PÉRDIDA DE ESPIRITUALIDAD Y COMPROMISO POLÍTICO

    Tengo la absoluta convicción de que, si consultamos a una mayoría de nuestros contemporáneos respecto a su visión del mundo hoy, casi todos responderán con términos como «violento», «insensible», «problemático», «desilusionante», «angustiante» e «inhumano». Palabra más, palabra menos, he hecho personalmente la prueba durante dos largos años de escuchar y anotar y lamentablemente debo admitir que casi el 90 % de mis entrevistados involuntarios adoptó una actitud entre taciturna y asustada al ser solicitados de descripciones respecto de la realidad que nos toca vivir, tanto en lo local como en lo mundial. Y si uno es demasiado permeable a las influencias mediáticas, resulta difícil no ser arrastrado por esa corriente: la escalada de crímenes violentos, la desproporcionada distribución de los recursos en el globo son sólo dos facetas cotidianas. Como si no bastara, la naturaleza misma parece corresponder con su cuota de desastre: aparentemente, más terremotos, huracanes e incendios forestales asolan a la faz del mundo y nuestra humanidad. Ante semejante, desolador panorama, lícitamente uno tiene derecho a preguntarse: ¿qué está pasando?. ¿Qué desencadena y sobre todo qué detendría esta aparente pérdida de equilibrio cósmico?. ¿Adónde iremos a parar?. ¿Qué podemos hacer, si es que podemos hacer algo?.

Soy un convencido de que para intentar siquiera esbozar una provisoria solución debemos discernir la paja del trigo, lo verdadero de lo falso: así, es tentador –pero gratuitamente fundamentalista– establecer una asociación entre la espiral ascendente de delitos en el orden mundial y la debacle de las fuerzas naturales. Pienso que debemos partir de una premisa: si realmente existe una relación vinculante, lo es en forma tan indirecta que en cualquier eslabón de la cadena estamos a tiempo de detener ambas catástrofes.

¿Las masacres étnicas en Ruanda incidieron de alguna manera en la erupción del Popocatépetl? Sería una forma tragicómica pero necesaria de ese planteo; no otra cosa nos dicen tantos dirigentes religiosos cuando amenazan con el «fin del mundo» en razón de nuestros pecados, individuales y colectivos.

Pero hay realidades e interpretaciones de la realidad, dos concepciones no necesariamente sinonímicas que para el común de la gente pasan inadvertidas. Y la vida se realiza con variantes, como si los ideales estuvieran escritos en otra lengua y la realidad fuera una mala traductora.

Así, debemos admitir –si queremos razonar sanamente– que no hay, necesariamente, más terremotos que hace un siglo, como si la madre Tierra se sacudiera las pulgas con más frecuencia que antes: hay una mayor difusión de los hechos, los que a su vez son perceptibles de manera cada vez más sutil. Un siglo atrás, nos enteraríamos de un terremoto en las antípodas –si es que nos enterábamos– acaso meses o años después de ocurrido, y los felices mortales no establecían relación (tal vez por la distancia temporal) entre ese terremoto tardíamente conocido y una inundación devastadora que les asoló meses atrás en sus propias costas. Hoy, gracias a la globalización de las comunicaciones, sabemos ahora lo que ocurre en Japón apenas con minutos de diferencia de lo que está ocurriendo en Argentina, y, tendenciosamente, formulamos un improbable 1+1; es como si un sencillo campesino, al visitar por primera vez la gran ciudad y uno de sus centros comerciales, creyera que el acto de abrir a primeras horas de la mañana las puertas de acceso activara las escaleras mecánicas que llevan al primer piso, simplemente porque un hecho es casi inmediatamente simultáneo con el otro. (Creo que lo saben: mientras un empleado aprieta el control remoto que abre los portones –o un par de ellos lo hacen manualmente– otro activa el circuito de la escalera mecánica: la única coincidencia es que todos comparten el mismo horario inicial de trabajo).

