Cuando la próxima Luna llena llegue a Viale

luna ventanaNo, no me pareció raro al comienzo, dotorcito. Ya en el almacén del Cirilo en Viale me habían dicho que el Alemán era medio raro. Bah, nadie sabe si es alemán. O si era, ¿vio?, que a esta altura uno no puede estar seguro de nada.
El caso es que el hombre me había llamado para que le hiciera de casero por unos días. Él me buscó a mí, la verdad. Yo no lo conocía, pero me dio santo y señas de mis abuelos, y hasta habló cosas del abuelo de mi abuelo que sólo pudo haber sabido por cuentos, porque no podìa ser tan viejo. Y, la verdad dotorcito, no parecía de más de cuarenta. Recuerdo que contaba las cosas de esos tiempos como si las hubiera vivido, pero tiene que haber sido de bolacero nomás, porque como le dije, fue hace tantos años que él no pudo haberlo vivido. Y aparte de eso, poco más. Vio que el trabajo no abunda hoy en día, y la paga era buena. Supongo que más por eso que por otra cosa no vi nada raro.
Así que me mandé pal campo nomás, dotorcito. La casona ésa, abandonada atrás del Monte de las Calaveras, que bien ganado se tiene el nombre. Dicen que había un cementerio de los indios, pero dicen también que muchas calaveras son de cristianos. Y no tan viejas. Pero, ¿vio?, se dicen tantas cosas… La casona ésa, de tres pisos, media rara en la forma, que de afuera parece abandonada pero de adentro, le juro dotorcito, tiene de todo y está limpita como si la hubieran abierto ayer.
La cosa es que al principio estaba bacán. Sólo limpiar una parte de la casa, encender y apagar los motores que daban unas horas de luz a la noche y, sobre todo, vigilar el campo que no entrara ningún forastero. Por lo demás, tenía mucho tiempo libre y podía andar por donde quisiera. Bueno, por donde quisiera, tanto no; el Alemán me había prohibido subir al primer piso y andar por el pasillo del lado oeste. El lado oeste es ése que tiene ese gran vidrio de colores que de lejos parece un ojo grandote, ¿vio?. Una sola vez, al caer el sol y como andaba al pedo, subí despacito al primer piso ése y fui a la ventanas a mirar la puesta de sol. Me acerqué extrañado, porque más cerca estaba del vidrio y más raro parecía todo; por lo que se veía del otro lado, nada era como el campo. El suelo tenía grietas, el monte se parecía más a un osario enorme y, eso es lo más raro, en el cielo parecía haber dos soles. Esas cosas raras que provocan con estos inventos de los gringos, como para divertir nomás. O confundir a la gente, qué se yo. Pero tampoco estoy muy seguro de lo que estaba viendo, porque cuando me acercaba más a la ventana, un grito estridente me hizo saltar de susto. Me di vuelta, y ahí estaba el Alemán, en la otra punta del pasillo, más blanco que su guardapolvo, dotorcito, que casi me daba risa verle la cara. Pero no sea cosa de perder el laburo por una estupidez, así que le pedí perdón, inventé una excusa como que le estaba buscando para preguntarle algo, no sé, una mentirita de momento, nomás. Creo que se la creyó pero, cuando el color le volvió a la cara, me dijo muy enojado que por nada del mundo volviera ahí. Fue gracioso; dijo algo como “por nada de este mundo o cualquier otro”, cosas de alemán loco.
Así pasaron dos semanas. El Alemán todas las noches comía conmigo –comía muy, muy poco siempre, ahora que lo recuerdo- y subía a su cuarto, pero no a dormir. Por debajo de la puerta se veía la luz encendida a veces hasta la salida del sol, seguramente leyendo, porque ahí no había ni tele ni esas cosas raras de internet de los gurises de hoy día. A veces hacía algo más que leer, porque se le escuchaba hablar en voz muy baja. Un par de noches me asusté en serio, mire, una porque empezó con unos gritos raros. Yo sólo hablo cristiano y no sé, pero me parece que alemán no era. Ni inglés, que yo escuché al abuelo de mi finada mujer que había llegado de ese país, y tampoco. Y otra noche (la misma que había un olor raro en la casa, ahora que lo pienso, como si el tipo estuviera quemando o encendiendo algo raro) parecía que conversaba con alguien. Yo sólo escuchaba su voz; pero estaba como asustado, aunque no se le entendía (porque hablaba en ese idioma raro que le dije) era como que daba explicaciones, si me hizo acordar a mí mismo cuando le inventaba excusas la tarde que subí al primer piso, ja!. Ahora que usted me pregunta, dotorcito, fue la noche del mismo día que desapareció el Juan Pablo, el marido de la Dolores, la dueña de la ferretería. Me acuerdo porque después del almuerzo había pasado gente de la policía preguntando si lo habíamos visto.

