pretéritos se identificaba, se sabía que estos dos lugares (y vaya a saberse cuántos otros más) eran por alguna razón “sitios de poder”. La posesión (en el jefe de la comunidad o su sabio más prominente) de un “toqui” de estas características era no sólo una forma de honrar el lugar; era la manera de señalar, advertir, informar a los ajenos que estaban pisando “terreno sagrado”. Un terreno sin publicidad rimbombante, pero con una casuística histórica que justifica nuestros mayores esfuerzos, a la par de incentivar a la comunidad ufológica o investigativa a comprobarlo objetivamente.
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