Veamos si queda suficientemente claro: no creo que existan más terremotos –y tomo sólo un ejemplo– creo que estamos mejor informados que hace diez, treinta o cien años, y en vez de comprender el aspecto cualitativo de la información somos apabullados por el aspecto cuantitativo.
Y también ocurre que los aparatos de detección son tanto más eficientes y masificados que hoy podemos anunciar un terremoto de grado 3 en la escala de Richter ocurrido bajo el Océano Pacífico a setecientas millas de la isla poblada más cercana y engrosar con él las estadísticas –aun cuando posiblemente ningún humano sobre el planeta se percató de su existencia– cuando antes, por esa carencia tecnológica, simplemente ni nos enterábamos que había ocurrido.

Algunas consideraciones similares podríamos hacer respecto a otro de los grandes males urbanos: el delito. ¿Ocurren en mayor cantidad que antes o nos enteramos –diríamos que hasta un hartazgo morboso– de los más escabrosos detalles de crímenes que antes tenían la indiferencia de la ignorancia?. Un homicidio, si tiene los componentes que lo hacen vendible (de ser posible, sexo y drogas) es mostrado truculentamente en los noticieros, debatido en los talk shows, analizado lacanianamente por los opinólogos profesionales de turno, bombardeado en imágenes multicolor desde la portada de las revistas semanales… Tal vez existan ciertos matices (pero sólo matices) circunstanciales: una labilización, una flexibilización de la justicia en aras de un no sé si bien entendido populismo; el advenimiento de la democracia en muchos países tercermundistas que obligan al imperio de la ley donde antes sólo existía represión; y la represión atemoriza tanto al terrorista como al delincuente común. En Argentina, escucho con demasiada insistencia aquello de «en época de los militares estábamos más seguros» olvidando quienes lo dicen que en realidad no estábamos seguros, sino prisioneros: que si para bien del delincuente era lo mismo robar un banco o asaltar a mano armada a un transeúnte, para el activista político era siempre mucho peor, con lo que se construía una imagen perversa de la escala de la maldad (era más delito ser comunista que ladrón), y que el ciudadano «honesto y decente» vivía sin problemas siempre y cuando no frunciera muy seguido el ceño ante los discursos oficialistas –cuanto menos en público– ni comentara demasiado insistentemente su rechazo a los modelos políticos de entonces. Que se conformara con el «nicho social» que le tocaba y ya.
En esas épocas, por ejemplo, eran comunes titulares en páginas interiores de los diarios, nunca de más de tres columnas por unos cuantos centímetros de texto, que informaban, por ejemplo: “18 terroristas muertos al explotar camión en que transportaban explosivos en el Gran Buenos Aires”. Nunca una cobertura televisiva, nada. Sin entrar en estériles discusiones respecto a si se trataba en verdad de dieciocho imprudentes que confundían explosivos con golosinas o una ejecución masiva y sumaria por parte de fuerzas militares y paramilitares, pregunto: ¿imaginan ustedes el festival del horror que los periodistas de hoy armarían durante semanas si algo así ocurriera en uno de nuestros nuevos países democráticamente recuperados?. ¿La sensación de espanto que ganaría a la sociedad?. ¿Los comentarios y admoniciones de neto tinte apocalíptico que lloverían desde todo púlpito?. ¿Los monólogos idiotizantes de «columnistas» televisivos respecto a la creciente inseguridad y deshumanización de nuestros días?. En los tiempos en que vivimos, realmente no pesa cuántos mueran y en qué circunstancias: todo pasa por cómo se presenta el festival. La vieja estrategia marketinera: más importante que el producto es el envase.

Pero es igualmente cierto que estamos perdiendo, socialmente, espiritualidad: esto no lo veremos tanto a nivel colectivo (creo que, masivamente, la Humanidad, como expresión generalizada, es espiritual) sino individual: en el comentario sarcástico de un familiar haciendo gala de sus dinerillos, en la exhibición obscena de los políticos enfundados en colecciones de Armani al visitar los barrios precarios de los suburbios con las manos cargadas de promesas. Veo a la Humanidad como una heroica flecha atravesando los tiempos, un multitudinario conglomerado de personas comunes haciendo cosas extraordinarias; veo palpitando detrás de ella a un Inconsciente Colectivo profundamente religioso, sintiendo que el mundo está mejor que antes. Pero cuando esa identidad de especie se fragmenta (en ideologías, naciones, religiones, aficiones futbolísticas, tirios y troyanos) aparece la masa: el informe monstruo de muchas patas y muchos ojos pero poco cerebro, a mitad de camino entre el Yo individual, empeñado en la posibilidad de su propia salvación, y la Conciencia Comunitaria a la que no reconoce. Como un sacerdote frustrado, que soñó con la santidad y cayera en la concupiscencia carnal, ha negado lo uno pero no supo reconocer su limitación para lo otro, y termina odiando a ambos.