Pero todo se puso pesado, me acuerdo, la noche que casualmente empezaba la Luna llena. Esa noche no comió, estuvo toda la tarde preparando algo en su cuarto y se despidió como para ir a dormir. Yo me acosté temprano pero como tengo buen oído y no me había dormido, escuché el ruido de la puerta de atrás, de la cocina, que daba al campo frente al Monte de las Calaveras. Por las dudas me levanté, fui al comedor y desde la ventana lo vi al Alemán que salía, mirando hacia atrás, como revisando que yo no lo siguiera. Agarró para la derecha (llevaba algo como una bolsa al hombro) como para el Oeste, y como espiarlo tendría que haber subido al primer piso y mirar por la ventana por la que tanto problema me había hecho, me volví a la cama. Es un hombre grande y sabrá porqué hace lo que hace. Y después de todo, es el patrón. Igual fue al pedo; no dormí un carajo esa noche, supongo que por los ruidos raros que venían del lado del monte. Como una mezcla de ranas y cigarras, pero más feo.
La cosa es que al otro día el Alemán se levantó tardísimo, y cuando apareciò…. Usted no me va a creer, dotorcito, pero yo juraría que tenía algunos años menos. La verdad, le envidio (o le envidiaba) que casi sin comer ni dormir, y ni mujer le conocía, se mantuviera tan joven.
Pasaron dos días muy tranquilos, casi normales. Lo único, que otra vez pasó la policía porque ahora la que había desaparecido era la Dolores. Del Juan Pablo pensaban ellos que se había rajado con otra mina, pero ahora estaban preocupados, porque quedaban dos gurises solos, los hijos de la Dolores. Y encima, contaban algunos vecinos que unos meses atrás el Juan Pablo les había comentado que en una de ésas se mudaban porque el Alemán les había ofrecido trabajo en la casona, aunque nunca había vuelto a comentarlo. Pero al cuarto, otra vez a la noche el coso éste se salió por la puerta de atrás, otra vez con algo cargado en las espaldas, y otra vez se mandó pal oeste y lo perdí.
Y ahora, dotorcito, viene lo que ya le conté a los otros dotores cuando me encerraron acá. Yo sé que no me creen, pero…. Qué vamos a hacer. Ya se darán cuenta. Prontito, nomás.
Porque la última noche de luna llena, cuando el Alemán volvió a salir, otra vez por la puerta de atrás, otra vez con una bolsa al hombro, no me aguanté más. Aún sabiendo que si me pescaba iba a tener lío, subí al primer piso y me mandé pa la ventana, ésa, la rara, la única desde donde podía verlo.
Yo sé que no estoy loco, dotorcito. Bah, sé que no lo estaba. Desde esa noche, no estoy tan seguro. Pero, ¿sabe?, también sé que pronto vamos a salir de dudas, si estoy loco o si de verdad vi lo que vi. Lástima que si es esto último, para mí será demasiado tarde.
Porque cuando miré por esa forma de ojo que tiene la ventana, dotorcito, lo que vi fue ese lugar raro, con grietas, con osamentas, con dos soles (y eso que era de noche) que ya le conté. Pero algo más. Porque ahí estaba el Alemán, bailando desnudo en medio de un círculo de calaveras, con la cabeza de la Dolores en las manos. Creo que era la Dolores, porque ya estaba media comida. Cada varios pasos el Alemán le encajaba un mordisco, tironeaba y arrancaba la carne.
Pero lo más jodido, creamé, no era eso. Eran los bichos que estaban alrededor. Que también bailaban, levantando los cuatro brazos en el aire, con esos cuerpos que eran como una mezcla de babosa y persona. Y las caras…
No sé como pasó. Pero, de pronto, el Alemán se detuvo, se detuvieron todos, y al mismo tiempo giraron sus cabezas en mi dirección. Hacia la ventana. Ahí me di cuenta que ese ojo miraba en dos direcciones. Que lo que me dejaba ver a mí permitía que vieran del otro lado también. Y le juro, dotorcito, que en la mirada de el Alemán había lástima cuando sus ojos se clavaron en los míos.
Bajé las escaleras a todo lo que me daban las patas, vea. Escapé por la puerta de adelante hasta la moto que tenía en el cobertizo de la entrada, y los que tardé en darle la patada para que arrancara lo pasé con el corazón estrujado porque, sin darme vuelta, sentía como si ese montón de babosas viniera corriendo (o arrastrándose, no estoy seguro) en mi dirección. Pero la moto arrancó, llegué a la tranquera del campo, la abrí, pasé y le metí pata hasta llegar al centro de Viale. Y fue ahí donde me desmayé.
Me dijeron que me llevaron en ambulancia al hospital y que estaba delirando. Yo no me acuerdo de nada, la verdad. Me pidieron que contara lo que me pasó, y yo conté, como mi padre me enseñara, siempre la verdad. Y por eso me encerraron acá, dotorcito. Lo demás, usted lo sabe.
Lo que usted, ni los otros dotores saben, es lo que va a pasar. Ya sé que usted piensa que estoy mal de la cabeza; deje de mirarme con esa sonrisa. Esto ya empezó. Anoche, algo bailaba ahí afuera y su sombra sinuosa se alargaba sobre el suelo, en la claridad de la luna creciente que entra. Porque cuando la próxima Luna llena llegue a Viale y entre su luz por esa ventana, las babosas y el Alemán vendrán a buscarme. El gringo necesita más cabezas. Y las rejas y los barrotes y los guardias que están afuera no los detendrán. Y quizás ni los verán. Para cuando usted entre de guardia, dotorcito, yo ya no estaré acá.

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