Y por debajo de la masa, el individuo. El que habla de la bondad, pero no se atreve a ejercerla. El que, al repetir como un sonsonete, “soy pobre pero honrado”, (como si alguien que alcanzara en la vida una sólida posición necesariamente no lo fuese) disfraza de honestidad lo que, en todo caso, es falta de iniciativa, motivación y voluntad. El que se vanagloria de respetar la ley, pero en el fondo sólo por temor a las consecuencias de quebrantarla. El que confunde picardía y astucia con inteligencia. El que compra fácilmente un modelo exitista. El que sufre. El que se siente fracasado. El que en algún momento se pregunta en qué se equivocó y, por temor a la respuesta, concluye que la culpa no fue de él, sino «de los otros». El enfermo de excusitis. El que se dice que de pequeño estaba seguro de estar reservado para grandes logros. El que se refugia en templos, iglesias y sinagogas buscando comprar unas migajas de trascendentalidad. El que sigue vacío.

¿Están tocando nuestra canción?

De nada sirve

Escaparse de uno mismo (bis)

Veinte horas al cine puedes ir

Y fumar hasta morir.

Con mil mujeres puedes salir

Y a los amigos, los puedes llamar, pero

De nada sirve

Escaparse de uno mismo (bis)

De qué te sirven las heladeras

Y lavarropas, televisores,

Y coches nuevos y relaciones

Y amistades y diversiones

Si estás vacío y aburrido

De este mundo que está podrido.

No, de nada sirve.

Cuando estás solo,

Estas bien solito

Ya no hay guitarritas

Ni amplificadores.

Estás solo en la cama

Empiezas a mirar el techo

Empiezas a mirar el techo

Y en el techo no hay nada

Hay solamente un techo.

“¿Qué puedo hacer, qué puedo hacer?”

Es muy tarde, son las tres de la mañana.

Los bares están cerrados

Las mujeres duermen

Los cines también están cerrados

La guitarra no se puede tocar

Si no el vecino se va a despertar.

“¿Qué puedo hacer, qué puedo hacer?”

Estoy solo, y aburrido

No sé qué hacer,

Qué es el mundo

Qué es mi vida,

Qué soy yo,

¡me voy a volver loco!.

No sé qué hacer…

En ese momentito te das cuenta

Que todo es una estupidez

Cuando vas de veraneo

Y bailas ye-ye

Con sus movimientos centroamericanos

Sensualidad fabricada

Tratas de levantar mujeres…

Pero estás vacío…

Y estás muy podrido…

Oh, oh, oh

De nada sirve,

de nada sirve

escaparse de uno mismo…

Y la canción sigue. Moris la improvisó en un estudio de grabación de Buenos Aires allá por 1969. Más de cincuenta años después, como toda verdad, no ha perdido vigencia.

¡Ah!. ¡El éxito!. Vivimos en una sociedad que privilegia un cierto –no sé si erróneo– concepto de logro: el de la comodidad y la popularidad, formas parciales y subjetivas de la trascendencia. El poseer dinero nos permite (creemos) vivir sin problemas; viajar, trascender los límites de quienes nos rodean y por eso, sobresalir. El sobresalir a nivel social es la popularidad, la fama, y a la combinación de ambas la llamamos «éxito». El éxito nos permite ser tenidos en cuenta, es decir, estar en la mente de los demás. Cuanto más estamos en sus mentes, más se nos recuerda. Cuanto más se nos recuerda, se hablará o se escribirá sobre nosotros en las próximas generaciones. Así permaneceremos. Y al permanecer, prolongamos nuestra existencia más allá de nuestra vida física. Por un tiempo (muchos años o pocos siglos) seguiremos existiendo, lo que es como comprar una porción de eternidad.

Porque después de todo sí es posible que en ocasiones, Gaia se sacuda las pulgas. Sí es posible que el Mal sobre la Tierra no haya aumentado cuantitativamente sino cualitativamente. Doscientos años atrás, en una simple batalla europea morían treinta o cuarenta mil combatientes. Hoy, las batallas electrónicas tienen muchos menos muertos, pero nos duelen más. Nos escandaliza que no se cumplan los tratados de Ginebra. En las guerras napoleónicas, Ginebra era sólo una linda ciudad. Estamos más informados, más culturalizados y eso redunda en una mayor sensibilidad frente al mal. De manera que, si nos preguntamos por la primera causa de la pérdida de la espiritualidad, debemos responder: la deficiente culturalización de las masas empuja a subordinar lo espiritual a lo material, lo ideal a lo práctico, lo correcto a lo conveniente.

Algunos dirán que es una expresión poco feliz: yo diría que, en todo caso, es poco demagógica. Por supuesto que hay gente ignorante (lo digo en el estricto sentido del diccionario, sin connotación peyorativa alguna) que es espiritual, sensible; pero francamente me temo que son las excepciones que confirman la regla. En los medios –urbanos o rurales– donde la culturalización es baja he advertido como una pátina de insensibilidad que los endurece frente al sufrimiento, y el dolor va de la mano con el espíritu. Se llora (menos) la pérdida de un ser querido; duele (menos) la injusticia o la agresión gratuita; se tienen (menos) esperanzas de un futuro mejor. Por supuesto, también, existe la injusticia, la violencia y el deshonor entre los formados intelectualmente, pero esta apreciación habla en términos generales.

El siguiente punto, por consecuencia, debería pasar por definir culturalización. A mi modesto saber y entender, no es ni hablar de solvencia patrimonial o económica (pueden poseerse muchos bienes pero poca cultura) ni tan siquiera de especialización intelectual: un profesional universitario es apenas aquél que sabe más de ciertos temas del conocimiento humano que el resto, pero sólo de esos temas. Culturalización es universalismo, es reflexión sobre ese universalismo y es voluntad ideológica.

La siguiente causa es la carencia de afectividad. Toda expresión emocional tiende a ser públicamente censurable. ¿Por qué, si no, nos incomodamos cuando a nuestro lado en un transporte público otra persona, hasta entonces en silencio, estalla en una carcajada?. ¿Por qué los hombres no debemos llorar, y menos con audiencia?. ¿Por qué tratamos a los niños como pequeños adultos, destetándolos lo antes posible, enviándolos a kindergartens prematuros, atosigándolos de idiomas, computación y lo que esté de moda cuando apenas balbucean unas pocas palabras?. ¿Por qué no los cargamos en brazos, los cubrimos de besos estemos donde estemos y los llevamos con nosotros a todas partes?. ¿Por qué tantos padres buscan lo antes posible una niñera eficiente para dejarlos con desconocidos?. Para que aprendan a ser independientes, decimos. Para que no sufran-no sean dominados-no se retrasen en la carrera de la vida como nosotros a su edad, decimos. Mentira. Ocurre que la inmensa mayoría de los padres no eligió serlo; simplemente les pasó. Y les asusta el compromiso cuando ellos mismos están a la búsqueda de su centro, de su eje de equilibrio. Así que ponen distancia. Olvidando, por ejemplo y como escribiera Robert Lawlor, que sin la estimulación táctil en el niño no se genera la capa de mielina que recubre el eje de las neuronas, de donde deviene una relación entre caricia y mejor desarrollo cerebral. En realidad, casi todas las culturas, hasta hace dos o tres siglos, mantuvieron esa «edad feliz» de la niñez casi como un reflejo microcósmico y temporal de la mitológica Edad de Oro de tiempos gloriosos de la humanidad. Pero entonces llegó una forma más deshumanizada de tratar a la niñez. Y las justificaciones pedagógicas. Durante todo el siglo pasado y buena parte de este, la letra con sangre entra, la rigidez académica, el autoritatismo disciplinario y una actitud paternal fría y distante se consideraron criterios necesarios para modelar «ciudadanos patrióticos y fecundos». Pocos advirtieron (pocos advierten) que es sólo la proyección, en el mundo limitado y familiar, de un criterio que proveniente de un orden en las sombras necesitaba mutilar la niñez para tener obreros y soldados más jóvenes, mano de obra y carne de cañón más económica. Todo chico es un ángel. Sólo que, para cuando se da cuenta, ya es demasiado tarde.

¿Y qué decir de ciertas Iglesias, que más allá de cuánto abusen de la palabra «amor» obligan a sus devotos a medrar en las sombras de la culpa y la ignorancia?. Religiones que consideran impropio reír y divertirse, porque este es un valle de lágrimas y, ya se sabe, sólo vinimos aquí para sufrir, sudar y reverenciar al Señor. Iglesias sombrías, tétricas. Sacerdotes, ministros y rabinos de gesto adusto prometiéndonos los fuegos del infierno por nuestras travesuras infantiles. Intermediarios y comisionistas de Dios a los cuales debemos reverenciar sólo porque ellos mismos así lo dicen. O, en el mejor de los casos, mofletudos curas sonrosados que acarician con sus regordetes dedos cargados de anillos las cabezas de los niños, recordándonos que su dios (que no el mío) es un «dios de amor», siempre y cuando se le obedezca calladamente, advirtiéndonos sobre los peligros de buscar otras formas de espiritualidad que no sea aquella que ellos predican. Ciudades con más calles bendecidas con nombres de generales –patriotas o carniceros, sólo depende del punto de vista– que de bomberos heroicos o artistas inspirados. Vendedores de un Cristo moribundo y sangrante en la cruz, nunca del luminoso e inspirado orador de la montaña.

He aquí la tercera causa de la pérdida de la espiritualidad: la hemos confundido, no ya con religiosidad (una de las formas de la espiritualidad; ciertamente no la única) sino, aún peor, con sumisión eclesiástica. Y, ya se sabe, «iglesia» viene del griego “ekklesía” que sólo significa «reunión de hombres».

Y mucha pobre gente, crédula, ignara, trata de ser buena. Si uno es bueno, es decir, actúa bien porque no conoció otra forma de ser en la vida, o peor, por temor a la censura de los demás, o al enojo o falta de cariño de ellos, o a la represión social o legal, entonces esa bondad no es producto de una elección y por lo tanto tiene poco mérito espiritual. Ya que, en pleno uso del albedrío, sólo cuando me da lo mismo optar entre el bien y el mal, pero elijo al primero, estoy demostrando una libre voluntad de acción, sin los condicionamientos anteriores, y por lo tanto esa elección es entonces valiosa. Dios nos da la bondad como un bien; y todo bien personal debe ser cuidadosamente administrado. Si Dios nos hubiera dado una suma de dinero para ayudar a los pobres, a la mayor cantidad posible de pobres y de la mejor manera a que hubiera lugar, ¿acaso no sería una falta de respeto a Él salir a la calle y dárselo todo al primero que pase?. Uno estudiaría con cuidado cada situación, decidiendo darle, por ejemplo, a éste cien pesos; a aquél otro, muy necesitado, diez mil y tal vez a un tercero, nada, pues puede ocurrir que nada necesite. Así que con la bondad debemos proceder igual; no se trata de, ante la injusticia del mundo, no ser buenos. No. Se trata de saber con quién debemos serlo. Si somos compulsivamente buenos, seremos como el tonto que sale a la calle a regalar todo el dinero al primero que pase; pronto nos agotarán toda la bondad que teníamos para dar. Así que hay que saber administrarla; tener en claro quién es acreedor a nuestra bondad y quién no, y de los primeros, en qué medida.

La experiencia argentina

Nietzche escribió que lo que no nos mata, nos fortalece. Un sabio chino hizo lo propio con una frase que decía que tanto el sabio como el imbécil cometen los mismos errores; la diferencia es que el sabio los comete una sola vez. Y otro escritor chino (es difícil no ser precedidos por los chinos) dijo que el hombre es el único animal que tropieza dos veces con la misma piedra. Así que podríamos concluir que un argentino es un animal que se detiene a estudiar cada piedra para ver si no es igual a aquella con la que acaba de tropezar, mientras ruega para que las cosas lo fortalezcan antes de acabar con él.

Desde el solsticio de verano del 21 de diciembre de 2001 (para recordatorio de aquellos que descreen de la antiquísima afirmación esotérica y astrológica que los cambios estacionales siempre acarrean mutaciones espirituales), el histórico «cacerolazo», las cosas empezaron a cambiar. Y todo salto cualitativo hacia delante (pues eso es lo que creo que ocurrió) significa dejar atrás la vieja muda de piel, desgarrar la crisálida, aplicar cierta selección natural (espiritual) de las especies que significa entender que se cambia con el salto cuántico o seremos desintegrados por él. La mitad de la Argentina salió a reclamar pacíficamente: en plazas, desde los balcones, en calles o desde el interior del hogar, las voces indignadas se levantaron dispuestas a no permitir más el oprobio, la expoliación, la mentira, apostando a un futuro de fe y esperanza para nosotros y nuestros hijos. Por primera vez en mucho tiempo, muchos argentinos tuvimos motivos (sin dinero, sin trabajo, con una educación y una salud pública destruidas) para sentirnos orgullosos. Porque tal vez mañana tendremos que sentarnos frente a nuestros hijos para explicarles por qué no pudimos ganar, por qué no pudimos cambiar la realidad a su favor. Pero ahora sabemos que no tendremos que pasar la vergüenza de mirarles a los ojos y decirles que no tuvimos la capacidad de intentarlo.

Pero ese salto cuántico de la sociedad argentina, un salto cuántico estrictamente espiritual (más allá de las motivaciones materiales e ideológicas) desnudó también las carencias espirituales de otros: desmanes y saqueos gratuitos, donde más de la mitad de la gente (nunca mejor el concepto de «masa») no asaltó los supermercados por hambre; lo que hasta cierto punto sería comprensible. Lo hizo para llevarse televisores, heladeras, computadoras, muebles y todo tipo de enseres. Y no eran sólo los pobres: comerciantes que enviaban a sus empleados a atiborrarse de mercadería para revender; señores transpirados cargando sus automóviles con botellas de vinos finos y delicadezas europeas, señoras clamando a gritos ante las cámaras tener al marido desocupado, diez hijos muertos de hambre y arrastrando a duras penas un par de cajones de cervezas.

Situaciones similares donde el vandalismo, la marginalidad y la delincuencia se enmascararon en el reclamo social ya las habíamos padecido doce años antes, al término del gobierno de Raúl Alfonsín. Pero en ese entonces todavía podíamos consolarnos con el sonsonete de nuestras abuelas: “La gente mala es la de menos, sólo que hacen más ruido”. Y uno decía que sí, que entre cada cien desesperados que cargaban artículos de primera necesidad habría seis o siete que delinquían. En esta última ocasión, ese argumento fue insostenible: la mayoría de las turbas saqueadoras simplemente, robaban. Muchos, según reveló después la crónica, eran los mismos vecinos o clientes de todos los días. Y mientras miraba los desmanes por televisión, pensé que esos mismos vecinos y clientes deben haberse detenido a conversar con patrones y empleados, haber pedido al fiado, cruzar saludos en la calle y deseos navideños en fiestas mejores que ésas. Y recordé aquella frase mía: mucha gente opta por ser buena sólo porque no tiene el coraje de ser mala.

Porque ante la suspensión del orden social, ante la inicial actitud policial de no reprimir y permitir el desvalijamiento de los comercios, ni los pobres ni los no pobres que saquearon distinguieron entre lo necesario y lo oportuno, entre lo comprensible y lo inadmisible. Entre la satisfacción de su necesidad básica o la satisfacción de un deseo superfluo a costa del perjuicio extremo del otro. Fue una guerra del que no tenía nada contra el que no tenía casi nada. O del que algo tenía contra el que tenía algo más. Una expresión de resentimiento, donde los vándalos se burlaban de empleados desconsolados que veían destruídas sus fuentes de trabajo al grito de “¡Giles!. ¡Aprendan a vivir sin laburar!”. Del que dice “pobre pero honrado”, y se consuela de su fracaso en la vida pensando que el que no lo es necesariamente o es un aprovechador o un tránsfuga y merece ser expoliado.

Estoy mirando la televisión mientras escribo estas líneas y causalmente, en un giro de sincronicidad jungiana, el noticiero me trae las imágenes de un hecho policial ocurrido en el sur de nuestro país. Omito los detalles para no ser aburrido; sólo cuenta que un grupo de asaltantes para distraer el accionar policial en una toma de rehenes arroja por una ventana una cantidad de embutidos y cajas de leche, ordenándole al personal policial distribuirlos entre la muchedumbre que a un centenar de metros se había agrupado para presenciar el «espectáculo». Y allí van, doscientas o trescientas personas abalanzándose como un malón sobre una camioneta de donde, a duras penas, alcanza cada uno a tomar uno o dos productos. ¿Es la desesperación del hambre lo que los impulsa a eso?. No exageremos: las cosas no están tan mal ni esto es Biafra. Es sólo el deseo de generar conflicto, desasosiego, rapiña y la cultura de la mendicidad.

Grupos crecientes de argentinos se han acostumbrado a vivir del Estado durante décadas. Desde el político artero que mantiene hasta su amante con los fondos públicos, hasta el empleado público que se lamenta de su bajo sueldo pero simplemente calienta una silla siete horas al día. Conozco a varias personas que se quejan de lo sufrida de su vida, de los deseos que nunca alcanzarán, que la plata no les alcanza y que no ven la hora que sus hijos crezcan para que les ayuden económicamente (o por lo menos, para que al independizarse no les ocasionen tantos gastos) a los cuales veo todas las tardes, sentados plácidamente a las puertas de sus casas, escuchando música, tomando mate, abanicándose del calor si es verano o sentados como tortugas alrededor de una estufa si es invierno, pero también tomando mate y quejándose. Son pobres, sí. Honrados, seguramente. Pero para nada inocentes de la situación de postración en que se encuentran. Porque sólo esperan que los sueldos aumenten, pero no las cargas de trabajo. Son pobres con mucho tiempo libre que podrían elegir dedicar a cosas constructivas: alguna otra actividad laboral, estudiar algo –no hablo de la Universidad, sólo pienso en oficios útiles– o ser solidarios con la gente que lo necesita. Pero allí están, como lagartos al sol. Son pobres que eligieron un estilo de vida. Pobres por actitud. Son pobres, y se lo merecen.

Y junto a ellos medra una casta adinerada sólo obsesionada por la fastuosidad, el exhibicionismo de sus posesiones y el montañismo social. Reuniones donde el Kenzo inunda las fosas nasales y las risas huecas obnubilan los oídos para no escuchar otras realidades, la del país o la de sus propias vidas, ahítas de escabrosos placeres o mezquinas aspiraciones. Son pobres de espíritu, y se lo merecen.

Ambos, comparten un consumismo que excluye de sus vidas toda otra motivación. Educan a sus hijos en lo conveniente, en lugar de lo correcto. Y son la masa. «Ésa» masa.

Mientras confundamos astucia con inteligencia, éxito económico a cualquier precio con realización en la vida (y «de» la vida) seguirá el drenaje de espiritualidad. Mientras seamos unos hipócritas que demos lecciones de «cómo deben ser las cosas» sólo porque ello justifique nuestro propio pasado, mientras la demagogia política proclame (a los gritos desaforados, si es posible) la gran mentira de que todos los hombres somos iguales (y no lo somos: ¿cómo puede valer lo mismo el voto de usted, que elige cuidadosamente a su candidato, se preocupa por conocer su plataforma electoral y la trayectoria de sus seguidores, con el de aquél que sólo piensa en el puesto político prometido o el asado y el vino del cierre de campaña?) olvidando la gran enseñanza del Ocultismo de que en realidad todos los hombres somos iguales en esencia, levemente iguales en potencia y totalmente desiguales en acción, la Espiritualidad (así, con mayúsculas) seguirá siendo una filosofía de vida, en lugar de una actitud de vida.

5 comentarios de “PÉRDIDA DE ESPIRITUALIDAD Y COMPROMISO POLÍTICO

  1. rimana dice:

    Por lo general estoy muy de acuerdo con tus posts, pero en éste tengo algunas dudas:
    ¿La falta de iniciativa, motivación y voluntad a que referís, es la que se aplica para salvarse uno?¿O uno y su familia que vendría a ser lo mismo?.
    ¿Los que fuimos robados más de 10 veces en los últimos 6 años, deberíamos pensar que el crimen no aumentó ?
    ¿La respuesta es seguir trabajando para otros (es decir, para los mismos)?
    ¿O seguir dándole mis migajas a algunos pocos para sentirme mejor?

    • Gustavo Fernández dice:

      Hola amiga. Comprendo tus planteos, tal vez debería expresarme mejor (en cuanto a lo que siento, pienso y creo). a) el crimen no aumentó, lo que aumentó es nuestra desprotección, b) uno y su familia NO vendría a ser lo mismo, ésa es una de las treampas del sistema, y tampoco se trata de «salvarse». Sino de transmutarse, c) tal vez deberíamos seguir trabajando para ALGUNOS otros, pero desde otro lugar. Por ejemplo, en ocasiones la mejor forma de ayudar es no ayudar. Y d) jamás migajas, nunca escribì eso. Hablé de compromiso profundo, de hacer lo correcto y no lo conveniente, y la limosna no entra en ese concepto.
      Tal vez deberías releer el artículo y reflexionar(lo).
      Un abrazo

  2. Mariangeles dice:

    Hola soy Mariangeles,que tal Gustavo , como te va ,el político Dante Gullo (creo se escribe así) elevo un proyecto para que voten las personas de 16 años ADOLESCENTES .(Para pensar ¡¡¡) Trabajo por vocación no por necesidad y soy docente en escuelas publicas secundarias , encontré esa manera de llevarles un mensaje distinto a lo que constituye su diario acontecer, claro esta que empece por un nivel muy básico y a decir verdad no hemos salido de ahí, y me estoy refiriendo justamente a eso a lo cual vos te referís elegir practicar la bondad , la rectitud ,lo que es correcto por convicción aunque muchos piensen que sos un tonto del cual se puede abusar las veces que se le venga en ganas a los que eligen el camino de la delincuencia , lo cual para ellos es relativamente fácil ya que conocen las leyes y aprovechan las lagunas que van dejando las mismas , o tal vez son amparados por los mismos políticos , o son menores , la lista de recursos es larga , la gente atemorizada no los denuncia por las represalias y la lista sigue ; y después de conocer todos estos recursos , el que elige ser bueno según mi entender merece una medalla (de orden espiritual , claro,) .Pero quiero aclarar, no son mayoría los delincuentes , solo es el muy mal ejemplo de la impunidad lo que constituye la veta atractiva … bueno chau Gustavo hasta la proxima

  3. Tinejo dice:

    Muy de acuerdo en el desarrollo informativo de nuestra realidad, lo que nos lleva a discernir futuros apocalípticos al recibir, en un sólo click, todas las desgracias de la humanidad durante las últimas 24 horas. Pero siempre han estado ahí, quizás más por la capacidad para ocultarlas siglos atrás. No obstante, el poder de la información también nos recuerda que no avanzamos a excesiva velocidad en eso tan simple como es respetar al prójimo, no ser molesto.

    http://pocoquedecir.wordpress.com/2011/07/17/la-res-no-es-television-publica/

  4. Valentín dice:

    Hacía mucho que no entraba a la página y un poco desvelado leí un poco de este artículo, me lo debo para mañana, se ve muy bueno, a mi gusto tenes una tremenda claridad para escribir que me da mucho gusto como lector. Un abrazo, saludos.

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